Rouco, en su despedida: «En la difícil hora histórica que vivirá España habrá que orar, y mucho»
El cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, ha presidido hoy una misa de acción de gracias para despedirse de sus 20 años como pastor de la diócedis de Madrid. En una catedral de la Almudena abarrotada, ha exhortado a vivir en comunión con la iglesia y ha pedido que el Señor conceda a su sucesor, Carlos Osoro, "la sabiduría de anunciar el evangelio en en nuevo capítulo para la historia que se abrirá el 25 de octubre".
Al mismo tiempo, le deseó que impulse la "esperanza que no defrauda entre nuestros conciudadanos". En su homilía, Rouco Varela ha subrayado también que
"no hace falta poseer ningún especial don de profecía para entrever que en el próximo futuro –el futuro de nuestra Patria, de nuestra Comunidad Autónoma y de nuestra Ciudad– se van a poner a prueba la firmeza y la claridad de nuestra fe en Cristo, el único Salvador del hombre, la fortaleza de nuestra esperanza y la voluntad del seguimiento y cumplimiento fiel del mandamiento evangélico del amor. No debemos arredrarnos ni retroceder en nuestra misión de ser testigos valientes de Jesucristo... Y, por supuesto, en esta difícil y compleja hora histórica habrá que orar, y orar mucho, por la Iglesia y sus Pastores, por los consagrados y las consagradas, por las familias, por los jóvenes y los niños… para que sepamos mantenernos como “la luz” y “la sal” de la nueva tierra, es decir, como testigos de la esperanza verdadera para todos los que sufren en el alma o en el cuerpo: para toda nuestra sociedad tantas veces vacilante, escéptica y deprimida".
A la misa de despedida han asistido el presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, acompañado por su esposa; la alcaldesa de Madrid, Ana Botella; el exministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón y su mujer y el ex alcalde de la capital José María Álvarez del Manzano.
Texto completo de la homilía del cardenal Rouco
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
La Eucaristía es el Sacramento de la Acción de Gracias a Dios Padre por su Hijo Jesucristo, ungido por el Espíritu Santo, que le ofrece su carne y su sangre por la salvación de los hombres. Es el sacrificio de la Cruz ¡Cruz Gloriosa!, que se hace actualidad salvadora para la Iglesia y en la Iglesia y, a través de ella, para el mundo: para todos y cada uno de los hijos de los hombres. En la Eucaristía, el Sacramento de nuestra fe, de cada domingo, de cada día, podemos celebrar con gratitud gozosa el don del amor infinitamente misericordioso que en ella se hace presencia viviente para nuestra santificación. En ella “Jesús nos enseña la verdad del amor, que es la esencia misma de Dios. Esta es la verdad evangélica, que interesa a cada hombre y a todo hombre”. La verdad de que “la libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble y válido para siempre”, de que “también el pecado del hombre ha sido expiado una vez por todas por el Hijo de Dios” (Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, 2.9). Si siempre y en toda ocasión se puede y se debe participar en la celebración de la Eucaristía con la disponibilidad del alma para acoger –y acogerse– a esos beneficios del “Deus Trinitas, que en sí mismo es amor (que) se une plenamente a nuestra condición humana”, (Sacramentum Caritatis, 8), cuánto más ha de hacerse en momentos de la vida de la Iglesia y de la vida propia, en los que el amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión del Espíritu Santo se manifiestan tan palpablemente como en esta Eucaristía que estamos celebrando.
