El apóstol del mal menor
por Eduardo Gómez
El apego al mal menor es un pensamiento arraigado en los que se dicen o se piensan moderados. Un brote de la concepción conservadora caracterizada por avergonzarse de las fuentes propias de toda autoridad tradicional y someterse al acuerdo por principio.
Con temple de ser juicioso, los hay que hacen llamamientos al sentido común con la sutilidad de saber plegarse a las diferentes ideologías populares., proyectando una instantánea de personas mesuradas dispuestas a condescender con unos y con otros. Al final todo problema es un problema con la verdad. Quien asume verdades tiene problemas pero también certezas. Quien no está dispuesto a asumir verdades solo tiene problemas.
Si el consenso empareja el bien y el mal, la filosofía del mal menor imposibilita la prevalencia del bien. Sus hombres baluarte no atienden que moderar el mal lo enraíza y perpetúa, en cambio combatirlo con la Verdad, o dejar que se acreciente, podría permitir, llegado un punto, su autodestrucción fulminante. Discernimiento demasiado ajeno a cualquier señor resuelto a congeniar la justeza con las aberraciones. En efecto, esa suerte de potajes son propios de los que se piensan moderados, en realidad, entibiadores de lo verdadero y lo falso, pero que ante la masa rebañesca pasan por destacados caballeros de la vida civil.
El moderantismo es un falso justo medio, una perversión del dicho aristotélico, que desde una posición ecléctica acaba por exhibir la hipocresía del que se siente autoridad por el hecho de distanciarse equidistantemente de las posiciones en disputa, cuando en un segundo acto se dispone a amalgamar algunas ideas de los enconados, con independencia de la razón que les asista. Un eclecticismo sospechoso en tanto es imposible no tomar decisiones comprometidas, sobre todo si uno se decide a discernir y enjuiciar con valentía todas las atrocidades que se han consolidado en España so pretexto de alcanzar la categoría de derechos.
El moderantismo es aquel partido que paradójicamente no toma partido, o lo que es peor, toma partido por todos, su bandera es el “aquí cabemos todos“. El moderantista va a protagonizar la ardua tarea de hacer convivir el bien y el mal, para que quepamos todos, con concesiones en apariencia loables, en realidad nocivas para la salud moral de los pueblos, ya que -como antes hemos apuntado- lo que se consigue es perpetuar el mal, en su falsa apariencia de status quo razonable.
Como hombre de consenso, el moderantista cree en la primacía del acuerdo, es su única base unitiva. Desde las concesiones que equivocan la generosidad con la condescendencia hacia cualquier idea u ocurrencia, para el moderantista, purgados los excesos del paroxismo, todo puede llegar a estar bien.
Sin embargo, su idea yerra el tiro; porque el exceso de bien conduce a la perfectibilidad que Dios quiere, y el exceso de mal culmina a la larga en la derrota por autodestrucción (cuántas veces Dios, a lo largo de la historia, ha permitido que el mal crezca hasta saltar por los aires). Es la posición mediadora de unos y otros, moderadora de lo bueno y lo malo; la maldición perenne de los pueblos. Por eso el moderantista, apóstol del mal menor, solo puede ofrecer a su parroquia equilibrismos y acrobacias morales. Moderantistas entibiados se han dado a conocer siempre tanto en el mundo clerical como en el secular. Pero los contemporáneos guiados por el consenso han perfeccionado su inconveniente moderación, han coronado en los pueblos la carencia total de verdad.
El moderantista se debe al consenso y a sus bondades de crear ex nihilo el pan político de cada día. Ese apóstol del mal menor, factótum del consenso, encuentra en el término medio la luz a su gnosticismo de pacotilla. ¿Qué apóstol es ese que en la búsqueda de la verdad ha tomado por principio el escepticismo de Pilatos en lugar de la determinación revelada de Jesucristo? A la hora de buscar la verdad no puede haber término medio ni artificio consensuado que la fabrique. De ilusos es pensar que a la verdad se llega por acuerdo. Es exactamente al contrario: es el conocimiento de la verdad lo que facilita la comunión entre los hombres y rige rectamente nuestros destinos. Esa comunión es indispensable para que exista una verdadera comunidad y no un facticio societario tejido de punta a cabo de componendas malminoristas. Los moderantistas padecen el mal del pretorio: escuchan antes la voz de las turbas que al mismísimo Verbo. Al fin y al cabo son equilibristas de la razón popular, malminoristas de la moral, caballos de Troya para el pueblo. Es de moderada agudeza pues, no abrir las murallas de nuestra conciencia y mandarles a todos al diablo con sus moderaciones.
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