Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Ser sacristán en el Santo Sepulcro, corazón del «status quo»: labor estresante, dura y apasionante

Ser sacristán en el Santo Sepulcro, corazón del «status quo»: labor estresante, dura y apasionante
Fray Sinisa explica las consecuencias prácticas del status quo en el Santo Sepulcro

Fray Sinisa Srebrenovic es un franciscano croata que lleva años en la Custodia de Tierra Santa.  Natural de un pequeño pueblo cerca de Zagreb, su itinerario vocacional comenzó en su parroquia, precisamente llevada por franciscanos, y fue el testimonio de los frailes lo que le llevó a querer ser uno de ellos.

Tras haber pasado primero por Nazaret es actualmente el primer sacristán del Santo Sepulcro, con lo que ello conlleva debido al status quo que se vive en la basílica entre católicos, greco-ortodoxos, armenios, coptos, sirios y etíopes y sus innumerables reglas a la hora de realizar el culto.

En una entrevista con la Custodia de Tierra Santa explica las particularidades de ser sacristán en este lugar santo y cómo puede llevar a cabo su labor en una situación tan excepcional:

-Hablemos de tu elección vocacional: ¿qué te empujó a entrar en el convento?

– No me gusta identificar la vocación con un momento concreto.  La vocación, además de ser algo personal, no es nada especial.  Me corrijo, puede no ser nada especial: creo que es como una semilla que una vez plantada tiene sus tiempos y su forma de crecer pero que, si no se cuida, no dará nunca fruto.  La vocación, igual que la conversión, sucede en un punto concreto de nuestra vida pero si no cuidas ese momento y no vives la conversión es inútil porque somos libres y la llamada es libre.

Mi decisión nace en mi parroquia de origen, que es franciscana. Poco a poco maduró en mí esta idea de convertirme en franciscano y la atendí para comprender si era un deseo profundo o solo una pasión momentánea.

-¿Hay algo especial en el franciscanismo que te haya marcado y te empujara a entrar en el convento?

– A decir verdad, al principio no sabía ni siquiera quién era San Francisco. Conocía bien a San Antonio porque mi parroquia está dedicada a él y todos le eran muy devotos. En la iglesia, había un lugar apartado reservado a la estatua de San Francisco: estaba al fondo de la iglesia y una vez al año se hacía una oración, que solo más tarde supe identificar como el tránsito, es decir, el recuerdo de la muerte de San Francisco el 3 de octubre.
Más que el aspecto intelectual, que llegó en el momento del estudio, me fascinó el testimonio de vida que recibí de los franciscanos de mi parroquia, y esto es lo que me hizo apreciar la vida de los frailes en comparación con otras vidas.

– Una vez finalizado el proceso de formación, llegas a Tierra Santa: ¿cómo sucedió?

– Fui yo quien pidió venir a Tierra Santa pero, hasta hoy, aún no he entendido por qué. Sentía que tenía que venir aunque no había estado nunca aquí. Soy consciente de que era una locura que ni mis padres ni mi familia franciscana entendieron de inmediato. Me moví por una exigencia, un deseo, no me trasladé porque no estuviese a gusto en Croacia con los frailes de mi provincia franciscana. También porque, por mi experiencia, los frailes son iguales en todas partes del mundo, con los mismos límites y las mismas riquezas.

Llegué en 2006 y no sabía italiano, la lengua común en la Custodia. Por este motivo, en primer lugar, pasé un mes en Roma, en la delegación de Tierra Santa: no entendía nada de la misa, nada de las oraciones y no era capaz de mantener un diálogo. Allí me di cuenta de que los entornos internacionales son realmente difíciles y no solo eso, me convencí de que era necesaria una apertura cultural para poder continuar.

Después de ese periodo, tuve mi primer destino: la basílica de la Anunciación. En Nazaret descubrí qué es la Tierra Santa: un mundo dentro del mundo.  En Nazaret establecí un vínculo muy fuerte con el lugar y con la misión, fortaleciendo la decisión de permanecer en Tierra Santa, en un ambiente tan ajeno. Nazaret fue un descubrimiento continuo: el lugar, los cristianos locales, los peregrinos. Piezas de un gran y elaborado mosaico que, juntas, formaban la imagen de mi Tierra Santa. En esa época, no sabía que viviría allí durante once años y no sabía que estaría unido sentimentalmente a ese lugar, tanto que el desapego y el cambio fueron muy difíciles.

– Después de Nazaret, te convertiste en sacristán en el Santo Sepulcro. Hablemos de tus funciones: ¿cómo es tu “jornada tipo”?