El próximo día 22 del presente mes se cumplen veinte años del inicio de mi ministerio pastoral como Obispo, Sucesor de los Apóstoles, Padre y Pastor de esta querida ¡queridísima! Iglesia Diocesana de Madrid. No se puede olvidar –ni he querido olvidar– como San Agustín define el ministerio episcopal en su totalidad: como “amoris officium”. Ni tampoco quise ni quiero ignorar que el Obispo es y debe ser para la Iglesia que le ha sido confiada “signo vivo del Señor Jesús, Pastor y Esposo, Maestro y Pontífice de la Iglesia” (San Juan Pablo II, Pastores Gregis, 7.9). Venía de Santiago de Compostela en donde había ejercido el ministerio episcopal durante dieciocho años –siete como Obispo Auxiliar, uno como Administrados apostólico y diez como Arzobispo– con el alma marcada por el amor a la tradición jacobea, viva y pujante en aquella Iglesia venerable que guardaba celosamente con el Sepulcro y la memoria del Apóstol Santiago, el primer evangelizador de España, las raíces apostólicas de nuestra fe bimilenaria. El paso de San Juan Pablo II por la ciudad del Apóstol, al finalizar su primer viaje apostólico a España como “Testigo de Esperanza” el nueve de noviembre de 1982, invitando a la Europa de entonces, que buscaba caminos de unidad, a encontrarse de verdad a sí misma peregrinando de nuevo a Santiago, nos emplazaba inexcusablemente a evangelizar de nuevo –¡con nuevo ardor!– a los viejos pueblos y naciones de una Europa de raíces cristianas milenarias: ¡también a España, a nuestra querida España!. El horizonte europeo abierto a la nueva evangelización aquel atardecer memorable y emocionado de la Catedral Compostelana se ampliaría sin límites geográficos a todo el mundo en los días inolvidable de la IV Jornada Mundial de la Juventud de la tercera semana de agosto de 1989, a punto de caer –sin que lo supiéramos, ni pudiéramos sospecharlo– el Muro de Berlín: el llamado “Muro de la vergüenza”. El Papa convocaba a los jóvenes de aquella “inmensa riada juvenil nacida en las fuentes de todos los países de la Tierra” para que fuesen evangelizadores de sus propios compañeros y amigos diciéndoles: “¡No tengáis miedo a ser santos!”. Les había hablado con un entusiasmo contagioso de que en Cristo encontrarían el camino cierto y seguro para alcanzar la plenitud y el sentido de sus vidas: la verdad iluminadora, la verdadera vida que les permitiría vencer a todas esas fuerzas del mal que la amenazan con la muerte del alma y con la destrucción del cuerpo.
No había otra alternativa para un Obispo, tocado hasta lo más hondo de su alma por la fuerza irradiadora de la persona y del mensaje de San Juan Pablo II, y que, además, quería responder en Madrid a la llamada del Señor en aquel momento crítico de la historia contemporánea de la Iglesia y del mundo, que la de promover incansablemente la evangelización en la comunión de la Iglesia, afirmada y vivida en su dimensión universal como “la Católica”, presidida por el Sucesor de Pedro. ¡No! No hay “pasión evangelizadora” que pueda nacer o nazca fuera de la Comunión de la Iglesia. Dicho de otro modo con palabras del Papa Francisco: no hay “Iglesia en salida” sino la vivimos y actuamos como “Comunidad evangelizadora” (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 20.22). Damos gracias a Dios por haber podido vivir en la Comunión de la Iglesia en estos veinte años de mi ministerio episcopal, ahondando y creciendo a la vez en la fidelidad a la Palabra del Señor, en la celebración digna y fructuosa de sus Misterios –especialmente, del Sacramento de la Eucaristía–, en el amor fraterno y en la íntima y fecunda unidad de todos los hijos e hijas de nuestra Iglesia diocesana, cada vez más conscientes y sensibles de la urgencia pastoral y apostólica de ser testigos e instrumentos del amor del Señor tanto para con los más débiles de la propia familia eclesial, como para los que no pertenecen a ella o se han situado al margen o, incluso, fuera de la misma. Sí, el Señor en estas últimas décadas nos ha permitido enriquecernos siempre más y más con el conocimiento y la vivencia de la verdad de que la Iglesia es algo más y más profundo que una sociedad o una comunidad de origen y de intereses meramente humanos: ¡de que es en primer lugar, y antes que cualquier otra cosa, un Misterio de Comunión en el amor del Padre, en la gracia del Hijo y en el don del Espíritu Santo! Y que, por ello, cuando “la Iglesia despierta en las almas” (Romano Guardini), se convierte en misionera y, consiguientemente, en evangelizadora.
