Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

El Diablo


Está claro que Jesús, los apóstoles y los evangelistas estaban convencidos de la existencia de las fuerzas demoníacas, y en un sentido no simbólico, sino bien real. Para ellos era una potencia concreta, y no ciertamente una abstracción.

por Pedro Trevijano

Opinión

Estos días estoy dándome un repaso a la Teología, pero he decidido hacerlo del modo más ameno posible y por ello estoy volviéndome a leer los cuatro libros entrevistas que el cardenal Ratzinger, en el último ya era Benedicto XVI, concedió a periodistas. Es un modo de repasar un montón de temas de teología, sin la aridez que puede tener un tratado, es decir un libro de texto.
 
En el primero, “Informe sobre la fe”, al contrario que en los otros tres, en los que el periodista es Peter Seewald, el entrevistador es el periodista italiano Vittorio Messori. En él hay unas páginas dedicadas al Demonio en el capítulo sobre los Novísimos, que me parece interesante recordar, tanto más cuanto que me parece no nos viene mal tener presente lo que dice la Iglesia sobre el tema.

Empieza Ratzinger citando lo que dijo Pablo VI sobre el tema en la audiencia general del 15 de Noviembre de 1972: “El mal que existe en el mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es ya sólo una deficiencia, sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad, misteriosa y pavorosa”… “El Demonio es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos que este ser oscuro y perturbador existe realmente y sigue actuando”… “El tema del demonio y de la influencia que puede ejercer sería un capítulo muy importante de reflexión para la doctrina católica, pero actualmente es poco estudiado””.

La Congregación de la Doctrina de la Fe en un documento de Junio de 1975 nos dice: ““Las afirmaciones sobre el Diablo son asertos indiscutidos de la conciencia cristiana”; y si bien “la existencia de Satanás y de los demonios no ha sido nunca objeto de una declaración dogmática”, es precisamente porque parecía superflua, ya que tal creencia resultaba obvia “para la fe constante y universal de la Iglesia, basada sobre su principal fuente, la enseñanza de Cristo, y sobre la liturgia, expresión concreta de la fe vivida, que ha insistido siempre en la existencia de los demonios y en la amenaza que éstos constituyen””.
 
Ratzinger añadía: “Digan lo que digan algunos teólogos superficiales, el Diablo es, para la fe cristiana, una presencia misteriosa, pero real, no meramente simbólica, sino personal”… “el hombre por sí solo no tiene fuerza suficiente para oponerse a Satanás, pero éste no es otro dios; unidos a Jesús, podemos estar ciertos de vencerlo. Es Cristo, el “Dios cercano”, quien tiene el poder y la voluntad de liberarnos; por esto, el Evangelio es verdaderamente la Buena Nueva”.
 
En la Sagrada Escritura hay multitud de textos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamente, que hacen referencia al Demonio o Diablo. Basta con mirar cualquier índice bíblico. Recordemos simplemente el episodio de las tentaciones (Mt 4,111; Mc 1,1213; Lc 4,113). Está claro que Jesús, los apóstoles y los evangelistas estaban convencidos de la existencia de las fuerzas demoníacas, y en un sentido no simbólico, sino bien real. Para ellos era una potencia concreta, y no ciertamente una abstracción.
 
El Concilio Vaticano II hace referencia a él en sus documentos nada menos que en diecisiete ocasiones. También el Catecismo de la Iglesia Católica se refiere a él (números. 391 a 401 y otros). Pero nunca nos olvidemos que la nuestra es una religión de esperanza, que Cristo es más fuerte que el diablo, y aunque la lucha entre el bien y el mal continuará hasta el fin de los tiempos, la batalla decisiva de esa guerra se libró y se ganó con la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. No puede hacerme nada importante, si mantengo mi unión con Cristo, y si sé recurrir en mis fallos y pecados al sacramento de la Penitencia, para curar en mí las heridas del pecado, reconciliarme con Dios, y volver a poner en marcha con nuevos bríos la vida espiritual. Y ya que he hecho una referencia al sacramento de la Penitencia, recuerdo que, aunque su fin principal es perdonar los pecados graves, también la confesión de devoción tiene un gran valor y es una ayuda inestimable para mi encuentro con Dios.                                                                                                             
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