La antropología cristiana: horizontes de grandeza
Necesitamos conocer bien la naturaleza humana, es decir, la antropología, el estudio sobre el hombre porque así y sólo así desarrollaremos de verdad lo humano en nosotros, sin el embrutecimiento de antropologías que reducen al hombre: lo reducen al sentimiento, al sexo, al afecto, a la inteligencia racionalista, a la pulsión y deseo ambicioso, etc.
Conocer lo que somos por naturaleza para luego desarrollarlo; saber lo que somos para cultivarlo pacientemente. Ésta es la pregunta sobre el hombre.
Pero hay algo más. La antropología cristiana es definitiva y última en razón de la revelación. Sabemos lo que es el hombre cuando vemos y descubrimos que ha sido creado -¿quién se da a sí mismo? ¿quién organiza el cuerpo humano? ¿de dónde le viene la libertad, la inteligencia, el deseo, la apertura de su alma?- y que ha sido redimido por Cristo, mostrando toda la verdad del ser humano. Todo halla su fuente en Cristo, Modelo y Arquetipo del hombre, porque todo hombre ha sido plasmado a imagen de Cristo y halla su plenitud humana, sobrenatural, en Cristo. Dejémoslo así sin más matizaciones.
A la hora de saber, y es urgente, qué es el hombre, su grandeza, sus límites, su vocación de eternidad, etc., sólo podemos hacerlo en Cristo y desde Cristo, a la luz de Cristo, reconociendo enteramente lo que Él nos revela y muestra en su divina Persona. Sea el Concilio Vaticano II el que diga estas sublimes verdades:
"En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona.El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado... Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles" (GS 22).
Explicando la antropología cristiana, con el lenguaje claro que le caracteriza, Pablo VI dedicó una catequesis que es hoy para nosotros, nuestra formación y catequesis; basta leerla, reflexionarla, sacar consecuencias.
"Los acontecimientos que se suceden en nuestro tiempo, las corrientes de ideas que modelan la mentalidad moderna, los movimientos políticos y sociales que agitan nuestro mundo, los problemas que hoy más interesan en el campo religioso católico, o ajeno a la Iglesia, todos vienen a confluir, por caminos distintos, en una cuestión central, que domina la conciencia del pensamiento contemporáneo, el problema del hombre. “Creyentes y no creyentes están de acuerdo prácticamente en que todo cuanto existe sobre la tierra debe referirse al hombre, como a su centro y vértice” (GS 12). Se sigue preguntando qué es el hombre. Todavía se advierte que en este problema central no hay acuerdo, no hay comprensión, hay oposición o al menos disparidad; y la confrontación se convierte en una pugna, en doble frente; en el frente de la verdad. ¿Cuál es la verdad sobre el hombre? ¿Quién tiene razón? El segundo es el de la grandeza. ¿Quién tiene hoy un concepto mayor del hombre? ¿Más completo en el análisis de sus componentes humanos, más comprensivo de sus exigencias modernas, más adecuado a sus manifestaciones reales e históricas en nuestro tiempo? Verdad del hombre, grandeza del hombre forman dos capítulos del humanismo, que indican sus diferentes y opuestas expresiones.
El hombre todavía quiere conocerse, se mira en el espejo de su experiencia vital o de su reflexión especulativa. Y se clasifica según la figura o la medida que esta inevitable investigación le proporciona; se habla de “animalis homo” (cf. 1Co 2,14), de “spiritualis” (ibd., 15), de “homo faber”, de “homo oeconomicus”, de “homo sapiens”, etc. Pero, sobre todo, se habla del valor atribuible al hombre, en el ámbito de las cosas existentes y se concluye por concederle una primacía, que entre los que niegan a Dios resulta absoluta: el hombre lo es todo, se dice, sin pensar en la trágica ironía de tal calificación, atribuida a un ser, que no es causa, ni fin de sí mismo, y que está sujeto a límites, a debilidad, a enfermedad y a caducidad inexorables. Si no lo es todo, añaden los adoradores del hombre, es, al menos, el summum; más allá del hombre no hay nada; así es en cierto sentido, pero, con frecuencia, no se reflexiona de dónde saca el hombre los títulos auténticos de esa excelsa prerrogativa, y por ello cómo ha de ser valorado.
La vocación a la comunión con Dios: lo más sublime de la dignidad humana
Es un problema inmenso, cuya discusión continúa siendo problema antiguo y siempre nuevo. La Iglesia no lo rechaza; antes al contrario, lo afronta hoy con renovado esfuerzo y con un saber más profundo.