¿Cómo no vamos a dar gracias a Dios fervorosamente por el dinamismo misionero desplegado por toda la comunidad diocesana de Madrid en estas tan apasionantes y apremiantes décadas como lo han sido las del final de un milenio y del inicio dramático y esperanzador, a la vez, del otro? El Evangelio de Jesucristo ha sido anunciado, proclamado, predicado y testificado incansablemente por sus sacerdotes, sus consagrados, sus consagradas y por sus fieles laicos, compartiendo humilde y generosamente carismas extraordinarios y realidades nuevas que el Señor ha ido repartiendo a lo largo y a lo ancho de la Iglesia después del Concilio Vaticano II. Ha sido celebrado en la Liturgia cada vez con mayor participación interior, con piedad y devoción sinceras, con un sentido cada vez más fino para que en la forma de su celebración resplandezca con mayor luminosidad la belleza salvadora del Misterio Pascual del Señor: de su muerte en la Cruz y de su Resurrección. Y ha sido transmitido en una catequesis y en una enseñanza que se ha querido cada vez más fiel a la Verdad y más cercana a niños y jóvenes. Evangelio que ha sido llevado a los pobres en todo ese doloroso e hiriente mundo de las viejas y de las nuevas pobrezas que “las crisis” se han encargado de agravar en sus efectos respecto a las facetas más personales de los golpeados por ella y de multiplicar sus repercusiones destructivas en la vida de los matrimonios y de las familias: ¡sus víctimas principales! Cáritas Diocesana, con la red de Cáritas parroquiales, cooperando con iniciativas variadas y cercanas a los que sufren, promovidas por comunidades de vida consagrada y por grupos y asociaciones de fieles laicos, ha ido aliviando y superando la pobreza y el dolor de muchos necesitados espiritual y materialmente. A la vez que en el apostolado seglar iba tomando cuerpo la llamada al compromiso cristiano en la vida pública, siendo “luz y sal” en los escenarios más diversos, complejos y decisivos en los que se desenvuelve actualmente la vida social política y cultural de Madrid, a fin de lograr una vertebración de la sociedad en la que primen la justicia, la solidaridad y la paz, es decir, el servicio al hombre. Un servicio que ha de dirigirse prioritariamente a la salvaguarda de su derecho a la vida desde que es concebido en el vientre de su madre hasta su muerte natural, a promover la vocación para contraer matrimonio a la medida de la verdad de Dios –es decir, como una comunidad una e indisoluble de vida y de amor fecundo en el fruto precioso de los hijos– y para poder construir así una verdadera familia.
La Eucaristía es el Sacramento por excelencia de la Acción de Gracias a Dios; pero también la Plegaria en la que culminan todas nuestras pequeñas plegarias y en la que se sustenta el espíritu de la verdadera oración: ¡de la alabanza al Dios que nos ama y de petición de sus dones! ¿Cómo no vamos a pedirle hoy por el que va a ser dentro de pocas semanas quien va a recibir la plenitud canónica del ejercicio de la Sucesión Apostólica para ser el Obispo y Pastor de la Iglesia diocesana de Madrid, don Carlos Osoro Sierra? ¿Cómo no vamos a pedir por él, por los Obispos Auxiliares, por los sacerdotes, diáconos, seminaristas, consagrados y fieles laicos?: ¿por toda la comunidad diocesana? Para que “como elegidos de Dios, santos y amados”, vestidos “de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión” sigan creciendo en el amor de Cristo “que es el ceñidor de la unidad consumada”, sobrellevándose y perdonándose, dejando que el perdón y la paz de Cristo actúen en sus corazones y así formando un solo cuerpo; y para que sigan acogiendo toda la riqueza de su palabra para pensar y obrar rectamente según la ley de Dios y de su Evangelio, de tal modo que todo “lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesucristo, dando gracias a Dios Padre por medio de él” (Cfr. Col 3,12-17). Sin olvidar lo que nos recordaba con bellas e incisivas palabras Benedicto XVI a los participantes del III Sínodo Diocesano de Madrid en la audiencia especial que nos concedió el 4 de julio de 2005: “En una sociedad sedienta de auténticos valores y que sufre tantas divisiones y fracturas, la comunidad de los creyentes ha de ser portadora de la luz del Evangelio, con la certeza de que la caridad es, ante todo, comunicación de la verdad”.
