Sus amplias normas fueron el cuadro para una brillantez artística inigualada
El Código: cuando la edad de oro de la censura en Hollywood fue la edad de oro de Hollywood
Un riguroso Código de censura estuvo vigente en Hollywood durante los treinta años que suelen considerarse como la edad de oro del séptimo arte en su meca industrial y artística. ¿Hay una relación de causa-efecto entre ambos fenómenos o es mera coincidencia histórica?
Hace algunos meses publicábamos en ReL un artículo de Christopher Shannon sobre los pros y los contras de aquellas normas. En un reciente artículo en First Things, Peter Tonguette cuenta cómo fue cambiando la mentalidad hacia ellas y analiza si su progresiva desaparición ha sido o no beneficiosa para el cine y para la sociedad.
La edad de oro de la censura
La historia del cine estadounidense del siglo XX se entiende hoy como una marcha desde la inhibición a la expresión. Las películas producidas durante el largo reinado del Código de Producción Cinematográfica, de 1934 a 1968, se asumen como deficientes por respetar los límites de lo que se podía ver y oír en la pantalla. Del mismo modo, la franqueza y la explicitud que llegaron a caracterizar a las películas después de la caída del Código se asumen como un bien incondicional: los artistas, se nos dice, deben ser libres de representar lo que quieran, y los que se oponen a las representaciones francas del sexo y a las muestras gráficas de violencia deben ser mojigatos o gruñones.
Se nos dice que el arco del universo moral se inclina hacia la justicia; sin duda, el arco del universo cinematográfico se inclina hacia la libertad. ¿Pero a qué precio? La mayoría de nosotros puede reconocer que el fin de la censura en la pantalla tuvo consecuencias sociales imprevistas, pero pocos aprecian las ramificaciones artísticas y estéticas.
En un ensayo del año 2000, el cineasta y estudioso del cine Peter Bogdanovich señaló que el periodo entre la implantación del Código y su desaparición coincidió con una época de esplendor artístico en Hollywood: "El Código estuvo en vigor... durante gran parte de lo que ahora recordamos como la Edad de Oro del cine sonoro (1929-1962)".
Fueron los años de Ciudadano Kane (1941), Los mejores años de nuestra vida (1946) y Cantando bajo la lluvia (1952). Las restricciones del Código no dieron lugar a películas destinadas exclusivamente a niños, clérigos o ancianas, sino a películas sofisticadas y civilizadas que, dentro de unos límites razonables, presentaban el desfile humano en toda su riqueza.
'Los mejores años de nuestra vida' (1946), de William Wyler, una maravillosa disección del alma humana a través de las distintas situaciones que se encuentran tres soldados que regresan a su vida anterior tras la Segunda Guerra Mundial.
La idea de que las películas deberían poder mostrar o decir absolutamente cualquier cosa nunca se le habría ocurrido a los primeros profesionales de este arte. Mucho antes de la implantación del Código de Producción, se intentaron, analizaron y, a veces, se pusieron en práctica diversas formas de censura, oficiales y no oficiales. Las normas sociales fijaban los límites a lo que un magnate se plantease filmar.
Lo que había en juego ya estaba claro en 1915, cuando el Tribunal Supremo sentenció en el caso Mutual Film Corp. vs Comisión Industrial de Ohio que el nuevo arte del cine quedaba fuera de la protección de la Primera Enmienda [que garantiza la libertad de expresión]. "No se puede obviar que la exhibición de películas es un negocio puro y simple, originado y conducido con ánimo de lucro, como otros espectáculos, que no deben ser considerados, ni se pretende que sean considerados por la Constitución de Ohio, creemos, como parte de la prensa del país, o como órganos de opinión pública", dictaminó el juez Joseph McKenna. La sentencia se mantuvo hasta 1953, cuando el distribuidor de películas Joseph Burstyn logró convencer al Tribunal de que la libertad de expresión debía proteger de la censura del estado de Nueva York el controvertido cortometraje El milagro de Roberto Rossellini.
