La extraordinaria aventura del Camino en la ex RDA
Familias misioneras neocatecumenales llegan a la terriblemente descristianizada ex Ciudad Karl-Marx
Las familias han llegado a la ciudad de Chemnitz, una de las ciudades más vacías de fe de la ex Alemania Oriental, desde otros países de Europa animados por el afán evangelizador.
Afuera el sol está todavía alto, en verano, pero a las ocho de la noche las calles están ya semi-desiertas. Estamos en Chemnitz, en Theater Strasse 29, en un viejo palacio recién reconstruido que todavía tiene olor a cal fresca. Lo que te impacta de las familias neocatecumanales, cuando las ves juntas, como pasó esta tarde, son los hijos: seis parejas, cada una con nueve, doce o también catorce niños. En total hay unos setenta, adolescentes o casados hace poco. Mira sus rostros, sus ojos brillantes, y piensa: qué maravilla y qué riqueza hemos perdido nosotros los europeos con un solo hijo, mientras de una habitación contigua llega perentorio el grito de uno de los primeros sobrinos.
Conmueve la pequeña multitud de niños cristianos esta tarde en Chemnitz, antes llamada Ciudad Karl-Marx. Porque en este rincón de la ex República Democrática Alemana nació la civilización, en el año 1136, de un puñado de monjes benedictinos, que fundaron una abadía; y detrás de ellos fueron llegando las familias cristianas que vivieron alrededor del convento y deforestaron los bosques, para hacerlos tierra de cultivo; y también esas familias tenían una decena de hijos cada una.
¿Que la historia pueda recomenzar, cuando parece concluida? Te lo preguntas en esta ciudad silenciosa y apagada, donde un habitante cada cuatro es viejo y con frecuencia solo, y solos son los hijos únicos de familias deshechas. La gente de aquí se da vuelta para mirar si una familia neocatecumenal sale con tan solo la mitad de sus hijos. Y si un compañero de escuela llega a casa para almorzar, fotografía incrédulo con el celular la gruesa mesa.
La misión "ad gentes" de Chemnitz, compuesta por dos comunidades, cada una acompañada por un sacerdote, está formada por dos familias italianas, dos españolas, una alemana y una austríaca. Los padres, en su patria, tenían un trabajo seguro. En los años ´80 partieron para la primera misión. Los mandó el fundador del Camino neocatecumenal, Kiko Arguello, acogiendo un deseo de Juan Pablo II: cristianos que llevasen el Evangelio a las periferias de las metrópolis occidentales. Andrea Rebeggiani, profesor de latín y griego, con su mujer y sus primeros cinco hijos dejó su casa en Spinaceto, en la periferia sur de Roma, aterrizó en marzo de 1987 en la ciudad de Hannover, sumergida bajo una tempestad de nieve. También Benito Herrero, rico abogado catalán, abandonó todo y vino hacia aquí, a estudiar alemán en las escuelas vespertinas, junto con los prófugos kurdos.
Ya era una aventura extraordinaria. Pero en el 2004 el Camino neocatecumenal ideó otro paso: familias acompañadas por un sacerdote serán transferidas a las ciudades más descristianizadas, simplemente para estar entre la gente y ser el signo de otra vida posible. En esencia, una estructura benedictina. El obispo de Dresde, Joachim Friedrich Reinelt, invitó a los neocatecumenales a Chemnitz, quizás la frontera más dura de la República Democrática Alemana. De nuevo partieron estas familias. No sólo los progenitores, sino también los hijos, libremente, uno por uno. "Teníamos solamente cinco o seis años cuando dejamos nuestro país", explica hoy Matteo, hijo de Andrea. "Ahora somos grandes, esta vez es nuestra misión".
Difícil la vida en Chemnitz, en esta provincia pobre que se sabe todavía de la RDA, para los niños crecidos en el Oeste. Alguno sufre y se va. Luego, casi siempre regresa. Dura la vida de los padres, de nuevo en búsqueda de trabajo a los cincuenta años. Si el estipendio no es suficiente, se vive de los subsidios familiares del bienestar alemán y de la ayuda de las comunidades neocatecumenales de origen, con las cuales es fuerte el vínculo. En la patria, las comunidades cristianas recitan constantemente el rosario por estas familias se. En el verano mandan aquí a los niños, para hacer la misión ciudadana: una explosión de alegría por las solitarias calles de Chemnitz, por esos grupos de adolescentes romanos o españoles.
