Lunes, 09 de septiembre de 2024

Religión en Libertad

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Fernando Huidobro, un santo en las trincheras (6)

por Victor in vínculis

Su edificante comportamiento en el hospital[1]

El hospital de sangre de Talavera de la Reina era un colegio femenino dirigido por religiosas de la Enseñanza. Las necesidades de la guerra obligaron al Ejército nacional a convertirlo en hospital. Las aulas y salones de estudio se transformaron en salas de heridos, y las religiosas se hicieron enfermeras.

La madre Calixta Muruzábal, que era la superiora de la casa, nos deja este testimonio que se conserva en la casa de Talavera:

“Del santo padre Huidobro no damos otros datos particulares, porque en el hospital, quien tuvo ocasión de verle más de cerca, fue la M. Purificación Polanco, encargada de atenderle mientras se hallaba hospitalizado. Lo que sí podemos decir con verdad todas las religiosas que estábamos aquí es que en todo se mostraba edificantísimo, sumamente abnegado y olvidado de sí mismo para acudir en ayuda del prójimo. Siempre amable y sonriente, mortificado y de porte religioso, era voz unánime entre todos los que le trataban que el padre era un santo, y muy valiente, como decían los de su bandera”.

La madre Purificación Polanco, encargada directamente de su asistencia, dice:

«Tuve la dicha de conocer al santo padre Huidobro poco después de entrar nuestro glorioso ejército en Talavera. Venía de capellán de la Cuarta Bandera del Tercio. Es difícil expresar la impresión que me hizo ver aquel aire de santo y aquellos modales distinguidos bajo un traje tan pobre y sucio como el del último soldado.

En el mes de noviembre, cuando ya la mayor parte de las religiosas nos hallábamos reunidas en nuestro convento, convertido en hospital, recibimos la triste noticia de que traían al padre Huidobro con una pierna rota, como al principio se creyó. Lo sentí de veras, y únicamente me consolaba la idea de que, si quedaba cojo, tal vez, no pudiendo volver al frente, permanecería de capellán en nuestra casa, y al decirle después que casi me había alegrado con este pensamiento, me contestó con una sonrisa muy expresiva:

-Cojo era san Ignacio y no fue capellán de monjas.

Al llegar el padre al hospital, mi reverenda madre priora me ordenó tomar a mi cargo su cuidado y que le proporcionase todo cuanto le hiciese falta. Por efecto de la falta de costumbre de servir en hospitales y asistir a enfermos, confieso que sentí alguna repugnancia a ese cargo, pues no sé lo que me parecía, pero bien pronto cambié de parecer al darme cuenta de qué enfermo se trataba.

Di gracias a Dios Nuestro Señor y a mi reverenda madre priora, que me habían dado ocasión de tratar a un santo. Con este motivo pude observar su edificante vida y el atractivo inmenso que ejercía en todos los que le veían, aunque sólo fuera una vez. La exclamación era siempre la misma: -¡Ese padre es un santo!

A las horas de comer siempre manifestaba algún disgustillo conmigo, pues decía que no quería complacerle. Su deseo era comer lo mismo que los soldados heridos y, como yo no le obedecía en esto, un día me dijo, algo serio:

-Madre, o me trae la comida de los soldados o llamo a una hermana de las que la reparten para que haga el favor de entrar aquí con los peroles y me sirva como a ellos. ¿Le parece a usted que es edificante que un pobre jesuita esté tratado con este regalo? No, madre; quiero ser, en todo, como mis legionarios.

Le prometí que le complacería en adelante, pero duré muy poco en mi propósito. Entonces me dijo:

-No he comido a gusto más que dos días”.

Otro día le indiqué que tomase un poco de vino, porque estaba muy débil y le sentaría muy bien. En seguida la pregunta:

-¿Lo beben mis chicos?

Y como yo no lo sabía, no consintió tomarlo hasta que me enteré y pude decirle que sí, que se les servía un vaso pequeño. Entonces me contestó:

-¡Démelo!

Encontrándome en una ocasión sola en el ropero, vino la enfermera a por una sábana. Como en aquel momento no estaba allí la madre encargada, le dije que volviera más tarde. Volvió enseguida, insistiendo ella en que se la diera y yo, en que no podía servirla. Al momento oí una voz, para mí muy conocida, que decía:

-Si usted no puede, yo sí.

Y cogiendo la sábana se marchó. Supe entonces por la enfermera que era el mismo padre quien estaba cuidando al herido.

Un día, al salir del aposento del padre, me preguntó “un morito”:

-¿Ser tuyo ese muchacho?

Le expliqué quién era y cómo estaba yo encargada de cuidarle, y el moro me dijo:

Yo quererle mucho. Valer mucho ese padre.

Así hablaban de él todos. A unos, hacía la cama; a otros, arreglaba las almohadas; para todos tenía frases de cariño y consuelo. Hacía pocos días que se levantaba, cuando asistió hasta el último momento al legionario Peñuelas, hijo del teniente coronel del mismo apellido, que murió en el hospital. Fue depositado su cadáver en nuestra iglesia, detrás del altar mayor. Llegada la noche, vimos al padre dirigirse a la iglesia, y entendiendo su propósito, traté de disuadirle diciéndole que tuviese en cuenta que hacía muy pocos días que se levantaba y que el médico no consentiría lo que iba a hacer, pero nada pudo convencerle. Al retirarme a descansar, a las doce, miré hacia el lugar donde estaba el cadáver y allí seguía nuestro enfermo, sentado en una silla, sin poder doblar la rodilla.

