La tragedia europea y la JMJ
¿Y en qué ha consistido y consiste la tragedia del hombre moderno, del europeo, de Occidente?: en esa desproporcionada e inconsistente confianza puesta en lo humano y sólo en lo humano para dirigir a solas nuestras propias vidas y las de los demás
por Antonio Torres
Leyendo el artículo de Ignacio Sánchez Cámara, "LA BARBARIE EUROPEA", publicado hace unos días en La Tercera de ABC, experimenté esa agridulce sensación que nos produce la verdad cuando dicha con brillantez y claridad como es el caso, se queda no obstante a mitad de su recorrido, dejando todavía a oscuras el asunto sobre el que ha lanzado en esta ocasión su mirada escrutadora el articulista, es decir, ese peliagudo problema en torno a lo que nos viene sucediendo a los europeos y occidentales en general, sin que la inmensa mayoría acertemos a ver qué es lo que nos está pasando realmente, incapaces como nos hallamos de fijar nuestra atención en las cosas que de verdad importan, a fuerza de habernos acostumbrado a vivir a ciegas en la charca de tópicos y clichés al uso en que chapotea desde hace demasiado tiempo la dichosa modernidad. Problema que a la luz de una mirada perspicaz y abierta a los datos de la realidad, se nos presenta plagada de los signos propios de la tragedia, no siendo esa barbarie de la que se habla y da título al citado artículo, sino una más de sus graves y peligrosas consecuencias.
Estamos en efecto de nuevo en los prolegómenos de una tragedia ya secular, la del hombre moderno, anunciada por las mentes más agudas y preclaras de los dos últimos siglos, sin duda desde distintas perspectivas y circunstancias personales, pero al cabo temida por todos sin distingo alguno. Dostoievski, Nietzsche y el mismo Ortega, entre otros, profetizaron acertadamente los tiempos que estamos viviendo y, desde la atalaya de sus particularísimas creencias e ideas, no sólo hicieron un luminoso diagnóstico sino que barruntaron soluciones diversas. A la vista de los terribles acontecimientos que llenaron el siglo XX, es fácil dilucidar en qué quedaron la teoría del superhombre nietzscheano o el gobierno de los mejores de Ortega. Proclamada la muerte de Dios por los sin Dios, se volvió a cometer el despropósito y disparate de educar generaciones enteras como si Dios no existiese, tratando de refundar valores y principios enraizándolos exclusivamente en las opiniones del hombre común, derivadas siempre de sus apetitos más apremiantes y de su exultante ignorancia. Transformando en ley y derecho aquello que las mayorías optasen por confirmar e instituir como verdad, el mantel quedaba servido para dar rienda suelta a lo más chabacano, ruin y vulgar que anida en el corazón del ser humano, por más que en la misma medida seamos también capaces de heroísmo y de los mayores sacrificios en defensa de la verdad, del amor a nuestro prójimo y de la belleza.
¿Y en qué ha consistido y consiste la tragedia del hombre moderno, del europeo, de Occidente?: en esa desproporcionada e inconsistente confianza puesta en lo humano y sólo en lo humano para dirigir a solas nuestras propias vidas y las de los demás; en ese lamentable e increíble error antropológico sobre la verdadera naturaleza humana, que nos ha hecho creer que el hombre nace como una tabula rasa sobre la que es posible ejercer cualquier clase de influencia de forma indeleble y a gusto de los dueños de turno del mundo; en ese patológico empeño de tratar de eliminar del corazón del hombre sus anhelos más profundos en cuanto a la excelencia de la verdad, la bondad y la belleza; en ese humano empecinamiento, hijo de la soberbia y la mentira, que pretende construir torres de Babel como si Dios no existiese, tratando de aportar un sentido y significado a la existencia y al mundo que sólo puede venir del Creador de todas las cosas incluido el mismo hombre.
