El Purgatorio
Lo peor del purgatorio es que quien está allí no disfruta todavía de la visión beatífica de Dios que desea ardientemente.
por Pedro Trevijano
En los funerales y muchas veces también en el confesionario, me encuentro con gente afligida por el fallecimiento de un ser querido. Por ello, con frecuencia les digo: “Os deseo lo mismo que me deseo a mí.; encontrarme el día de mi fallecimiento en la puerta del cielo con mis seres queridos y que me saluden con un gracias por no haberte olvidado de nosotros en tus oraciones, aunque luego me supongo que algunos me dirán: ‘tus oraciones no me han sido necesarias porque ya estaba en el cielo’, mientras otros me agradecerán el haberles ayudado a entrar en el cielo”. Todo esto nos plantea el problema de las almas del Purgatorio, al que la Iglesia hace referencia de modo especial el día dos de Noviembre, porque el día uno conmemoramos a aquéllos que ya están en el Cielo.
El Catecismo de la Iglesia católica nos dice. “los que mueren en la gracia y en la amistad con Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo”(nº 1023); en cambio “los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo” (nº 1030). Siempre me ha parecido que el dogma del purgatorio, proclamado como tal en los Concilios de Florencia (DS 1304; D 693) y Trento (DS 1580 y 1820; D 840 y 983), era de sentido común. En efecto, si en el cielo no pueda haber nada imperfecto, está claro que muchos de nosotros en el momento de nuestra muerte podemos ser sorprendidos con una serie de imperfecciones, que aunque no muy graves, no dejan de ser imperfecciones y obstaculizan nuestra entrada en el cielo. Es precisamente la creencia en el Purgatorio la que da sentido a los funerales.
De ello, del valor de la oración por los difuntos, nos habla en el Antiguo Testamento el segundo libro de los Macabeos, en el capítulo 12, que nos cuenta como Judas Macabeo, tras una batalla, descubre en los cadáveres de sus caídos objetos consagrados a los ídolos y prohibidos a los judíos, por lo que “volvieron a la oración, rogando que el pecado cometido les fuese totalmente perdonado,” …”y mandó (Judas Macabeo) hacer una colecta en las filas, recogiendo hasta dos mil dracmas, que mandó a Jerusalén para ofrecer sacrificios por el pecado; obra digna y noble, inspirada por la esperanza de la resurrección; pues si no hubiera esperado que los muertos resucitarían, superfluo y vano era orar por ellos”…”Obra santa y piadosa es orar por los muertos”(vv. 42-46).
Desde los primeros tiempos, la Iglesia siempre ha ofrecido oraciones a favor de los difuntos, en especial el sacrificio eucarístico, pero también, en virtud de la comunión de los santos, con nuestros sacrificios, oraciones y buenas obras, para ayudarles en su purificación y así, una vez purificados, puedan llegar a la vida eterna feliz Esta purificación no podemos desde luego concebirla como una venganza de parte de Dios, sino como una consecuencia, que llamamos pena temporal, que debemos a la naturaleza misma del pecado y que me recuerda lo que sucede cuando sufrimos alguna herida, de la que muchas veces nos curamos pronto, pero quedan sus consecuencias, por ejemplo cicatrices cuya desaparición nos cuesta bastante más. La doctrina del purgatorio y nuestra oración por los difuntos presuponen la fe en una vida más allá de la muerte y, también, que el ser humano tiene una posibilidad de purificarse en el más allá.
Pero al hablar del purgatorio, también se suele hablar del fuego del purgatorio. Está claro que estamos hablando de algo radicalmente distinto del castigo de los condenados (cf. Catecismo de la Iglesia Católica nº 1031). Para el hombre que ha optado radicalmente por Dios, pero que no ha realizado esta opción con todas las consecuencias, y se ha quedado lejos del ideal, el encuentro que se produce después de la muerte con el fuego del amor de Dios tiene una fuerza purificadora y transformadora que ordena, limpia, cura y completa todo lo que en el momento de la muerte era todavía imperfecto.
Lo peor del purgatorio es que quien está allí no disfruta todavía de la visión beatífica de Dios que desea ardientemente, mientras lo mejor es la certeza de saberse salvado y la posesión de una firme esperanza.
El Catecismo de la Iglesia católica nos dice. “los que mueren en la gracia y en la amistad con Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo”(nº 1023); en cambio “los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo” (nº 1030). Siempre me ha parecido que el dogma del purgatorio, proclamado como tal en los Concilios de Florencia (DS 1304; D 693) y Trento (DS 1580 y 1820; D 840 y 983), era de sentido común. En efecto, si en el cielo no pueda haber nada imperfecto, está claro que muchos de nosotros en el momento de nuestra muerte podemos ser sorprendidos con una serie de imperfecciones, que aunque no muy graves, no dejan de ser imperfecciones y obstaculizan nuestra entrada en el cielo. Es precisamente la creencia en el Purgatorio la que da sentido a los funerales.
De ello, del valor de la oración por los difuntos, nos habla en el Antiguo Testamento el segundo libro de los Macabeos, en el capítulo 12, que nos cuenta como Judas Macabeo, tras una batalla, descubre en los cadáveres de sus caídos objetos consagrados a los ídolos y prohibidos a los judíos, por lo que “volvieron a la oración, rogando que el pecado cometido les fuese totalmente perdonado,” …”y mandó (Judas Macabeo) hacer una colecta en las filas, recogiendo hasta dos mil dracmas, que mandó a Jerusalén para ofrecer sacrificios por el pecado; obra digna y noble, inspirada por la esperanza de la resurrección; pues si no hubiera esperado que los muertos resucitarían, superfluo y vano era orar por ellos”…”Obra santa y piadosa es orar por los muertos”(vv. 42-46).
Desde los primeros tiempos, la Iglesia siempre ha ofrecido oraciones a favor de los difuntos, en especial el sacrificio eucarístico, pero también, en virtud de la comunión de los santos, con nuestros sacrificios, oraciones y buenas obras, para ayudarles en su purificación y así, una vez purificados, puedan llegar a la vida eterna feliz Esta purificación no podemos desde luego concebirla como una venganza de parte de Dios, sino como una consecuencia, que llamamos pena temporal, que debemos a la naturaleza misma del pecado y que me recuerda lo que sucede cuando sufrimos alguna herida, de la que muchas veces nos curamos pronto, pero quedan sus consecuencias, por ejemplo cicatrices cuya desaparición nos cuesta bastante más. La doctrina del purgatorio y nuestra oración por los difuntos presuponen la fe en una vida más allá de la muerte y, también, que el ser humano tiene una posibilidad de purificarse en el más allá.
Pero al hablar del purgatorio, también se suele hablar del fuego del purgatorio. Está claro que estamos hablando de algo radicalmente distinto del castigo de los condenados (cf. Catecismo de la Iglesia Católica nº 1031). Para el hombre que ha optado radicalmente por Dios, pero que no ha realizado esta opción con todas las consecuencias, y se ha quedado lejos del ideal, el encuentro que se produce después de la muerte con el fuego del amor de Dios tiene una fuerza purificadora y transformadora que ordena, limpia, cura y completa todo lo que en el momento de la muerte era todavía imperfecto.
Lo peor del purgatorio es que quien está allí no disfruta todavía de la visión beatífica de Dios que desea ardientemente, mientras lo mejor es la certeza de saberse salvado y la posesión de una firme esperanza.
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