Las familias numerosas
No engendran miseria los que educan a las personas a la fidelidad, el amor y el respeto a la vida, mientras que sí la engendran los que tratan de destruir los valores éticos y morales.
por Pedro Trevijano
Estos días he estado nuevamente en Santiago de Compostela confesando con motivo del año jubililar, Y uno de los recuerdos entrañables que me llevo es haber confesado, con dos días diferencia, a dos familias francesas al completo, una con ocho y otra con diez hijos. Ciertamente es una cosa muy buena que los padres se confiesen junto a sus hijos, dándoles así ejemplo. Pero en este caso, y ante la segunda familia, me pudo la curiosidad y no pude sino preguntar a los chavales: “¿Qué opinan vuestros compañeros que seais diez hermanos?”. La contestación tipo fue ésta: de entrada no se lo creen, piensan que es una broma, pero luego cuando se dan cuenta que es verdad, algunos nos dicen que así no tendremos la ropa que queremos ni dinero para nuestros caprichos. Pero la gran mayoría nos responde con un simple: ¡qué suerte tenéis!
Recuerdo que en cierta ocasión, dando una charla sobre sexualidad, alguien del público me preguntó que qué opinaba sobre las familias numerosas. Respondí que era el sexto hermano y que estaba muy contento de haber nacido.
En la Escritura la mentalidad es que el hijo, el nuevo ser, es fundamentalmente una bendición de Dios. Dando vida, también se recibe vida, y salir de sí mismo y adherirse a la bendición de la Creación es esencialmente bueno para el hombre. En la cuestión sobre la fecundidad del matrimonio el Concilio Vaticano II nos dice: “los esposos cristianos, confiando en la divina Providencia y cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican al Creador y tienden a la perfección en Cristo cuando cumplen su tarea de procrear con generosa, humana y cristiana responsabilidad. Entre los cónyuges que cumplen de este modo la tarea que les ha sigo confiada por Dios, merecen una especial mención los que con prudencia y de común acuerdo aceptan con generosidad una prole incluso numerosa para educarla dignamente”(Gaudium et Spes nº 50).
La vida humana es un bien, y considerarlo así es un paso adelante para tener una visión auténticamente cristiana de la existencia. Los cónyuges no son, por tanto, sujetos meramente pasivos, sino que con su responsabilidad generosa, humana y cristiana, están llamados a ser los intérpretes de la voluntad de Dios en la transmisión de la vida, quedando así superada por una parte la consideración de que el número de hijos dependía tan solo de la providencia divina, pero también esa concepción anticristiana que no quiere saber de sacrificio y abnegación y da paso libre al egoísmo. La racionalidad lleva a los esposos a tener los hijos que pueden atender y educar debidamente, pero también atendiendo a los hijos que puedan venir, incluso en contra de sus intenciones. En una sociedad tan cerrada a la vida como la nuestra, donde hay auténtico miedo a engendrar, no hay que olvidar que los hijos consolidan el matrimonio y que el confiar en la Providencia a la luz de las posibilidades reales del matrimonio es una actitud digna de elogio. Y es que, como dice Benedicto XVI, “en el actual contexto social, los núcleos familiares con muchos hijos constituyen un testimonio de fe, de valentía y de optimismo, pues sin hijos no hay futuro”. Este testimonio de los padres hace que sea más fácil que los hijos, arrastrados por el ejemplo vivan los valores, se ayuden entre sí, aprendan a compartir sus cosas, incluidos sus juguetes, y vayan creciendo y madurando adecuadamente. Estas familias son una auténtica riqueza para la sociedad y para la Iglesia, y un testimonio vivo de fe y de alegría para los futuros cónyuges y para otros matrimonios. No nos olvidemos además que Dios no se deja ganar en generosidad.
Recordemos para terminar que no engendran miseria los que educan a las personas a la fidelidad, el amor y el respeto a la vida, mientras que sí la engendran los que tratan de destruir los valores éticos y morales, fomentando el egoísmo y la irresponsabilidad. La miseria es consecuencia de una sociedad que no cree en valores permanentes, desprecia a la persona y trata de destruir a las organizaciones que funcionan, como son en España la familia y la Iglesia.
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