Nos recordaba Romano Guardini en ese formidable libro suyo, "El Señor", de tan recomendable y saludable lectura para los tiempos que corren y están por venir: "En la tragedia antigua subsistía aún una esperanza del Adviento; pero en la tragedia de la Modernidad sólo subyace en cambio un mundo cerrado en sí mismo, que ya no tiene ninguna posibilidad real por encima de sí, sino sólo un sueño". Un mundo "cerrado en sí mismo", apartado de Dios y que, no obstante los ateos experimentos fascistas y comunistas del siglo pasado, de tan sanguinarias consecuencias en vidas humanas y morales, se obstina en no ver la verdad allí donde esta resplandece y resiste desde hace dos mil años a los embates y el odio de sus numerosos enemigos, es decir, la Iglesia de Cristo sobre la roca firme del Santo Padre.
La barbarie callejera que se viene viviendo en algunos países europeos, la demoledora crisis económica que padece el mundo, la profunda crisis moral y de ideas de nuestras elites gobernantes e intelectuales, el persistente sufrimiento de una parte muy considerable de la humanidad, la perdida de todo sentido y optimismo de millones de personas en nuestro ámbito de cultura cuando quiera que se han ido a pique las falsas seguridades en las que vivíamos inmersos, no es sino el resultado de una tragedia que venía incubándose como en el huevo de la serpiente desde que se entronizara, en la Europa de las libertades y los derechos fundamentales, la supuesta muerte de Aquel que siendo la Luz del mundo, puede sólo Él aportar sentido, verdad, esperanza y vida, a los hombres que consciente o inconscientemente lo anhelan en lo más profundo de sus corazones, por más que se haya querido cercenar su natural sentido religioso y, por tanto, su capacidad para la verdad, la plenitud y la auténtica libertad.
La tiranía del relativismo denunciada por Benedicto XVI, el dominante nihilismo hedonista que caracteriza nuestra cultura, el totalitarismo cultural de los sin Dios y los que sólo aparentemente rendimos culto al Creador, no son otra cosa sino la expresión de un mundo donde se ha logrado reducir a la mínima expresión el deseo innato del hombre por trascender su propia realidad, por aportar sentido a la fragilidad y lo efímero de la existencia y de las cosas del mundo, poniendo su esperanza en un Dios que es Amor y que, no obstante la iniquidad y apostasía reinantes, en virtud de su infinita misericordia sostiene nuestra vida y la del universo entero.
La presencia del vicario de Cristo en Madrid en el último encuentro de la JMJ, constituirá una extraordinaria oportunidad para inundar de luz el corazón de millones de personas, tanto tiempo endurecido por las tinieblas del pecado y la ignorancia, devolviendo a una parte de la humanidad la fuerza de esa esperanza indestructible que radica exclusivamente en la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo. No debiéramos desaprovecharla ni dejar de poner todos los medios a nuestro alcance para reiniciar el camino y la apasionante aventura de nuestra personal conversión.
Que Dios bendiga a Benedicto XVI, a nuestro Arzobispo el Cardenal Rouco Varela, a nuestros obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y seminaristas, así como a los millones de jóvenes de todas las edades que en Madrid y fuera de España acompañarán al Santo Padre en la JMJ 2011.
Estamos en efecto de nuevo en los prolegómenos de una tragedia ya secular, la del hombre moderno, anunciada por las mentes más agudas y preclaras de los dos últimos siglos, sin duda desde distintas perspectivas y circunstancias personales, pero al cabo temida por todos sin distingo alguno. Dostoievski, Nietzsche y el mismo Ortega, entre otros, profetizaron acertadamente los tiempos que estamos viviendo y, desde la atalaya de sus particularísimas creencias e ideas, no sólo hicieron un luminoso diagnóstico sino que barruntaron soluciones diversas. A la vista de los terribles acontecimientos que llenaron el siglo XX, es fácil dilucidar en qué quedaron la teoría del superhombre nietzscheano o el gobierno de los mejores de Ortega. Proclamada la muerte de Dios por los sin Dios, se volvió a cometer el despropósito y disparate de educar generaciones enteras como si Dios no existiese, tratando de refundar valores y principios enraizándolos exclusivamente en las opiniones del hombre común, derivadas siempre de sus apetitos más apremiantes y de su exultante ignorancia. Transformando en ley y derecho aquello que las mayorías optasen por confirmar e instituir como verdad, el mantel quedaba servido para dar rienda suelta a lo más chabacano, ruin y vulgar que anida en el corazón del ser humano, por más que en la misma medida seamos también capaces de heroísmo y de los mayores sacrificios en defensa de la verdad, del amor a nuestro prójimo y de la belleza.
