China: lo que me sorprende es la fe
Podemos derramar ríos de tinta sobre las estrategias de los nuevos emperadores de Pekín, sobre la ruindad de algunos funcionarios incrustados en la piel de la Iglesia o sobre la cobardía de algunos obispos que ceden a los halagos o la coacción del poder. Podemos analizarlo, sí, pero todo ello resulta muy viejo, archiconocido, tremendamente previsible.
por José Luis Restán
Decía en una ocasión Joseph Ratzinger que lo que le asombraba no era la hostilidad, la persecución o la dificultad para creer de nuestro mundo, lo que le seguía conmoviendo era la fe. Eso es lo que he pensado esta semana al contemplar la nueva estación del vía crucis de los católicos chinos. Podemos derramar ríos de tinta sobre las estrategias de los nuevos emperadores de Pekín, sobre la ruindad de algunos funcionarios incrustados en la piel de la Iglesia o sobre la cobardía de algunos obispos que ceden a los halagos o la coacción del poder. Podemos analizarlo, sí, pero todo ello resulta muy viejo, archiconocido, tremendamente previsible.
Lo que me sigue sorprendiendo es la fe. Desde que en 1949 Mao desatara la persecución contra los católicos chinos han pasado tres generaciones, y el régimen comunista chino no se ha ahorrado ningún esfuerzo para extirparlos o al menos domesticarlos. En un primer momento la persecución fue salvaje y cruenta, después llegó el momento de intentar "normalizar" a los que habían persistido en el error. Campos de reeducación, amenazas administrativas, presión policial, prisión domiciliaria, razias inesperadas, y el intento de crear un organismo fantoche que reencauzara a los católicos dentro del sistema, apartados del vínculo con Pedro y con la Iglesia universal.
Así durante sesenta años, con vaivenes entre la tolerancia y el castigo, con la espada de Damocles del poder totalitario siempre sobre la cabeza. Y a pesar de todo la fe se ha mantenido viva, se ha transmitido de una generación a la siguiente, se han seguido celebrando los sacramentos y ha proseguido la catequesis, la caridad sigue fluyendo como un río y no han cesado las vocaciones al sacerdocio. Se dirá que esto es apenas una gota en medio del mar, pero es una gota que contiene el milagro.
En las últimas semanas el Gobierno comunista ha desempolvado su rostro más despótico, desandando el pequeño trecho que parecía haberse avanzado hacia la libertad religiosa. De nuevo ordenaciones ilegítimas de obispos que desgarran la comunión y generan el desconcierto de los fieles, de nuevo el patético intento de gobernar a la Iglesia desde la Asociación de los católicos patrióticos, rimbombante motete para el último intento del PCCh de encajar a los católicos en su cuadrícula. De nuevo el secuestro de obispos, forzados a asistir donde no querían y no debían ir.
¿Qué será de la Iglesia en China? Nadie puede aventurar una hipótesis a corto plazo. Las comunidades clandestinas abandonarán por el momento la disposición de salir a la luz, los obispos fieles al Papa, pero nombrados con el consenso de Pekín, experimentarán la cruda disyuntiva de mantenerse unidos a Pedro o ceder a los cantos de sirena gubernamentales. Quizás estamos en víspera de una nueva diáspora en el interior del Celeste Imperio. Por supuesto habrá pocas voces que se levanten para denunciar esta violencia intolerable. El gigante chino exhibe su músculo ya sea en la guerra de las divisas, en el mar de Corea o en los mercados industriales, ¿quién osará toserle, y menos aún por los pobres católicos chinos, ese puñado de desconocidos?
Lo que me sorprende y llena de estupor es la fe. Que el poder y la maldad no hayan conseguido arrancar esta planta aparentemente tan débil, que a pesar de su despliegue de chantajes y mentiras no haya podido eliminar la fe de los sencillos, de aquellos que arreglarían fácilmente sus vidas simplemente con decir no a Cristo y a su Iglesia. El pasado domingo el Papa evocaba a los "muchos profetas, ideólogos y dictadores que han creado sus imperios, sus dictaduras, su totalitarismo para cambiar el mundo". Y el Papa reconoce que lo han cambiado, pero de forma destructiva.
Hoy sabemos que de esas grandes promesas no ha quedado sino un gran vacío y una gran destrucción. Y frente a nuestro temor oscuro, y nuestra amarga sensación de derrota, Benedicto XVI nos hace escuchar la respuesta del Señor: "Mirad lo que yo he hecho. No he hecho una revolución cruenta, no he cambiado el mundo con la fuerza, sino que he encendido muchas luces que forman, mientras tanto, un gran camino de luz a través de los milenios". En ese camino hacia el futuro, están ciertamente encendidas las luces de nuestros hermanos de China.
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