Durante los años 10 y 20, los estudios se vieron expuestos a una gran cantidad de riesgos, ya que las películas que coqueteaban con material controvertido o actitudes extravagantes corrían el riesgo de enfrentarse a las juntas de censura estatales. En 1922, en un intento de arrebatar el poder de la censura a las agencias gubernamentales y rehabilitar una industria afectada por una serie de escándalos desagradables, el exdirector general de correos de EE.UU., Will H. Hays, fue designado para dirigir lo que entonces se conocía como Motion Picture Producers and Distributors of America.
Varios años de esfuerzos dispersos para regular el contenido condujeron, en 1929, a un régimen más vigoroso de autocensura, el Código de Producción. Obra del editor del Motion Picture Herald, Martin Quigley, católico, y de Daniel A. Lord, jesuita, el Código era asombrosamente amplio en cuanto a lo que pedía a los cineastas que omitieran. En la versión aprobada en 1930, el Código prohibía, como era de esperar, los desnudos, las representaciones gráficas de violencia y las blasfemias; también prohibía las escenas de tráfico de drogas, los incendios provocados, la falta de respeto a la bandera estadounidense y la crueldad con los niños o los animales. El Código podía ser exagerado -no hay otra manera de leer la advertencia contra "los bailes que resaltan movimientos indecentes"- y a veces prejuicioso a la manera de su época, como en su prohibición de que se representasen relaciones interraciales.
Sin embargo, el Código era más que una lista de control. "Contrariamente a la creencia popular", escribió el historiador de cine Thomas P. Doherty en su libro Pre-Code Hollywood, "el documento no era una jeremiada llena de resoplidos de puritanos quisquillosos, sino un tratado pulido que reflejaba una larga y profunda reflexión sobre estética, educación, teoría de la comunicación y filosofía moral".
Al principio, Hollywood optó por un enfoque de laissez-faire [dejar hacer] para aplicar el Código. De hecho, llegaron al público suficientes películas controvertidas como para que esta época se considere "pre-Código". Las voces que se oponen a la censura hablan de este periodo como lo hacen los cristianos al referirse al Jardín del Edén antes de la Caída. Los gángsteres no tenían límites en películas como Enemigo público (1931) y Scarface (1932), y se aludía al sexo en películas como Tuya para siempre (1932)... aunque, vistas hoy, estas películas parecen solo ligeramente traviesas y moderadamente amorales.
El mítico plano-secuencia con que arranca 'Scarface' (1932), de Howard Hawks, un clásico del cine de gángsters que desde el primer momento muestra la banalización del crimen en quien lo comete y en quien lo presencia, signo identificador de unos años muy violentos.
Estamos acostumbrados a escuchar que, en lo concerniente a asuntos sociales o culturales, no se puede volver a meter la pasta de dientes en el tubo, pero en 1934 Hollywood lo hizo. Joseph I. Breen, también católico (y, según cuenta la historia, matón y antisemita), fue contratado para dirigir la Administración del Código de Producción (PCA), a la que se le concedió la autoridad para garantizar el cumplimiento del Código mediante consultas con los estudios y la posterior emisión de sellos de aprobación. El estilo escandaloso de la Era del Jazz, anterior al Código, había desaparecido, pero el tira y afloja entre Hollywood y la mano de hierro de Breen no dio tantos problemas. Al contrario, Hollywood entró en su Edad de Oro.
Quienes aplauden la caída de las antiguas restricciones en el cine, la música y la televisión probablemente creen que estos medios estaban, de alguna manera, inhibidos por esas restricciones. Algunos grandes cineastas así lo creían. "Si cometías un adulterio, te caía un rayo o te caías al pozo, eras castigado", dijo George Cukor -director de Historias de Filadelfia, My Fair Lady y una docena de películas clásicas- en una entrevista con Bogdanovich: "Si te castigaban y veías el error de tus actos, eso estaba bien".
Escena inicial de 'Historias de Filadelfia' (1940), de George Cukor, una comedia de enredo donde entraban en juego divorcios, amoríos y adulterios.
