Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Sesenta años de trabajo en la viña


Los oficiales del partido nazi dijeron al joven Joseph que sería mejor que pensara en otro oficio, ya que los sacerdotes serían innecesarios en la nueva Alemania que el Tercer Reich estaba construyendo.

por José Luis Restán

Opinión

Los oficiales del partido nazi dijeron al joven Joseph que sería mejor que pensara en otro oficio, ya que los sacerdotes serían innecesarios en la nueva Alemania que el Tercer Reich estaba construyendo. Y es de suponer que un rumor entre travieso y malvado recorrería las filas de aquellos adolescentes: ¿a quién se le ocurre hacerse cura en estos tiempos?

Por lo que se ve, Joseph resistió la andanada. Sabía que en aquellos tiempos oscuros iba a ser difícil llevar adelante su vocación, desconocía el modo concreto en que podría dibujarse esa aventura mientras el fuego y la metralla devoraban Europa y el terror se apoderaba de la tierra en la que había nacido. Y sin embargo, en su mente inquieta y en su corazón sensible maduraba aquella llamada. No sólo era preciso desoír la advertencia de los funcionarios del poder, es que la inhumanidad creciente que ellos representaban requería la respuesta de Joseph: sí, más que nunca, ahora quiero ser sacerdote.

Podría decirse que existe una relación directamente proporcional entre la inhumanidad, el vacío y el horror de un tiempo histórico, y la urgencia dramática de que aparezca la flor del sacerdocio, como profecía de la verdad y como fuente de la curación del hombre. Es curioso que algo más hacia el Este, en Cracovia, otro joven llamado Karol hubiese de afrontar por esas fechas la incomprensión e incluso el escándalo de sus compañeros de resistencia, que no entendían que dejase las armas de la subversión política y militar por las del sacerdocio clandestino. Ya entonces convergieron misteriosamente estas dos vidas, las de Karol y Joseph. Misterios de la Providencia.

El caso es que en 1946, con las calles aún llenas de escombros y una pesadumbre infinita incrustada en el clima social, Joseph y otros jóvenes pudieron entrar en el destartalado seminario de Freising. "Éramos felices -recordará mucho tiempo después- porque éramos libres y estábamos en el camino al que nos sentíamos llamados; sabíamos que Cristo era más fuerte que la tiranía, que el poder de la tiranía nazi... sabíamos que el tiempo y el futuro pertenecen a Cristo... sabíamos que la gente de aquellos tiempos cambiados esperaba sacerdotes que llegaran con un nuevo impulso de fe para construir la casa viva de Dios".

Allí, en medio de aquella pobreza de recursos pero dominado por esta alegría serena, creció y cuajó el alma sacerdotal de Joseph Ratzinger. Acompañado por maestros que no sólo ofrecían su especialización técnica, sino "el pan sano que necesitaba para recibir la fe desde dentro". Y así tomó cuerpo su capacidad verdaderamente única de dar razón de la fe, de transmitirla siempre como algo nuevo y valioso para el corazón de cada hombre, en el contexto de un nuevo tiempo cargado de enormes desafíos.

Es él mismo quien nos brinda las imágenes de aquel 29 de junio de 1951, cuando tendido sobre el frío suelo de la catedral escuchaba las letanías de los santos y sentía surgir la pregunta punzante: "¿soy realmente capaz?". Pero sobre esta debilidad se sobreponía la plegaria repetida del pueblo: "escúchanos, ayúdalos". Y así creció la conciencia de que con él caminaba toda la comunidad de los santos, de que no debía pretender "ser capaz" sino sólo sostenerse en quien únicamente es la roca.

Después llegó la imposición de las manos por parte del valiente cardenal Faulhaber, en la que se hacía patente el gesto de Cristo que aferra al hombre y lo llama consigo, de modo que ya no caminará según sus planes y proyectos, sino como servidor en la viña, según los tiempos de la siembra y de la siega que sólo el Amo puede conocer. Pero todo esto sería una carga insoportable si no estuviese precedido y sostenido por un amor que protege y acompaña, que te dice: "te hago mío, para tu felicidad y la del mundo".

Cuánto ha cambiado el mundo sesenta años después. O qué poco ha cambiado. También ahora es verosímil que cualquier funcionario le diga a un muchacho en la escuela que abandone el sueño inútil de ser sacerdote, dado que en la aldea globalizada e interconectada por las redes sociales, en el apogeo de la neurociencia y de la ingeniería social, en el tiempo del amable escepticismo que devasta todas las esperanzas, la arcaica figura del sacerdote está de más. Pero también ahora, tocado por esa lumbre suave del Espíritu, habrá jóvenes como Joseph que lean la inhumanidad de este periodo como una provocación añadida para decir sí a la llamada. Para aceptar la aventura única de ser un humilde trabajador en la viña del Señor. Para sostener la pasión por el bien y la justicia de los pobres hombres y mujeres de esta hora, para vendar sus heridas y sembrar entre ellos la ansiada comunión, siempre averiada. Para dar razón de la esperanza que no defrauda, rompiendo la cacofonía odiosa de tanto mensaje estúpido que asola la mente y el corazón de las gentes.

Eso es lo que ha hecho Joseph Ratzinger durante sesenta años. Con la espalda doblada sobre el surco, porque como acaba de decir en la homilía del Corpus, "no hay nada mágico en el cristianismo, no hay atajos, sino que todo pasa a través de la lógica humilde y paciente del grano de trigo que se rompe para dar la vida". Y así quiere Dios seguir renovando a la humanidad, no a través del poder de las armas o de los sistemas ideológicos. "Caminamos con la humildad de sabernos simples semillas de trigo, custodiando la firme certeza de que el amor de Dios, encarnado en Cristo, es más fuerte que el mal, que la violencia y que la muerte".

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