Las claves de la nueva evangelización (y VI)
Llegamos ya al punto final de la conferencia de Ratzinger sobre la nueva evangelización, pronunciada en el Jubileo de los catequistas en el año 2000. Si ha ido siendo asumida y reflexionada, a lo largo de estos meses de catequesis, habremos alcanzado una claridad de ideas cuando suelen reinar tantos tópicos y tantas confusiones acerca de la nueva evangelización.
Ya vimos que se trata de una acción necesaria junto a la evangelización permanente o constante que siempre se da en las parroquias y comunidades cristianas, pero que nace de la convicción y ardor de quien conociendo a Cristo, quiere anunciarlo y hacerlo presente a todos. Será una tarea lenta -el grano de mostaza-, a veces insignificante, y renunciando al éxito cuantitativo y a los grandes números, pero sabiendo que es necesario realizarla. Esto, además, conlleva tanto la oración como el sacrificio del apóstol, su sufrimiento, que siempre será fecundo.
Pero igualmente había que atender al contenido mismo de la evangelización:
a) la conversiónb) el Reino de Diosc) Jesucristod) la vida eterna
"La vida eterna" es el último contenido de la nueva evangelización, según apunta Ratzinger en esta lección magistral; es otro punto discordante para lo que estamos acostumbrados a oír sobre lo que es 'evangelizar', que se ciñe a lo terrenal, progreso, humanitarismo, etc.
Sus palabras son precisas:
"La vida eterna
Un último elemento central de toda verdadera evangelización es la vida eterna. Hoy, en la vida diaria, debemos anunciar con nueva fuerza nuestra fe. Quisiera tan sólo aludir a un aspecto de la predicación de Jesús descuidado a menudo: el anuncio del Reino de Dios es anuncio del Dios presente, del Dios que nos conoce, que nos escucha; del Dios que entra en la historia para hacer justicia.
De ahí que esta predicación sea anuncio del juicio, anuncio de nuestra responsabilidad. El hombre no puede hacer o dejar de hacer lo que le apetece. Será juzgado. Ha de rendir cuentas. Esta certeza es válida tanto para los poderosos como para los sencillos. Donde esta certeza se respeta, quedan marcados los límites de todo poder de este mundo. Dios hace justicia, y sólo Él puede impartirla en última instancia. También a nosotros nos alcanzará, cuanto más capaces seamos de vivir bajo la mirada de Dios y de comunicar al mundo la verdad del juicio.
De este modo, el artículo de fe sobre el juicio, su fuerza formativa de las conciencias, constituye un contenido central del Evangelio, además de ser realmente una buena nueva. Lo es para todos los que sufren bajo la injusticia del mundo y buscan la justicia. Se comprende así también la conexión del Reino de Dios con los 'pobres', los que sufren y todos los mencionados en las bienaventuranzas del sermón de la montaña. Están protegidos por la certeza del juicio, por la certeza de que hay justicia.
Éste es el verdadero contenido del artículo del Credo sobre el juicio, sobre Dios juez: hay justicia. Las injusticias del mundo no son la última palabra de la historia. Hay justicia. Sólo quien no quiera que haya justicia puede oponerse a esta verdad.
Cuando tomamos en serio el juicio y la grave responsabilidad que de él brota para nosotros, comprendemos bien el otro aspecto de este anuncio, esto es, la redención, el hecho de que Jesús en la Cruz asume nuestros pecados. En la pasión de su Hijo, Dios mismo aboga por nosotros, pecadores, y hace así posible la penitencia, la esperanza, para el pecador arrepentido; esperanza que expresan de modo admirable las palabras de san Juan: "Dios es mayor que nuestro corazón y conoce todo" (Jn 3,20): ante Dios sosegaremos nuestro corazón, por mucho que sea lo que nos reproche.
La bondad de Dios es infinita, pero no debemos reducirla a un melindre empalagoso sin verdad. Sólo creyendo en el justo juicio de Dios, sólo teniendo hambre y sed de justicia (cf. Mt 5,6), abrimos nuestro corazón, nuestra vida, a la misericordia divina.
No es verdad que la fe en la vida eterna vuelva insignificante la vida terrena. Al contrario, sólo la eternidad es la medida de nuestra vida, también esta vida en la tierra es grande, e inmenso su valor. Dios no es el rival de nuestra vida, sino el garante de nuestra grandeza.
Regresamos así a nuestro punto de partida: Dios. Si consideramos bien el mensaje cristiano, no hablamos de un montón de cosas. En realidad, el mensaje cristiano es muy sencillo: hablamos de Dios y del hombre, y así lo decimos todo".
Este último contenido de la nueva evangelización, la vida eterna, se presenta como una clave de interpretación del presente vivido en esperanza cristiana. La vida eterna ilumina el presente y se hace ya presente en cierto modo por la unión con Dios; desde luego no consiste en un punto y aparte, al margen de nuestro 'hoy' ni tampoco la caricatura de un cielo aburrido, estático, de nubes y arpas.