Una vez que le mandamos ropa al frente, dije al legionario que se la llevaba:

-Diga usted al padre que esto es para él, que no lo regale.

A lo que contestó el legionario:

-Eso será si quiere, porque sepa usted que no tiene nada suyo, todo nos lo da a nosotros; así que por la noche, cuando estamos en las trincheras, le tenemos que prestar nuestras mantas, porque él nunca tiene.

Como yo le consideraba un gran santo, deseaba tener algo suyo, y varias veces insistí en que me escribiera un pensamiento del Kempis. Cuando había decidido ya su regreso al frente, llegaron dos heridos graves que le querían mucho; le rogaron estos que no se fuera, que se quedase para acompañarles. Se le vio luchar. Yo insistía más que los mismos enfermos, exponiéndole las razones que creía que podían hacerle más fuerza. Entonces me dijo:

-Uno está ya preparado y muere como un ángel; con el otro no consigo nada. Ya ve usted cuánto puedo.

Seguimos hablando y me dijo que el deber le llamaba al frente.

Un rasgo muy edificante ocurrió a los pocos días de levantarse el padre. Estaba comiendo, cuando empezó un bombardeo formidable. En seguida salió deprisa, como pudo, apoyado en sus muletas, siendo el primer sacerdote que llegó al lugar del siniestro.

Hablando una vez de su próximo regreso al frente, le dije:

-Voy a pedir para que tenga suerte.

Enseguida me contestó:

-Madre, todos me dicen igual; no pidan eso, sino que se cumpla la voluntad de Dios; yo tengo el presentimiento de que he de morir en esta guerra».

[Agradezco a Emilio Domínguez, último biógrafo de nuestro protagonista, que nos ha enviado este dibujo de los días de hospital del padre Huidobro].

En los últimos días de noviembre forma su propósito de abandonar el hospital de Talavera y marchar a Toledo, según le escribe en carta al padre Carlos Sáenz, “a ponerse allí en cura de reposo absoluto, que aquí no consigo, pues ando visitando heridos sin poder quedarme quieto”.

Realmente la vida que llevaba en el hospital de Talavera, recorriendo las salas, administrando sacramentos y hasta predicando, como lo hizo alguna vez, no era la más indicada para que su pierna recobrara la normalidad. Los hechos, sin embargo, vendrían a desmentir estos propósitos. Porque, en efecto, el 7 de diciembre, cojeando todavía porque la rodilla se le había hinchado a causa de un derrame sinovial, se trasladó a Toledo para continuar sus curas en el Colegio de Doncellas, convertido también en hospital de sangre, como el de Talavera.

Y fue motivo de general edificación, y muy en particular de los padres que habitaban en la residencia, que en vez de alojarse el padre Huidobro en el Colegio de Doncellas, donde le correspondía, en el que le hubieran tratado con las máximas consideraciones, debido a su calidad, y en donde, al fin y al cabo, tenían que hacerle las curas, prefirió alojarse en la residencia, que consistía en un modestísimo e incómodo piso, prestado por cierto, del número 8 de la calle de Sillería, donde los padres de la Compañía de Jesús vivían con harta pobreza y estrechez. Y con los padres vivió los breves días que estuvo en Toledo, “para hacer vida de comunidad -decía él- y resarcirse de los peligros de disipación del espíritu religioso que tan fácilmente se presentan en la vida de campaña”.

Como no era cosa de aguardar a que la herida estuviera completamente curada, porque eso no se lograría, a juicio de los médicos, sino pasado un mes, y la vida entre sus legionarios le tiraba, pidió a los médicos permiso para incorporarse al frente. Muy a regañadientes acogió el médico encargado de su asistencia la propuesta; pero vista la insistencia con que la reiteraba, el médico se lo autorizó, diciendo:

“-Para cuidarse como usted se cuida, bien puede irse”.

El 11 de diciembre de 1936, en efecto, el jefe de los servicios del Hospital Militar de Toledo[2] le “autoriza, a petición propia, para que se incorpore a su bandera, donde ésta se encuentre”. Ayudándose, porque cojeaba todavía, de un bastón que compró en Toledo por la modesta suma de cinco reales, emprendió el camino el padre Huidobro para incorporarse a su bandera, que para entonces ya no estaba en la Casa de Campo. Desde que él había caído herido y se le había retirado del frente, se habían operado notables cambios en la guerra y era una nueva vida de campaña la que ahora le tocaba vivir.

[1] Los testimonios de las religiosas de la Enseñanza los recoge el padre Francisco X. Peiró, SJ, en su libro Fernando de Huidobro. Jesuita y Legionario (Madrid, 1951), en las páginas 239-241.

[2] El 4 de diciembre de 1958 aparecía esta puntualización en el periódico ABC: «El doctor don Emilio Ley Gracia nos envía la siguiente carta: “…Como jefe del equipo que le asistió en Toledo, yo no recuerdo bien si, admirado por su santidad y alto espíritu, dije la frase que me atribuyen. Lo que sí puedo atestiguar es que se marchó sin ser dado de alta, contra mi voluntad y sin curar sus heridas, en las cuales a última hora colocó una de mis buenísimas enfermeras, Pilar Zulueta, un vendaje de “cola de cinc”, con el cual murió. Al recuerdo del padre Huidobro no puedo menos de asociar el de otros padres que también pasaron por mi equipo y que, si no fueron elegidos para morir, no por ello dejaron de ser verdaderos héroes. Me refiero al padre Ilundain, al santo y sabio padre García Martín y al padre Caballero…».

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