¿Y en qué ha consistido y consiste la tragedia del hombre moderno, del europeo, de Occidente?: en esa desproporcionada e inconsistente confianza puesta en lo humano y sólo en lo humano para dirigir a solas nuestras propias vidas y las de los demás; en ese lamentable e increíble error antropológico sobre la verdadera naturaleza humana, que nos ha hecho creer que el hombre nace como una tabula rasa sobre la que es posible ejercer cualquier clase de influencia de forma indeleble y a gusto de los dueños de turno del mundo; en ese patológico empeño de tratar de eliminar del corazón del hombre sus anhelos más profundos en cuanto a la excelencia de la verdad, la bondad y la belleza; en ese humano empecinamiento, hijo de la soberbia y la mentira, que pretende construir torres de Babel como si Dios no existiese, tratando de aportar un sentido y significado a la existencia y al mundo que sólo puede venir del Creador de todas las cosas incluido el mismo hombre.
Nos recordaba Romano Guardini en ese formidable libro suyo, "El Señor", de tan recomendable y saludable lectura para los tiempos que corren y están por venir: "En la tragedia antigua subsistía aún una esperanza del Adviento; pero en la tragedia de la Modernidad sólo subyace en cambio un mundo cerrado en sí mismo, que ya no tiene ninguna posibilidad real por encima de sí, sino sólo un sueño". Un mundo "cerrado en sí mismo", apartado de Dios y que, no obstante los ateos experimentos fascistas y comunistas del siglo pasado, de tan sanguinarias consecuencias en vidas humanas y morales, se obstina en no ver la verdad allí donde esta resplandece y resiste desde hace dos mil años a los embates y el odio de sus numerosos enemigos, es decir, la Iglesia de Cristo sobre la roca firme del Santo Padre.
La barbarie callejera que se viene viviendo en algunos países europeos, la demoledora crisis económica que padece el mundo, la profunda crisis moral y de ideas de nuestras elites gobernantes e intelectuales, el persistente sufrimiento de una parte muy considerable de la humanidad, la perdida de todo sentido y optimismo de millones de personas en nuestro ámbito de cultura cuando quiera que se han ido a pique las falsas seguridades en las que vivíamos inmersos, no es sino el resultado de una tragedia que venía incubándose como en el huevo de la serpiente desde que se entronizara, en la Europa de las libertades y los derechos fundamentales, la supuesta muerte de Aquel que siendo la Luz del mundo, puede sólo Él aportar sentido, verdad, esperanza y vida, a los hombres que consciente o inconscientemente lo anhelan en lo más profundo de sus corazones, por más que se haya querido cercenar su natural sentido religioso y, por tanto, su capacidad para la verdad, la plenitud y la auténtica libertad.
La tiranía del relativismo denunciada por Benedicto XVI, el dominante nihilismo hedonista que caracteriza nuestra cultura, el totalitarismo cultural de los sin Dios y los que sólo aparentemente rendimos culto al Creador, no son otra cosa sino la expresión de un mundo donde se ha logrado reducir a la mínima expresión el deseo innato del hombre por trascender su propia realidad, por aportar sentido a la fragilidad y lo efímero de la existencia y de las cosas del mundo, poniendo su esperanza en un Dios que es Amor y que, no obstante la iniquidad y apostasía reinantes, en virtud de su infinita misericordia sostiene nuestra vida y la del universo entero.
La presencia del vicario de Cristo en Madrid en el último encuentro de la JMJ, constituirá una extraordinaria oportunidad para inundar de luz el corazón de millones de personas, tanto tiempo endurecido por las tinieblas del pecado y la ignorancia, devolviendo a una parte de la humanidad la fuerza de esa esperanza indestructible que radica exclusivamente en la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo. No debiéramos desaprovecharla ni dejar de poner todos los medios a nuestro alcance para reiniciar el camino y la apasionante aventura de nuestra personal conversión.
Que Dios bendiga a Benedicto XVI, a nuestro Arzobispo el Cardenal Rouco Varela, a nuestros obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y seminaristas, así como a los millones de jóvenes de todas las edades que en Madrid y fuera de España acompañarán al Santo Padre en la JMJ 2011.
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