No hace falta poseer ningún especial don de profecía para entrever que en el próximo futuro –el futuro de nuestra Patria, de nuestra Comunidad Autónoma y de nuestra Ciudad– se van a poner a prueba la firmeza y la claridad de nuestra fe en Cristo, el único Salvador del hombre, la fortaleza de nuestra esperanza y la voluntad del seguimiento y cumplimiento fiel del mandamiento evangélico del amor. No debemos arredrarnos ni retroceder en nuestra misión de ser testigos valientes de Jesucristo. Antes bien, habremos de avanzar en la experiencia de la unidad de mentes y corazones en el interior de la Iglesia Diocesana, en la experiencia de “la Comunión” que preside su Obispo, inseparable de “la Comunión Católica” que preside el Obispo de Roma, el Papa Francisco. Y, por supuesto, en esta difícil y compleja hora histórica habrá que orar, y orar mucho, por la Iglesia y sus Pastores, por los consagrados y las consagradas, por las familias, por los jóvenes y los niños… para que sepamos mantenernos como “la luz” y “la sal” de la nueva tierra, es decir, como testigos de la esperanza verdadera para todos los que sufren en el alma o en el cuerpo: para toda nuestra sociedad tantas veces vacilante, escéptica y deprimida. Que el Señor conceda a nuestra querida Archidiócesis de Madrid y a su nuevo Pastor la sabiduría de anunciar el Evangelio en el nuevo capítulo de su historia, que se abrirá el próximo 25 de octubre, con el impulso y el estilo espiritual y apostólico del “Evangelio de la Esperanza”: para sus hijos e hijas y para todos nuestros conciudadanos. De la esperanza que no defrauda.
El fruto vendrá como en aquel amanecer del encuentro del Resucitado con sus discípulos del que nos habla el Evangelio de Juan en su último capítulo, cuando saliendo a pescar en la noche en el lago, no habiendo cogido nada, hicieron caso al Maestro que les dice “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”. Fiándose de su Señor, reconociéndolo y, sobre todo, amándolo, la pesca fue sobreabundante: la red acabó repleta de peces. El fruto vendrá, pues, si lo reconocemos y amamos como ellos: ¡como Pedro! Vendrá copiosamente si no tenemos miedo a que el Señor nos pregunte en esta encrucijada de la historia, en esta hora nueva de la Iglesia y del mundo, si le amamos “más que estos”, y a que nos pregunte tres veces; y, sobre todo, si no vacilamos en la respuesta sincera: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. No nos entristezcamos al decírselo, aun cuando oigamos las palabras misteriosas dirigidas a Pedro como dirigidas a nosotros mismos: “cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras”. ¡Oigámoslas con la alegría del corazón que sabe de quién vienen: de Aquél que ha dado la vida por nosotros!
El fruto vendrá indefectiblemente si nuestra Acción de Gracias y nuestra Plegaria eucarística hoy y siempre la confiamos a la guía, al cuidado, al amor maternal de la Santísima Virgen, Madre de la Iglesia, Madre nuestra, Ella que, con su Sí inicia aquella apertura del corazón del hombre y de su libertad capaz de recibir el don de la Comunión de Dios Padre, del Hijo Jesucristo su Redentor, del Espíritu Santo su Consolador y Santificador. Ella, que es “la omnipotencia suplicante”. Ella, ¡la Virgen de La Almudena! Estamos seguros que para conseguirlo contamos con la entrega y la oración silenciosa de las comunidades de vida contemplativa que han sido y son verdaderamente el amor en el corazón de la Iglesia Diocesana de Madrid (Santa Teresa del Niño Jesús).