La vida eterna anunciada y predicada sitúa al hombre ante la responsabilidad de su propia vida y libertad. Lo que Dios nos ha dado -vida, libertad, colaboración con Él, misión- exige la responsabilidad personal, y del uso de esta responsabilidad hemos de dar cuentas a Dios. No es indiferente lo que hagamos o dejemos de hacer, sino que está cargado de consecuencias. Dios se toma muy en serio nuestra libertad y pregunta si hemos sido responsables con ella. En la vida eterna se descorre el velo de nuestras responsabilidades y seriedad ante la vida (que no tristeza). Ya san Pablo escribe: « Todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios... por eso cada uno dará cuenta a Dios de sí mismo» (Rom 14, 10. 12)... «Todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir premio o castigo según hayamos hecho en nuestra vida» (2Co 5,10).
Así se entiende que hablemos del juicio después de la muerte y hayamos de tenerlo presente, como desgrana el Catecismo:
1021 La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2 Tm 1, 9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (cf. Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros.
1022 Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (cf. Concilio de Lyon II: DS 856; Concilio de Florencia: DS 1304; Concilio de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf. Concilio de Lyon II: DS 857; Juan XXII: DS 991; Benedicto XII: DS 1000-1001; Concilio de Florencia: DS 1305), bien para condenarse inmediatamente para siempre (cf. Concilio de Lyon II: DS 858; Benedicto XII: DS 1002; Concilio de Florencia: DS 1306).
«A la tarde te examinarán en el amor» (San Juan de la Cruz, Avisos y sentencias, 57).
Es una línea de coherencia: Dios no puede ignorar el mal realizado, ni pasar por alto el daño que hayamos cometido a otros ni el que nos hayan hecho a nosotros. La salvación y la vida eterna es la realización suma del Bien de Dios, por tanto de su justicia, que premia o castiga, pero que también repara el daño y las heridas, que ilumina con luz absoluta el Bien y desenmascara todo el mal. Entonces se realizarán las bienaventuranzas, las de aquellos que lloran, que tienen hambre y sed de justicia, que han sido perseguidos por causa de Cristo...
La predicación de la vida eterna en la nueva evangelización es entonces una llamada a la responsabilidad, una espera activa de la justicia de Dios y del Bien y es, por último, una luz que orienta nuestra relación con lo terreno y temporal de manera que nos libera de ataduras, de instalación, de esclavitudes, de ser devorados por el materialismo, aplastados por el dios-dinero y temerosos siempre de esta temporalidad que se agota:
"El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios. Dándole gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo como quien nada tiene y es dueño de todo: Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios (I Cor 3,22-23)" (GS 37).
La vida eterna es una clave de interpretación de todo nuestro presente:
"Esta vida prometida y dada a cada hombre por el Padre en Jesucristo, Hijo eterno y unigénito, encarnado y nacido «al llegar la plenitud de los tiempos»121 de la Virgen María, es el final cumplimiento de la vocación del hombre. Es de algún modo cumplimiento de la «suerte» que desde la eternidad Dios le ha preparado. Esta «suerte divina» se hace camino, por encima de todos los enigmas, incógnitas, tortuosidades, curvas de la «suerte humana» en el mundo temporal. En efecto, si todo esto lleva, aun con toda la riqueza de la vida temporal, por inevitable necesidad a la frontera de la muerte y a la meta de la destrucción del cuerpo humano, Cristo se nos aparece más allá de esta meta: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí ... no morirá para siempre».122 En Jesucristo crucificado, depositado en el sepulcro y después resucitado, «brilla para nosotros la esperanza de la feliz resurrección ..., la promesa de la futura inmortalidad»,123 hacia la cual el hombre, a través de la muerte del cuerpo, va compartiendo con todo lo creado visible esta necesidad a la que está sujeta la materia. Entendemos y tratamos de profundizar cada vez más el lenguaje de esta verdad que el Redentor del hombre ha encerrado en la frase: «El Espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha para nada».124 Estas palabras, no obstante las apariencias, expresan la más alta afirmación del hombre: la afirmación del cuerpo, al que vivifica el espíritu.
La Iglesia vive esta realidad, vive de esta verdad sobre el hombre, que le permite atravesar las fronteras de la temporalidad y, al mismo tiempo, pensar con particular amor y solicitud en todo aquello que, en las dimensiones de esta temporalidad, incide sobre la vida del hombre, sobre la vida del espíritu humano, en el que se manifiesta aquella perenne inquietud de que hablaba San Agustín: «Nos has hecho, Señor, para ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti».125 En esta inquietud creadora bate y pulsa lo que es más profundamente humano: la búsqueda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de la libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia. La Iglesia, tratando de mirar al hombre como con «los ojos de Cristo mismo», se hace cada vez más consciente de ser la custodia de un gran tesoro, que no le es lícito estropear, sino que debe crecer continuamente" (JuanPablo II, Redemptor hominis, 18).
El anuncio de la vida eterna influye decisivamente en nuestra manera de vivir y entregarnos a las tareas temporales, con perspectiva de fe, mirada sobrenatural, sin identificar el Reino de Dios con el mero progreso humano terrestre o con una estructura social. Con la mirada en la vida eterna y el corazón en el cielo, nos sumergimos en la materia del mundo para transformarla, modelarla, ofrecerla:
"No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios" (GS 39).
Ratzinger concluía apuntando a lo esencial: que el nombre de Dios sea pronunciado, porque todos los contenidos de la nueva evangelización se cifran en Él. La nueva evangelización, con pedagogía, tal vez con formas nuevas, mostrará a los hombres cómo Dios tiene que ver con todo lo humano para purificarlo, elevarlo, darle su vida.
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