– Hay tres sacristanes en el Sepulcro y para nosotros el ritmo de vida es algo distinto respecto al de los frailes de la comunidad con los que vivimos.  No existe un día tipo, nos levantamos, siguiendo turnos,  a las 3:30 de la mañana para estar en la iglesia y empezar a preparar lo que haga falta para la apertura de la basílica y la preparación para las distintas celebraciones eucarísticas que se suceden cada media hora en la Tumba y el Calvario, tras finalizar la liturgia armenia.  La jornada siempre es igual debido a los horarios fijos, establecidos por el Status Quo, pero siempre es diferente porque todos los días puede suceder cualquier cosa.

– ¿Cuál es el periodo más exigente para vosotros?

– Seguramente la Pascua y la Cuaresma. Basta pensar que tenemos dos semanas santas: la católica y la ortodoxa.  Un sacristán debe estar siempre presente, según establece el Status Quo, durante todas las celebraciones.  La mayor dificultad es la imposibilidad de poder organizarse con antelación para las liturgias.  De hecho, al trabajar en espacios compartidos, no podemos, por ejemplo, realizar los preparativos por adelantado. Por eso, es necesario saber bien qué hacer y saber gestionar los tiempos con rapidez en los breves momentos de pausa entre las diferentes celebraciones. Las liturgias en el Sepulcro son muy ricas, bellas, pero muy exigentes para nosotros los sacristanes.

– En lo que hacéis, ¿hay alguna tarea más “especial” o “extraña”?

– Me cuesta mencionar alguna tarea en particular. Lo que me sorprende a veces es la falta total de lógica. Puede parecer absurdo, igual que puede parecer extraño que haya una regla que defina qué velas deben estar encendidas o apagadas, pero así es.  Hay reglas internas que, para quien no las vive en persona, pueden parecer extrañas.  Por ejemplo, preguntarse por qué se pone una mesa cerca del altar de María Magdalena a partir del Miércoles de Ceniza hasta el día de María Magdalena en julio, o por qué se coloca una escalera detrás de la piedra de la unción más o menos en la misma época.

A pesar de todo, puedo decir que aquí tengo la sensación de vivir el verdadero ecumenismo: compartir cada día el mismo altar sobre el que celebramos la Eucaristía, sin quejarse, no es algo trivial. Aquí nadie pone en duda la veracidad del lugar y existe voluntad e interés por parte de todos por celebrar en el mismo lugar donde ha celebrado un sacerdote de otra confesión cristiana.  Porque aquí el lugar físico da un impulso más a la celebración de una vida juntos, con todas las dificultades que conlleva.

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– Después de Nazaret, el Santo Sepulcro. ¿Qué significa para ti este lugar?

– Podré responder a esta pregunta solo cuando lo haya dejado. Por ahora, estoy convencido de que me está enseñando a entender aún más dónde estoy.  Observar a los que llegan de todas partes del mundo, a quien viene una vez en la vida, quien trae hasta aquí su cansancio y sus problemas, quien sueña desde hace años llegar aquí: cuando conozco a todas estas personas comprendo de verdad donde estoy y no puedo dejar de recordarme también a mí mismo que estoy realmente aquí.

El Santo Sepulcro, desde mi punto de vista, es un microcosmos en el que se descubre la belleza y las  dificultades, es un concentrado de emociones porque todo se resume aquí. Creo que lo que ocurre aquí dentro es nuestra pobre respuesta humana al sinsentido de la Resurrección, que este lugar atestigua: todo se concentra aquí, por eso no es un error llamarlo el centro del mundo.  Muchas veces me he preguntado el porqué de este lugar y de algunas dinámicas internas entre las distintas comunidades, y la única motivación que he encontrado es inherente al absurdo de este gesto de amor.

Aquí hay mucha belleza: la belleza de estar juntos, de conocer a los demás, de ver a greco-ortodoxos, armenios, coptos, sirios y etíopes que se empujan porque quieren estar más cerca, como ante la chimenea en pleno invierno. Vivir aquí, bajo el mismo techo con tantas comunidades, gestionando el mismo espacio, es un poco como vivir en un edificio de apartamentos donde se comparte la cocina pero cada uno tiene sus cazuelas y todos tienen que usar el mismo fuego… No es sencillo, pero esto es el Sepulcro y quien ha estado aquí lo entenderá bien: la locura del caos, pero un caos regulado.

Publicado en la Fundación Tierra Santa

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