¡Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre!
Amén.
Al mismo tiempo, le deseó que impulse la "esperanza que no defrauda entre nuestros conciudadanos". En su homilía, Rouco Varela ha subrayado también que
"no hace falta poseer ningún especial don de profecía para entrever que en el próximo futuro –el futuro de nuestra Patria, de nuestra Comunidad Autónoma y de nuestra Ciudad– se van a poner a prueba la firmeza y la claridad de nuestra fe en Cristo, el único Salvador del hombre, la fortaleza de nuestra esperanza y la voluntad del seguimiento y cumplimiento fiel del mandamiento evangélico del amor. No debemos arredrarnos ni retroceder en nuestra misión de ser testigos valientes de Jesucristo... Y, por supuesto, en esta difícil y compleja hora histórica habrá que orar, y orar mucho, por la Iglesia y sus Pastores, por los consagrados y las consagradas, por las familias, por los jóvenes y los niños… para que sepamos mantenernos como “la luz” y “la sal” de la nueva tierra, es decir, como testigos de la esperanza verdadera para todos los que sufren en el alma o en el cuerpo: para toda nuestra sociedad tantas veces vacilante, escéptica y deprimida".
A la misa de despedida han asistido el presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, acompañado por su esposa; la alcaldesa de Madrid, Ana Botella; el exministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón y su mujer y el ex alcalde de la capital José María Álvarez del Manzano.
Texto completo de la homilía del cardenal Rouco
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
La Eucaristía es el Sacramento de la Acción de Gracias a Dios Padre por su Hijo Jesucristo, ungido por el Espíritu Santo, que le ofrece su carne y su sangre por la salvación de los hombres. Es el sacrificio de la Cruz ¡Cruz Gloriosa!, que se hace actualidad salvadora para la Iglesia y en la Iglesia y, a través de ella, para el mundo: para todos y cada uno de los hijos de los hombres. En la Eucaristía, el Sacramento de nuestra fe, de cada domingo, de cada día, podemos celebrar con gratitud gozosa el don del amor infinitamente misericordioso que en ella se hace presencia viviente para nuestra santificación. En ella “Jesús nos enseña la verdad del amor, que es la esencia misma de Dios. Esta es la verdad evangélica, que interesa a cada hombre y a todo hombre”. La verdad de que “la libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble y válido para siempre”, de que “también el pecado del hombre ha sido expiado una vez por todas por el Hijo de Dios” (Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, 2.9). Si siempre y en toda ocasión se puede y se debe participar en la celebración de la Eucaristía con la disponibilidad del alma para acoger –y acogerse– a esos beneficios del “Deus Trinitas, que en sí mismo es amor (que) se une plenamente a nuestra condición humana”, (Sacramentum Caritatis, 8), cuánto más ha de hacerse en momentos de la vida de la Iglesia y de la vida propia, en los que el amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión del Espíritu Santo se manifiestan tan palpablemente como en esta Eucaristía que estamos celebrando.
