Concilio Vaticano II: Oro y oropel
No todo es oro, también hay oropel. Hay bastantes que niegan de una manera u otra valor al Vaticano II.
por Pedro Trevijano
Si se me pregunta cuál es el acontecimiento de mi vida que me ha marcado más, creo que respondería que fuera de algunos hechos aislados como mi ordenación sacerdotal, sin duda el Concilio Vaticano II, en el que estuve de sacerdote joven, en concepto de acomodador, pero pudiendo asistir a las reuniones conciliares del segundo, tercer y cuarto períodos. A título personal lo mejor que saqué de allí fue un profundo amor a la Iglesia y un gran respeto por los obispos. Cuando en años posteriores la culpa de todo lo que pasaba en la Iglesia la tenían los obispos, no podía estar de acuerdo, porque aunque una masa de más de dos mil personas no deja de ser una masa, por muy obispos que sean, y entre ellos lógicamente había de todo, allí estaban muy buenos obispos y los mejores teólogos de la época, por lo que el nivel medio era francamente bueno.
De los documentos conciliares recuerdo la frase que Pablo VI nos dijo el último día del Concilio: “La tarea de vuestra vida va a ser predicar el Concilio Vaticano II”. En general me parecen muy buenos documentos, algunos mejores que otros, como es lógico, que de vez en cuando releo, porque siguen siendo actuales y todos por supuesto son Magisterio, aunque de diverso grado. Todos los textos del Concilio son válidos y aún no hemos agotado su contenido. Aceptar el Concilio supone aceptar sus documentos, sin reservas que los cercenen y sin arbitrariedades que los desfiguren y por supuesto en continuidad con toda la Tradición y Magisterio de la Iglesia.
Pero no todo es oro, también hay oropel. Hay bastantes que niegan de una manera u otra valor al Vaticano II. Quien niega el Vaticano II, niega la autoridad que sostiene a Trento y al Vaticano I y los arranca así de su fundamento, lo que vale para los llamados tradicionalistas en su forma extrema. Pero también la llamada corriente extremista progresista considera al Concilio completamente superado desde hace tiempo y, en consecuencia, como un hecho del pasado carente hoy de significación. Éstos entienden el concepto Pueblo de Dios en el sentido de soberanía del pueblo, como el derecho de todos los fieles a decidir comunitaria y democráticamente lo que la Iglesia es y debe hacer, dejando fuera de juego a Dios. Esta concepción confunde los textos del Concilio con los programas de los partidos políticos, y los concilios con los congresos o asambleas de esos mismos partidos, con lo que la propia Iglesia queda rebajada al nivel de un partido político. Los partidos políticos pueden, después de algún tiempo, rechazar un antiguo programa y sustituirlo por otro nuevo. La Iglesia no tiene derecho a cambiar la fe, pues “no está por encima de la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado” (Dei Verbum nº 10).
En España de los dos problemas me parece más grave el del progresismo. En vez de considerar como un punto de llegada y de reflexión los documentos conciliares, los consideran simplemente como un punto de partida para nuevas metas, al servicio de intereses políticos. El espíritu del Concilio que ellos constantemente invocan no tiene nada que ver con lo que ha dicho el Concilio. A algunas comunidades de base o presuntos teólogos todavía estoy por oírles una palabra de condena al aborto o a la eutanasia, incluso sobre ésta he leído defenderla como una opción cristiana. En mi tierra, La Rioja, el grupo Cristianos Socialistas siempre toma partido por el PSOE y aún estoy por leerles tomar posición contra el aborto o la ideología de género, si bien no tuvieron empacho en escribir en el diario La Rioja del 8-I-09 lo siguiente: “el único punto incontrovertible, absoluto, indiscutible y, si se quiere dogmático, del mensaje cristiano es el mandamiento de la caritas, del amor fraterno”, disparate teológico suficiente como para negar a un niño la primera comunión, pues significa no creer que la Trinidad y la Encarnación son dogmas de fe, prosiguiendo en el mismo artículo. “Para concluir queremos confesar que nosotros, que militamos al servicio de los objetivos y del proyecto político socialista, nos sentimos también en plena comunión con la Iglesia y fieles a la enseñanza del Magisterio”. Prefiero no hacer comentarios.
