Superando la mendicidad y el sida
Los «niños del cementerio» de Addis Abeba tienen futuro gracias a las Hermanas de la Caridad
Las religiosas dan clase, y en ocasiones alimento, a 813 pequeños rescatados de la calle. Aunque veces cuesta... a todos les cambia la cara.
No lejos de la escuela de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl en Addis Abeba hay un cementerio. Con él empezó todo, pues en ese cementerio no solo encuentran el último descanso los muertos, sino que además, durante mucho tiempo, sirvió de refugio para muchos enfermos de lepra, pobres y personas sin techo. Aquí vivían. Aquí traían a sus hijos al mundo y los criaban. Aquí morían. Sin esperanza, sin futuro, sin dejar huella.
Clases entre las tumbas
El destino de los niños del cementerio despertó, hace cuarenta años, la compasión de dos hombres jóvenes: decidieron ocuparse de ellos y darles enseñanza, a fin de que al menos dispusieran de una oportunidad. Lo hacían gratis; pero, cuando tuvieron que trasladarse de allí para continuar sus estudios, rogaron a un grupo de religiosas que se ocuparan de los niños. Al principio, una religiosa se dirigía al cementerio para dar clases a los niños, entre las tumbas. Cuando consiguieron el permiso de la administración municipal, las Hermanas de la Caridad instalaron una escuela y un jardín de infancia, no lejos del cementerio. Todavía hoy siguen ocupándose de los niños de la calle y de los hijos de los más pobres entre los pobres. “La educación es la única vía para salir de la miseria. Con nuestra escuela queremos sacarlos de la calle”, afirma sor Belaynesh Woltesi, la directora.
En la escuela y el jardín de infancia de las Hermanas de la Caridad se atiende hoy en día a 813 niños. Los alumnos reciben clase en dos turnos, pues no disponen de espacio suficiente. La escuela se encuentra situada en una pendiente al margen de un barranco; el espacio es limitado. Es un milagro que en un espacio tan reducido se pueda hacer tanto. Incluso disponen de una pequeña biblioteca y un campo de deportes. Todo es mínimo, pero efectivo. Las hermanas se ocupan de sus protegidos con mucho cariño y un gran esfuerzo.
Dos fantasmas: hambre y sida
Les cambia la cara y aparece la sonrisa.
No solo dan enseñanza a los niños, sino también alimento. “Si no les damos nosotras de comer, pasan hambre. Pero cada vez es más difícil, pues los precios de los alimentos aumentan cada vez más. Además hemos de proporcionar a los alumnos uniformes, lápices, libros y cuadernos”, dice sor Belaynesh. Acaban de traerles leña. “Hasta hace un momento no sabía cómo pagarla, pero la necesitamos para cocinar; de lo contrario, los niños no tienen qué comer”. Todo es muy caro. Un niño es huérfano; las religiosas han encontrado una mujer que lo ha acogido, pero las monjas han de darle dinero para la comida y el alojamiento del muchacho.
Los niños proceden de familias que viven en la miseria; los padres tienen lepra o sida; son ciegos, paralíticos o sufren otras enfermedades. Por la tarde, una madre ciega viene a recoger del jardín de infancia a un niño de unos cuatro años; sus ojos, de un blanco lechoso, miran al vacío. El pequeño la lleva de la mano al salir a la calle. Las religiosas no saben cuántos de estos niños tienen el virus VIH desde su nacimiento. El sida sigue siendo un gran tabú; ni siquiera se dice en voz alta el nombre, cuando hay personas de las capas más sencillas de la población. “Tienen esa enfermedad determinada... no digo ahora el nombre, porque están cerca”: esta frase se oye, en Etiopía, una y otra vez de religiosas que se ocupan de los más pobres entre los pobres.
Un trauma difícil de revertir
La mayoría de los niños mendigaban en las calles de Addis Abeba antes de que se dirigieran a las religiosas. De hecho, cada vez que se para con el automóvil en la capital, aparecen mendigos dando unos golpecitos en las ventanillas: “¡Tengo hambre!; ¡tengo hambre!”, gritan los niños. “¡Dadme algo de comer!”, piden las mujeres con bebés en los brazos. En realidad, mendigar está oficialmente prohibido. Por ello, los padres envían a los niños a pedir limosna al atardecer, cuando hay pocos policías en las calles. Algunos niños venden lotería o gomas de mascar; otros trabajan como payasos o acróbatas para bandas profesionales de mendigos. Desgraciadamente, la prostitución está también muy extendida.
Las religiosas salen una y otra vez a la ciudad, donde los niños mendigan, y los invitan a irse con ellas. A veces también buscan a niños que han abandonado la escuela para volver a pedir limosna para mantener a su familia. Algunos han de ocuparse también de sus padres o hermanos enfermos. Sor Belaynesh relata: “Teníamos a un muchacho, que aún era bastante pequeño. Su padre estaba ciego y la madre se había ido con otro. El pequeño tenía cuatro hermanos y tenía que ocuparse de todos”. Algunos niños están demasiado traumatizados para acostumbrarse a una vida normal. “Teníamos a una muchacha de la que abusaba su padre. Se escapó; una de las hermanas fue a buscarla a la ciudad y la trajo de nuevo”.
Se precisa tiempo para que algunos que solo han conocido la ley de la calle se acostumbren a otro tipo de vida. Algunos no lo consiguen; pero a la mayoría se les nota que aquí han experimentado cariño y alegría, y que tienen un futuro. La labor de las religiosas dan realmente frutos sensibles: algunos de sus alumnos, que sin ellas nunca hubieran tenido futuro, son hoy en día médicos, maestros, enfermeras. Cinco antiguas alumnas han vuelto a la escuela de las Hermanas de la Caridad y hoy dan clase a niños que son tan pobres como lo eran ellas entonces.
Setecientos mil católicos, diez millones de beneficiarios
La asociación católica internacional Ayuda a la Iglesia Necesitada apoya en muchos lugares de Etiopía a religiosas y religiosos que se ocupan de personas necesitadas. A pesar de que en este país del este de África, que se cuenta entre los países más pobres del mundo, los católicos son solo 700.000, por lo que suponen únicamente un uno por ciento de la población, aproximadamente 10 millones de personas se benefician de la labor caritativa católica. Además, la Iglesia católica dirige 203 jardines de infancia y 222 escuelas, que están abiertas a niños y jóvenes de todas las confesiones y religiones. El número de alumnos asciende a casi 180.000. Ayuda a la Iglesia Necesitada financió el pasado año la labor de la Iglesia católica en Etiopía con casi 620.000 euros.