El próximo día 22 del presente mes se cumplen veinte años del inicio de mi ministerio pastoral como Obispo, Sucesor de los Apóstoles, Padre y Pastor de esta querida ¡queridísima! Iglesia Diocesana de Madrid. No se puede olvidar –ni he querido olvidar– como San Agustín define el ministerio episcopal en su totalidad: como “amoris officium”. Ni tampoco quise ni quiero ignorar que el Obispo es y debe ser para la Iglesia que le ha sido confiada “signo vivo del Señor Jesús, Pastor y Esposo, Maestro y Pontífice de la Iglesia” (San Juan Pablo II, Pastores Gregis, 7.9). Venía de Santiago de Compostela en donde había ejercido el ministerio episcopal durante dieciocho años –siete como Obispo Auxiliar, uno como Administrados apostólico y diez como Arzobispo– con el alma marcada por el amor a la tradición jacobea, viva y pujante en aquella Iglesia venerable que guardaba celosamente con el Sepulcro y la memoria del Apóstol Santiago, el primer evangelizador de España, las raíces apostólicas de nuestra fe bimilenaria. El paso de San Juan Pablo II por la ciudad del Apóstol, al finalizar su primer viaje apostólico a España como “Testigo de Esperanza” el nueve de noviembre de 1982, invitando a la Europa de entonces, que buscaba caminos de unidad, a encontrarse de verdad a sí misma peregrinando de nuevo a Santiago, nos emplazaba inexcusablemente a evangelizar de nuevo –¡con nuevo ardor!– a los viejos pueblos y naciones de una Europa de raíces cristianas milenarias: ¡también a España, a nuestra querida España!. El horizonte europeo abierto a la nueva evangelización aquel atardecer memorable y emocionado de la Catedral Compostelana se ampliaría sin límites geográficos a todo el mundo en los días inolvidable de la IV Jornada Mundial de la Juventud de la tercera semana de agosto de 1989, a punto de caer –sin que lo supiéramos, ni pudiéramos sospecharlo– el Muro de Berlín: el llamado “Muro de la vergüenza”. El Papa convocaba a los jóvenes de aquella “inmensa riada juvenil nacida en las fuentes de todos los países de la Tierra” para que fuesen evangelizadores de sus propios compañeros y amigos diciéndoles: “¡No tengáis miedo a ser santos!”. Les había hablado con un entusiasmo contagioso de que en Cristo encontrarían el camino cierto y seguro para alcanzar la plenitud y el sentido de sus vidas: la verdad iluminadora, la verdadera vida que les permitiría vencer a todas esas fuerzas del mal que la amenazan con la muerte del alma y con la destrucción del cuerpo.
No había otra alternativa para un Obispo, tocado hasta lo más hondo de su alma por la fuerza irradiadora de la persona y del mensaje de San Juan Pablo II, y que, además, quería responder en Madrid a la llamada del Señor en aquel momento crítico de la historia contemporánea de la Iglesia y del mundo, que la de promover incansablemente la evangelización en la comunión de la Iglesia, afirmada y vivida en su dimensión universal como “la Católica”, presidida por el Sucesor de Pedro. ¡No! No hay “pasión evangelizadora” que pueda nacer o nazca fuera de la Comunión de la Iglesia. Dicho de otro modo con palabras del Papa Francisco: no hay “Iglesia en salida” sino la vivimos y actuamos como “Comunidad evangelizadora” (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 20.22). Damos gracias a Dios por haber podido vivir en la Comunión de la Iglesia en estos veinte años de mi ministerio episcopal, ahondando y creciendo a la vez en la fidelidad a la Palabra del Señor, en la celebración digna y fructuosa de sus Misterios –especialmente, del Sacramento de la Eucaristía–, en el amor fraterno y en la íntima y fecunda unidad de todos los hijos e hijas de nuestra Iglesia diocesana, cada vez más conscientes y sensibles de la urgencia pastoral y apostólica de ser testigos e instrumentos del amor del Señor tanto para con los más débiles de la propia familia eclesial, como para los que no pertenecen a ella o se han situado al margen o, incluso, fuera de la misma. Sí, el Señor en estas últimas décadas nos ha permitido enriquecernos siempre más y más con el conocimiento y la vivencia de la verdad de que la Iglesia es algo más y más profundo que una sociedad o una comunidad de origen y de intereses meramente humanos: ¡de que es en primer lugar, y antes que cualquier otra cosa, un Misterio de Comunión en el amor del Padre, en la gracia del Hijo y en el don del Espíritu Santo! Y que, por ello, cuando “la Iglesia despierta en las almas” (Romano Guardini), se convierte en misionera y, consiguientemente, en evangelizadora.