Ciertamente, la tendencia del Código a simplificar el comportamiento humano es lamentable, pero Cukor exageró la acusación. Las películas más ambiciosas y complejas se ajustaban al Código; simplemente estaban atadas al buen gusto de la misma manera que las leyes de indecencia pública nos imponen a todos el buen gusto (exigiendo, por ejemplo, ir vestidos). Entre los magnates que defendían el Código estaba Darryl F. Zanuck, quien, como informa Frank Walsh en su libro El pecado y la censura. La Iglesia católica y la industria del cine, "desafió a cualquiera a nombrar diez novelas u obras de teatro de gran éxito que no pudieran llevarse a la pantalla debido a la oficina de Breen". Como ejemplos de material arriesgado que había logrado superar el Código y llegar a los cines estadounidenses, Zanuck citaba De aquí a la eternidad y Un tranvía llamado deseo.
Fuegos artificiales en el beso de Cary Grant y Grace Kelly en 'Atrapa a un ladrón'.
Los grandes directores se convirtieron en expertos en aludir a lo que no se podía mostrar. Fuegos artificiales acompañaban un beso entre Cary Grant y Grace Kelly en Atrapa a un ladrón (1955), de Hitchcock, y como Grant e Ingrid Bergman, que interpretaban a futuros amantes solteros, no podían compartir la cama en Indiscreta (1958), Stanley Donen ideó planos de pantalla dividida en los que los actores hablaban entre sí mientras ocupaban sus propias camas.
Pero defender el Código no es simplemente celebrar las soluciones inteligentes. En sus mejores momentos, el Código promovía una atmósfera donde la bondad y la virtud estaban siempre presentes en la mente de los cineastas, independientemente de que se cumpliera la lista de control. El Código decretaba que "no se producirá ninguna película que rebaje los estándares morales de quienes la vean", y al mirar atrás, al Hollywood de esos años, se encuentran películas que, con notable coherencia, defendían la bondad, la humildad, la castidad y la decencia común, al tiempo que denunciaban la malevolencia, la arrogancia, el desenfreno y la intolerancia. Películas como El bazar de las sorpresas (1940), de Ernst Lubitsch, Cita en San Luis (1944), de Vincente Minnelli, y Qué bello es vivir (1946), de Frank Capra, ofrecían una visión del mundo como debería ser.
Minutos finales de 'Qué bello es vivir [It's a wonderful life]' (1946) de Frank Capra. Spoiler: no pinches si no ha visto la película.
El género del cine negro, por no hablar de los thrillers de Hitchcock, ciertamente se deleitaba con villanos elegantes y convincentes, pero esas películas habitaban claramente un mundo de ensueño cinematográfico, una fantasía sobre la maldad. Y el Código de Producción tenía espacio para películas que presentaban realidades sociales desagradables: La barrera invisible (1947), de Elia Kazan, y Matar a un ruiseñor (1962), de Robert Mulligan, se enfrentaban a los males de la época -antisemitismo y racismo- con dignidad y seriedad.
¿Centauros del desierto, de Ford, habría sido más impactante si se hubiera filmado con el estilo gráfico de Tarantino? ¿O Vértigo, de Hitchcock, habría sido más potente si Kim Novak hubiera tenido una escena de desnudo? La mayoría de la gente, si es sincera consigo misma, palidece cuando ve violencia gráfica, se siente avergonzada (o excitada) cuando ve un cuerpo sin ropa. Estas reacciones pueden sobrepasar fácilmente la narrativa y la caracterización. Películas como Centauros del desierto y Vértigo perduran en parte gracias a su ingenioso sesgo.
En el clarividente pero olvidado libro Man in Modern Fiction (1958), el crítico literario Edmund Fuller contrastó las representaciones clínicamente precisas del sexo en la ficción contemporánea con las evocaciones mucho más sutiles del amor físico en Anna Karenina de Tolstoi. "¿Dónde se han superado esas percepciones de la experiencia sexual de la criatura humana?", preguntó Fuller: "¿Qué podría añadirse a ellas con el enfoque de las palabras obscenas o de las cartas anatómicas? Tales recursos solo podrían disminuir el efecto".
