Sobre un compañero pederasta
Solo quiero plantear la posibilidad de que este hombre fuese inocente, la posibilidad de que hasta que no se realiza un juicio, uno no es condenado ni absuelto. En esta tesitura, ¿acaso el Arzobispado de Valencia podría haberse mantenido expectante?
La dolorosa noticia de la acusación de pederastia a un compañero de la Universidad Católica de Valencia y párroco en la localidad donde vivo, me llenó de indignación e incertidumbre. El inmediato cese de sus ministerios pastorales por parte de D. Carlos Osoro (Arzobispo de Valencia) me advirtió de la gravedad del asunto, y me hizo reflexionar, una vez más, sobre la grave situación que vive la Iglesia al respecto.
Las acusaciones de pederastia, tan denostadas por Benedicto XVI en su último viaje apostólico, debemos admitir que están incomodando demasiado a una comunidad cristiana exhausta y harta de estos revolcones mediáticos. Si no son los de Estados Unidos, son los de Irlanda, los de Bélgica o los de cualquier lugar donde llegue la prensa. La aldea global donde vivimos ramifica las noticias y las infamias a la misma velocidad que son infectadas, sin oportunidad de digestión ninguna.
La pederastia perpetrada por sacerdotes con tendencia homosexual lleva camino de convertirse en uno de los mayores estigmas que carga la Iglesia. Poco importa que sean una ínfima minoría. Los altavoces de los medios de comunicación los multiplican por miles, hasta parecer situarlos en la mayoría de nuestras parroquias, a la espera de la más leve sospecha para sacar a la luz una realidad enraizada en una de las instituciones más desprestigiadas en estos inicios de siglo.
La situación del párroco valenciano acusado de tocamientos no era muy idónea en su comunidad. Ya fuese por sus pobres habilidades para tratar a los feligreses, ya sea por algunos graves enfrentamientos que tuvo con los grupos de jóvenes nada más ser nombrado en el cargo, ya bien porque su conducta llevaba a claras sospechas sobre su comportamiento con los muchachos. Este era un rumor que circulaba por la ciudad desde hacía mucho tiempo, y un servidor y compañero, fue testigo de ello.
Ahora bien, como hacemos con los delincuentes más execrables, vamos a darle una presunción de inocencia a este hombre, e imaginemos que el Arzobispo recibe la noticia de la acusación ante la Guardia Civil como una tormenta de nieve nos sorprende en pleno mes de agosto en las playas valencianas. Don Carlos Osoro, quien sabe del grave mal que están ocasionando este asunto a la Iglesia, ¿qué debía hacer? Porque su actuación sería mediática también. Su respuesta como arzobispo sabía que sería observada con lupa. ¿Importa acaso si las acusaciones son exageradas, manipuladas o fingidas? ¿Acaso importa? Don Carlos sabía que este párroco es conflictivo, que las acusaciones son más que sospechosas y que la prensa lo irradiaría –como sucedió– por todo el mapa nacional. ¿Qué debía hacer?
Pues lo que hizo. Actuar sin contemplaciones, limando cualquier recriminación a una Iglesia timorata que consiente abusos día sí y día también. Nuestro desgraciado párroco queda suspendido de su ministerio y… de su dignidad.
Evidentemente, presuponemos que D. Carlos Osoro actuó sabedor de la gravedad del caso, con mucho más conocimiento del que puedo tener yo. Sin embargo, me pregunto si ante la duda se habría mantenido su presunción de inocencia. Quizás para el arzobispo sí fuese posible, pero ni para la localidad ni para el mundo hubiera sido suficiente, porque este hombre ya estaba condenado.
No quiero que se tergiversen mis palabras. Lamento, condeno y abomino las presuntas actuaciones de nuestro párroco. El periódico Levante EMV asegura que él confesó ante la Guardia Civil, pero todos sabemos de la fiabilidad inexacta de muchos medios de comunicación. Solo quiero plantear la posibilidad de que este hombre fuese inocente, la posibilidad de que hasta que no se realiza un juicio, uno no es condenado ni absuelto. En esta tesitura, ¿acaso el Arzobispado de Valencia podría haberse mantenido expectante?
Pues yo creo que no, porque no solo hubiesen crucificado al cura, sino a la Iglesia también.
Supongamos nada más que no todo sea lo que evidentemente parece. Supongamos qué habría sucedido en otro contexto mediático – justificado, claro, por los últimos casos mencionados -, ¿acaso Don Carlos Osoro se habría visto obligado a actuar de igual manera?
Supongamos cuál será la vida de este hombre al que hoy todos recordamos con una mueca extraña.
Solo me queda esta terrible duda, quizás muy ignorante, antes de lanzarle yo también mis piedras.
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