¿Cómo no vamos a dar gracias a Dios fervorosamente por el dinamismo misionero desplegado por toda la comunidad diocesana de Madrid en estas tan apasionantes y apremiantes décadas como lo han sido las del final de un milenio y del inicio dramático y esperanzador, a la vez, del otro? El Evangelio de Jesucristo ha sido anunciado, proclamado, predicado y testificado incansablemente por sus sacerdotes, sus consagrados, sus consagradas y por sus fieles laicos, compartiendo humilde y generosamente carismas extraordinarios y realidades nuevas que el Señor ha ido repartiendo a lo largo y a lo ancho de la Iglesia después del Concilio Vaticano II. Ha sido celebrado en la Liturgia cada vez con mayor participación interior, con piedad y devoción sinceras, con un sentido cada vez más fino para que en la forma de su celebración resplandezca con mayor luminosidad la belleza salvadora del Misterio Pascual del Señor: de su muerte en la Cruz y de su Resurrección. Y ha sido transmitido en una catequesis y en una enseñanza que se ha querido cada vez más fiel a la Verdad y más cercana a niños y jóvenes. Evangelio que ha sido llevado a los pobres en todo ese doloroso e hiriente mundo de las viejas y de las nuevas pobrezas que “las crisis” se han encargado de agravar en sus efectos respecto a las facetas más personales de los golpeados por ella y de multiplicar sus repercusiones destructivas en la vida de los matrimonios y de las familias: ¡sus víctimas principales! Cáritas Diocesana, con la red de Cáritas parroquiales, cooperando con iniciativas variadas y cercanas a los que sufren, promovidas por comunidades de vida consagrada y por grupos y asociaciones de fieles laicos, ha ido aliviando y superando la pobreza y el dolor de muchos necesitados espiritual y materialmente. A la vez que en el apostolado seglar iba tomando cuerpo la llamada al compromiso cristiano en la vida pública, siendo “luz y sal” en los escenarios más diversos, complejos y decisivos en los que se desenvuelve actualmente la vida social política y cultural de Madrid, a fin de lograr una vertebración de la sociedad en la que primen la justicia, la solidaridad y la paz, es decir, el servicio al hombre. Un servicio que ha de dirigirse prioritariamente a la salvaguarda de su derecho a la vida desde que es concebido en el vientre de su madre hasta su muerte natural, a promover la vocación para contraer matrimonio a la medida de la verdad de Dios –es decir, como una comunidad una e indisoluble de vida y de amor fecundo en el fruto precioso de los hijos– y para poder construir así una verdadera familia.
La Eucaristía es el Sacramento por excelencia de la Acción de Gracias a Dios; pero también la Plegaria en la que culminan todas nuestras pequeñas plegarias y en la que se sustenta el espíritu de la verdadera oración: ¡de la alabanza al Dios que nos ama y de petición de sus dones! ¿Cómo no vamos a pedirle hoy por el que va a ser dentro de pocas semanas quien va a recibir la plenitud canónica del ejercicio de la Sucesión Apostólica para ser el Obispo y Pastor de la Iglesia diocesana de Madrid, don Carlos Osoro Sierra? ¿Cómo no vamos a pedir por él, por los Obispos Auxiliares, por los sacerdotes, diáconos, seminaristas, consagrados y fieles laicos?: ¿por toda la comunidad diocesana? Para que “como elegidos de Dios, santos y amados”, vestidos “de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión” sigan creciendo en el amor de Cristo “que es el ceñidor de la unidad consumada”, sobrellevándose y perdonándose, dejando que el perdón y la paz de Cristo actúen en sus corazones y así formando un solo cuerpo; y para que sigan acogiendo toda la riqueza de su palabra para pensar y obrar rectamente según la ley de Dios y de su Evangelio, de tal modo que todo “lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesucristo, dando gracias a Dios Padre por medio de él” (Cfr. Col 3,12-17). Sin olvidar lo que nos recordaba con bellas e incisivas palabras Benedicto XVI a los participantes del III Sínodo Diocesano de Madrid en la audiencia especial que nos concedió el 4 de julio de 2005: “En una sociedad sedienta de auténticos valores y que sufre tantas divisiones y fracturas, la comunidad de los creyentes ha de ser portadora de la luz del Evangelio, con la certeza de que la caridad es, ante todo, comunicación de la verdad”.