Pero quiero concluir con una palabra de optimismo. No sólo pienso que los documentos conciliares son el auténtico espíritu conciliar, no sus interpretaciones relativistas y ajenas al Magisterio, sino que además la JMJ demostró que el seguimiento de Cristo va acompañada de una alegría que no sólo está interiormente, sino que muchas veces se manifiesta externamente, porque Jesús nos promete la felicidad eterna y, con frecuencia, experimentamos algo de ella ya en esta vida.
De los documentos conciliares recuerdo la frase que Pablo VI nos dijo el último día del Concilio: “La tarea de vuestra vida va a ser predicar el Concilio Vaticano II”. En general me parecen muy buenos documentos, algunos mejores que otros, como es lógico, que de vez en cuando releo, porque siguen siendo actuales y todos por supuesto son Magisterio, aunque de diverso grado. Todos los textos del Concilio son válidos y aún no hemos agotado su contenido. Aceptar el Concilio supone aceptar sus documentos, sin reservas que los cercenen y sin arbitrariedades que los desfiguren y por supuesto en continuidad con toda la Tradición y Magisterio de la Iglesia.
Pero no todo es oro, también hay oropel. Hay bastantes que niegan de una manera u otra valor al Vaticano II. Quien niega el Vaticano II, niega la autoridad que sostiene a Trento y al Vaticano I y los arranca así de su fundamento, lo que vale para los llamados tradicionalistas en su forma extrema. Pero también la llamada corriente extremista progresista considera al Concilio completamente superado desde hace tiempo y, en consecuencia, como un hecho del pasado carente hoy de significación. Éstos entienden el concepto Pueblo de Dios en el sentido de soberanía del pueblo, como el derecho de todos los fieles a decidir comunitaria y democráticamente lo que la Iglesia es y debe hacer, dejando fuera de juego a Dios. Esta concepción confunde los textos del Concilio con los programas de los partidos políticos, y los concilios con los congresos o asambleas de esos mismos partidos, con lo que la propia Iglesia queda rebajada al nivel de un partido político. Los partidos políticos pueden, después de algún tiempo, rechazar un antiguo programa y sustituirlo por otro nuevo. La Iglesia no tiene derecho a cambiar la fe, pues “no está por encima de la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado” (Dei Verbum nº 10).
En España de los dos problemas me parece más grave el del progresismo. En vez de considerar como un punto de llegada y de reflexión los documentos conciliares, los consideran simplemente como un punto de partida para nuevas metas, al servicio de intereses políticos. El espíritu del Concilio que ellos constantemente invocan no tiene nada que ver con lo que ha dicho el Concilio. A algunas comunidades de base o presuntos teólogos todavía estoy por oírles una palabra de condena al aborto o a la eutanasia, incluso sobre ésta he leído defenderla como una opción cristiana. En mi tierra, La Rioja, el grupo Cristianos Socialistas siempre toma partido por el PSOE y aún estoy por leerles tomar posición contra el aborto o la ideología de género, si bien no tuvieron empacho en escribir en el diario La Rioja del 8-I-09 lo siguiente: “el único punto incontrovertible, absoluto, indiscutible y, si se quiere dogmático, del mensaje cristiano es el mandamiento de la caritas, del amor fraterno”, disparate teológico suficiente como para negar a un niño la primera comunión, pues significa no creer que la Trinidad y la Encarnación son dogmas de fe, prosiguiendo en el mismo artículo. “Para concluir queremos confesar que nosotros, que militamos al servicio de los objetivos y del proyecto político socialista, nos sentimos también en plena comunión con la Iglesia y fieles a la enseñanza del Magisterio”. Prefiero no hacer comentarios.
Pero quiero concluir con una palabra de optimismo. No sólo pienso que los documentos conciliares son el auténtico espíritu conciliar, no sus interpretaciones relativistas y ajenas al Magisterio, sino que además la JMJ demostró que el seguimiento de Cristo va acompañada de una alegría que no sólo está interiormente, sino que muchas veces se manifiesta externamente, porque Jesús nos promete la felicidad eterna y, con frecuencia, experimentamos algo de ella ya en esta vida.
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