La vanguardia cultural, insatisfecha con jugar dentro de las líneas, agitó la libertad. En 1953, Otto Preminger estrenó su comedia de alcoba La luna es azul -controvertida en su momento por el mero uso de palabras como "virgen"- sin el imprimátur del Código. Cada vez más, la aprobación del Código se concedió a películas que ponían a prueba sus límites, como la obra maestra de Preminger Anatomía de un asesinato (1959) y el brillante retrato de Sidney Lumet de un superviviente del Holocausto, El prestamista (1964). Estas películas se acomodaron, como debía ser, a un Código en evolución; Breen había dejado el PCA en 1954. Pero el centro no se mantuvo, y en 1968 el Código ya no existía. En su lugar surgió el ineficaz sistema de clasificación que aún se utiliza hoy en día.
Entre la élite, este proceso se consideraba una evolución natural y necesaria. En 1972, la crítico de cine del New Yorker, Pauline Kael, elogió el estreno del drama de clasificación X, El último tango en París, de Bernardo Bertolucci -protagonizado por Marlon Brando y Maria Schneider en el papel de unos extraños en busca de sexo- como un avance artístico a la altura del estreno de La consagración de la primavera de Stravinsky. Kael encontró en ambas obras "la misma fuerza primitiva y el mismo erotismo punzante". "El avance cinematográfico ha llegado por fin", se entusiasmó Kael. Sin embargo, la película de Bertolucci no ha conseguido un público duradero. Su logro ha sido contribuir a la generalización de las exhibiciones gráficas de sexo y desnudez en películas y programas posteriores, de menor importancia. Hoy en día, nadie afirma que Juego de Tronos sea el sucesor de una obra maestra de Stravinsky.
Si aceptamos la premisa de Kael -que el cine necesitaba un "avance"-, los medios de comunicación de masas están en una rueda de molino sin fin. El avance de ayer es una noticia vieja de hoy. Para que una película sorprenda al público, como lo hizo El último tango en París hace cincuenta años, tendrá que ser más explícita que las anteriores; así es como acabamos con Boogie Nights, Shame, Midsommar y la serie Saw. Uno se estremece al pensar que la industria del entretenimiento alcanzará algún día lo que podría llamarse la máxima ofensividad.
A medida que las películas se ganaban el derecho a mostrar más, se volvían, en general, menos aspiracionales y más "realistas", es decir, más crudas, sucias y, a menudo, más horteras. Como señaló Bogdanovich hace casi un cuarto de siglo, la caída del Código "no se ha traducido en un mayor grado de madurez o arte, sino más bien lo contrario". No está claro que los confusos desconocidos Brando y Schneider de El último tango en París representen la realidad con mayor perspicacia que, por ejemplo, el satisfecho matrimonio de William Powell y Myrna Loy en la serie El hombre delgado. La explicitud de El último tango es tomada por muchos como una muestra de sofisticación, mientras que, de hecho, el sexo y la violencia explícitos se han convertido en productos mediáticos valorados por encima de la sofisticación, a la que eclipsan.
William Powell y Myrna Loy protagonizaron en los años 30 y 40 media docena de comedias en las que interpretaban a un matrimonio de detectives con una relación conyugal realista e íntegra (dentro de lo que el humor exige) basada en el respeto y el amor cómplice.
En lugar de una censura absoluta, nuestras vidas se rigen hoy por clasificaciones, restricciones de edad, advertencias de contenido y avisos de activación. Pero, al igual que el intento del Centro de Recursos Musicales para Padres (PMRC) de Tipper Gore [esposa del ex-vicepresidente Al Gore] de colocar etiquetas de advertencia en los CDs ofensivos en la década de 1980, estos intentos de censura a medias son indignos de ese nombre. Interrogando a Gore y a sus críticos en un episodio de 1988 de Firing Line, William F. Buckley expresó su simpatía por su posición, pero concluyó, como debemos hacer nosotros, que sus medidas eran insuficientes: "No está escrito en ninguna parte de la Constitución que la gente tenga derecho a vender mercancías, especialmente a los niños, que fomenten este tipo de libertinaje, por lo que digo que la señora Gore tiene razón al sugerir que debemos avanzar en la dirección de hacer algo al respecto, pero que no ha presentado con ningún medio importante para hacerlo, tal vez porque se siente intimidada, como no creo que uno deba estarlo, por el sonido de la censura".
Recordemos al Hollywood bajo el Código y reunamos la determinación de no dejarnos intimidar por el sonido de la censura.
Traducido por Verbum Caro.