No hace falta poseer ningún especial don de profecía para entrever que en el próximo futuro –el futuro de nuestra Patria, de nuestra Comunidad Autónoma y de nuestra Ciudad– se van a poner a prueba la firmeza y la claridad de nuestra fe en Cristo, el único Salvador del hombre, la fortaleza de nuestra esperanza y la voluntad del seguimiento y cumplimiento fiel del mandamiento evangélico del amor. No debemos arredrarnos ni retroceder en nuestra misión de ser testigos valientes de Jesucristo. Antes bien, habremos de avanzar en la experiencia de la unidad de mentes y corazones en el interior de la Iglesia Diocesana, en la experiencia de “la Comunión” que preside su Obispo, inseparable de “la Comunión Católica” que preside el Obispo de Roma, el Papa Francisco. Y, por supuesto, en esta difícil y compleja hora histórica habrá que orar, y orar mucho, por la Iglesia y sus Pastores, por los consagrados y las consagradas, por las familias, por los jóvenes y los niños… para que sepamos mantenernos como “la luz” y “la sal” de la nueva tierra, es decir, como testigos de la esperanza verdadera para todos los que sufren en el alma o en el cuerpo: para toda nuestra sociedad tantas veces vacilante, escéptica y deprimida. Que el Señor conceda a nuestra querida Archidiócesis de Madrid y a su nuevo Pastor la sabiduría de anunciar el Evangelio en el nuevo capítulo de su historia, que se abrirá el próximo 25 de octubre, con el impulso y el estilo espiritual y apostólico del “Evangelio de la Esperanza”: para sus hijos e hijas y para todos nuestros conciudadanos. De la esperanza que no defrauda.
El fruto vendrá como en aquel amanecer del encuentro del Resucitado con sus discípulos del que nos habla el Evangelio de Juan en su último capítulo, cuando saliendo a pescar en la noche en el lago, no habiendo cogido nada, hicieron caso al Maestro que les dice “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”. Fiándose de su Señor, reconociéndolo y, sobre todo, amándolo, la pesca fue sobreabundante: la red acabó repleta de peces. El fruto vendrá, pues, si lo reconocemos y amamos como ellos: ¡como Pedro! Vendrá copiosamente si no tenemos miedo a que el Señor nos pregunte en esta encrucijada de la historia, en esta hora nueva de la Iglesia y del mundo, si le amamos “más que estos”, y a que nos pregunte tres veces; y, sobre todo, si no vacilamos en la respuesta sincera: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. No nos entristezcamos al decírselo, aun cuando oigamos las palabras misteriosas dirigidas a Pedro como dirigidas a nosotros mismos: “cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras”. ¡Oigámoslas con la alegría del corazón que sabe de quién vienen: de Aquél que ha dado la vida por nosotros!
El fruto vendrá indefectiblemente si nuestra Acción de Gracias y nuestra Plegaria eucarística hoy y siempre la confiamos a la guía, al cuidado, al amor maternal de la Santísima Virgen, Madre de la Iglesia, Madre nuestra, Ella que, con su Sí inicia aquella apertura del corazón del hombre y de su libertad capaz de recibir el don de la Comunión de Dios Padre, del Hijo Jesucristo su Redentor, del Espíritu Santo su Consolador y Santificador. Ella, que es “la omnipotencia suplicante”. Ella, ¡la Virgen de La Almudena! Estamos seguros que para conseguirlo contamos con la entrega y la oración silenciosa de las comunidades de vida contemplativa que han sido y son verdaderamente el amor en el corazón de la Iglesia Diocesana de Madrid (Santa Teresa del Niño Jesús).
¡Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre!
Amén.
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