Nos es suficiente, en este momento de meditación, considerarnos discípulos del concilio, y recordar sus palabras orientadoras: “El aspecto más sublime de la dignidad humana es su vocación a la comunión con Dios” (GSconsideración sobre las principales doctrinas acerca del hombre, podemos hacer una breve referencia a los dos aspectos que más interesan a la mentalidad moderna sobre el hombre, el aspecto individual y el aspecto social.
Tanto sobre el primero, como sobre el segundo, la valoración que hace la Iglesia del hombre, especialmente en los documentos conciliares, es de incomparable grandeza. Ninguna antropología iguala la de la Iglesia sobre la persona humana, incluso singularmente considerada, en su originalidad, en su dignidad, en la intangibilidad y la riqueza de sus derechos fundamentales, en su sacralidad, en sus cualidades formativas, en su aspiración por un desarrollo completo, en su inmortalidad, etc.
Se podría colocar en un código los derechos que la Iglesia reconoce al hombre como tal, y sería difícil definir, la amplitud de los que se derivan para el hombre a causa de su elevación al orden sobrenatural, mediante su inserción en Cristo. San Pablo tiene revelaciones maravillosas sobre esta regeneración de cada cristiano elevado al estado de gracia, vivificado por el espíritu de Cristo.
La Iglesia reivindica el concepto exacto de libertad
Dos capítulos habrán de ser particularmente gratos al humanismo moderno con relación a esta exaltación de la persona humana, lograda por la Iglesia, con su doctrina y sus carismas: la conciencia y la libertad. Son capítulos fundamentales sobre los que el Concilio insiste de forma particular y muy autorizada; son muy delicados por las dificultades, que la palabrería usual y la superficialidad habitual en ellos crean a la formación de un concepto exacto de conciencia y de libertad, y mucho más al recto empleo de una y otra; serían dignos de un estudio aquilatado; pero permanece en pie el hecho de que la Iglesia reivindica para el hombre, en el sentido más elevado, también en el más exacto, conciencia y libertad, y le proporciona de esta suerte una estatura que conviene a un ser que se define, una creatura, pero hecha a imagen de Dios Creador, elevada por el inefable amor de la regeneración cristiana al grado de hijo y partícipe de la naturaleza divina (cf. 2P 1,4).
Al mismo tiempo la afirmación “cada hombre tiene el deber de tener claro el concepto de la persona humana” (GS 61) se integra con la de la naturaleza social del hombre (id., n. 12), donde se sigue que “en la índole social del hombre se manifiesta que el perfeccionamiento de la persona humana y el desarrollo de la misma sociedad son interdependientes entre sí” (ibíd. n. 25); verdad que obtiene su plena explicación en el designio de la salvación; el hombre no se salva por sí solo, unido a Cristo entra en la comunión de los fieles que forman su cuerpo místico; necesita a la Iglesia; y la relación vital e íntima que logra con Dios se desarrolla en la caridad con los hermanos (cf. 1Jn 4,20), que son, por principio, todos los hombres sin discriminación y, en la práctica, aquellos que entran en la definición de prójimo, ilustrada por Cristo en la célebre parábola del buen samaritano; y son aquellos que participan en la plena comunión con Cristo (cf. 1Co 10,17), y que se les ordena, como señal de autenticidad cristiana, amarse los unos a los otros (Jn 13,35), y ser todos una sola cosa (Jn 17,21).
El deber social alcanza la cima de la perfección en la vida cristiana
Ninguna escuela social llega a tanto. El sentido y el deber comunitario logran un nivel superior en la vida cristiana comprendida y practicada, y originan, incluso en el plano natural y temporal, una socialidad continuamente progresiva hacia el respeto, la concordia, la colaboración, la paz entre los hombres. El cristiano, sin perder nada de su plenitud personal, más aún para poseerla y desarrollarla, se encuentra inserto en un orden comunitario, que debe aceptar y promover, encaminado a una plenitud unitaria y social que solamente la ley y la gracia de Cristo pueden ofrecer al hombre, no como utopía sino como realidad, no como supresión de la personalidad propia, sino como ampliación y exaltación de ese designio divino supremo, que llamamos la comunión de los santos.
Nosotros pensamos que todo esto es verdadero, hermoso, importante, especialmente en nuestros días, en que el enorme desarrollo de la civilización agosta la personalidad humana y engendra estructuras sociales que la llamada oposición denuncia como intolerable.
Damos gracias al Señor por habernos llamado a su plan de salvación, a su Iglesia, en la que el hombre encuentra un doble destino de personalidad y de socialidad incomparables y al mismo tiempo armonizadas, que constituyen nuestra vocación a la perfección, costosa y progresiva en el tiempo, para ser un día, el de la eternidad, completa y feliz en el Señor".
(PABLO VI, Audiencia general, 4-septiembre-1968).
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