Discusiones en la puerta del cementerio: "¿Saben que los huesos de vuestros muertos resurgirán un día?". La mayoría, personas de Chemnitz, alzan los hombros y se van: "Sobre todo los viejos, parece que no toleran sentir hablar de Dios". Pero la verdadera misión, dice el abogado Herrero, "es estar aquí". Aquí en la vida cotidiana, detrás de los bancos o en el trabajo, entre gente que te mira y no entiende, que pregunta y se asombra; gente gruñona, suspicaz y atemorizada. Estar aquí: como María, de 27 años de edad, maestra en un asilo donde tantos progenitores ya están divididos, que está para dar testimonio de una familia en la que se los quiere bien para siempre.
Como uno de los niños españoles, que atiende el mostrador en una heladería durante el verano: ha despertado la curiosidad del propietario, que una tarde fue a escuchar la catequesis, y luego volvió. Poquísimos en número, pero no hay ansias de proselitismo en esta gente. Ya están contentos por estar aquí: "La misión, antes que nada, nos educa a nosotros y a nuestros hijos para la humildad. No somos superhombres, sino hombres como los otros, frágiles y temerosos". ¿Temerosos? Se necesita un coraje de leones para dejar todo y con una cría de niños partir hacia un país desconocido.
¿De dónde viene el coraje? "Dios – te responden – pide al hombre lo que él más quiere, justamente como se lo pidió a Abraham, quien ofreció a su hijo Isaac. Pero si ofreces todo a Dios, descubres que él te da mucho más. Y es fiel, jamás te abandona". Cuántas historias entre estos cristianos que envejecen con alegría rodeados de hijos y sobrinos. Está el profesor que fue activista en el movimiento de protesta del año 1968 y que a los treinta años se sentía terminado y desilusionado, y que ahora tiene 9 hijos y 7 sobrinos, más 3 por llegar. Está el informático que desde adolescente sufrió el abandono del padre, y que ha perdido la fe; él sabe qué es lo que puede haber en la cabeza de estos niños de Chemnitz, con sus afectos divididos. Niños que envidian a sus hijos: "Qué afortunados – nos dicen con frecuencia – ustedes vuelven de la escuela y comen todos juntos. Nosotros comemos solos o con el gato". Es un flash de nostalgia de una familia verdadera.
"Hay signos capaces de tocar también el corazón de los más alejados – dice Fritz Preis, de Viena – y estamos aquí para llevarlos a esta gente". ¿Pero cuál es el motor que impulsa tan asombroso abandono de toda certeza? "He hecho todo esto por gratitud", responde el abogado catalán. "Gratitud por mi esposa, por los hijos, por la vida, por todo lo que Dios me ha dado".
Silencio, porque un cristiano "normal", ya con dificultades con sus pocos hijos en su país, permanece mudo frente a la fe de estas familias; testigos de un Dios que pide todo, pero que da mucho más de cuanto ha recibido. Silencio, frente a la serenidad de las cuatros hermanas laicas que asisten a las familias en sus necesidades cotidianas: "Yo quería simplemente ponerme al servicio de Dios", dice Silvia, romana, con una sonrisa que raramente se encuentra en nuestras ciudades. ¿Verían estas caras esta particular alegría, aquí donde no creen más en nada? Cuando los neocatecumanales explican que han venido desde Roma y Barcelona para anunciar que Cristo ha resucitado, la gente de Chemnitz se retrae trastornada, como perturbada en medio de un sueño pesado. A veces responden: "Querríamos creer, pero no somos capaces".
Dos generaciones sin Dios son muchas para la memoria de los hombres. Pero cuando un día algunos de los hijos del profesor Rebeggiani se pusieron a cantar en el balcón de la casa – por la pura alegría de hacerlo – el antiguo canto "Non nobis Domine sed nomini tuo da gloriam", los vecinos salieron a mirar y se quedaron para escuchar. Y una viuda pidió a los niños que cantaran el mismo canto en el cementerio, en memoria de su esposo muerto. Así fue, y entre los presentes uno se acercó al final: "Desde hace mucho tiempo – dijo – no sentía algo que me diera una esperanza".
Quién sabe, te preguntas, si también ese puñado de monjes benedictinos y de laicos llegados en 1136 no hayan comenzado así: con el asombro de hombres que entreveían en ellos una belleza y que sintieron una misteriosa nostalgia.