Sobre la esperanza (I)
La catequesis hoy va a consistir en leer entre todos, reflexionar y asumir -¡Dios lo quiera!- un texto sobre la virtud teologal de la esperanza.
Virtud necesaria, nos la ofrece Dios para esperar recibirle a Él, vivir en Él, eternamente. Aguardamos a Dios, sumamente amado.
El cardenal Ratzinger (luego Benedicto XVI) escribió un artículo que nos permitirá formarnos en esa virtud. Está en Communio, ed. francesa, IX, 4, junio-agosto 1984, pp. 32-46. Su extensión hará que lo leamos a lo largo de varias entradas.
"De la esperanza
No hay una verdadera esperanza más que si nos lleva más allá de la muerte. La pobreza franciscana libera al hombre de todas sus falsas esperanzas y le permite esperar sólo en Dios.
Pablo recuerda a los cristianos de Éfeso la época en que aún no eran cristianos. Su situación se caracterizaba entonces por el hecho de que no tenían promesas. También eran hombres que vivían en este mundo sin esperanza y sin Dios (Ef 2,12). Una observación parecida se encuentra en la Primera carta a los Tesalonicenses. Pablo se dirige en ella a los cristianos de esta ciudad portuaria y les habla de la esperanza en cuanto más allá de la muerte, para que no viven con tristeza "como los otros que no tienen esperanza" (4,13). Resulta entonces de estos dos pasajes que, para Pablo, la esperanza define al cristiano, y que inversamente la ausencia de esperanza caracteriza al ateo. Ser cristiano, es ser un hombre que espera, es situarse en la tierra con una esperanza segura. Según estos textos, la esperanza no es una virtud más entre otras; es la definición misma de la existencia cristiana.
Si echamos un vistazo al horizonte de las ideas de hoy, se está tentado de contradecir esta última afirmación. La esperanza siempre ha sido citada en el catálogo de las virtudes cristianas. Pero la imagen del cristiano medio, ¿no estaba marcada más por el miedo que por la esperanza? E incluso, si tenía esperanza, ¿no era mucho más escasa, mucho más estrecha, ya que estaba reservada sólo a mi Yo? Inversamente, se plantea la pregunta de saber si se tiene derecho para negar pura y simplemente la esperanza de los "otros". Ernst Bloch, en su Principio Esperanza, ha despertado con fuerza este tema más bien olvidado definiéndolo como la cuestión central de toda filosofía. El mundo representa para él un "laboratorio de una salvación posible". Con una elocuencia inagotable intentaba hacernos admitir que la regeneración del hombre y el reino de éste tendrían precisamente por condición previa el hecho de que "allí arriba no hay ningún Dios, que allí arriba ni hay ni jamás hubo nadie". Así, para Bloch, es lo que contrario de lo que hemos escuchado en Pablo que es verdad: sólo el ateo es un hombre que espera, y en tanto que los hombres no conozcan el camino marxista de la transformación del mundo, vivirán en este mundo sin esperanza real y deben entonces intentar contentarse con una esperanza imaginaria.
El fundamento antropológico: las esperanzas y la esperanza
¿Quién es, en esta controversia, el verdadero garante y testigo de la esperanza? Ésta es la cuestión. Para responderla, tenemos que mirar más de cerca. ¿Qué entendemos en realidad con la palabra "esperanza"? ¿Qué es esto, "la esperanza"? ¿Quién espera aquí y qué esperan, aquellos que esperan?
Un punto está claro: la esperanza guarda relación con el futuro. Significa que el hombre espera del futuro una alegría, una felicidad, que aún no posee. La esperanza reposa entonces sobre la experiencia de la temporalidad según la cual el hombre no posee nunca totalmente su ser. Él no es él mismo más que en la tensión del pasado hacia el futuro pasando por el presente. Naturalmente, las esperanzas ligadas a esta temporalidad pueden ser de muy diferente calidad. Un chico puede esperar el próximo día de vacaciones, unas buenas notas y sus agradables consecuencias. Puede esperar un trozo de pastel o una bella excursión. Muchas esperanzas parecidas marcan nuestra vida entera y le dan colores diversos. Pablo, por su parte, no discutiría que los paganos tengan estas esperanzas; Bloch no las rechazará en los cristianos. Pero todas estas esperanzas no pueden, ni para uno ni para otro, ser la esperanza de la que, fundamentalmente, se trata. ¿Qué entendemos entonces de ella?
Ésta será quizás más clara si meditamos un poco más precisamente en lo contrario de la esperanza que es el temor. Claro que hay desde luego mil y un temores que nos oprimen en la vida todos los días, desde el miedo a un perro fiero al miedo de las preocupaciones cotidianas en contacto con los otros, desde el lugar de trabajo a la casa. Allí todavía, no son estos pequeños miedos particularmente los que minan al hombre y lo conducen a la desesperación. Detrás de ellos se encuentra el miedo propiamente dicho, el miedo de fracasar en la vida, el miedo de que se convierta en gris y difícil hasta el punto de que ya no pueda ser vivida. Después de una confirmación, un profesor me contaba un día que le había dicho a un chico: "Conviene que seas agradecido con tus padres por haberte dado la vida". Y el chico le respondió: "pero no les estoy del todo agradecido por deber vivir. Mejor preferiría no vivir". Este propósito conmovedor, salido de la boca de un chico de nuestra época, y que está lejos de ser único en su género, se podría tomar como una definición de la falta de esperanza: la vida misma no es buena; se puede uno indisponer contra todo lo que es responsable del mal de deber vivir.
La destrucción es el único bien que puede producirse, porque existir, es el mal. Aquí ya no se traba del miedo, en el que se esconde siempre un elemento de esperanza posible, sino de la más pura resignación, de la desesperación en cuanto que duda sobre el ser mismo. Existir, ya no es bueno, sobre todo cuando jamás se ha experimentado el existir como aquel ser acogido, como un "Sí" que se nos ha dicho, es decir, cuando se ha sido amado. Esto significa que el miedo que trasciende todos los miedos, es el miedo a perder totalmente el amor, el miedo a una existencia en la que las pequeñas preocupaciones de lo cotidiano lo llenan todo, sino que nada grande ni seguro vengan a compensarlas. Entonces, estos pequeños miedos, si constituyen todo lo que se puede esperar del futuro, llegarán a juntarse con el gran miedo, el miedo a una vida insoportable a fuerza de no seguir ya habitada por la esperanza. En este caso, la muerte, que es por tanto el final de todas las esperanzas, se convierte en la única esperanza.
Volvemos entonces, por el análisis del miedo, a la palabra clave: esperanza. Si el miedo que trasciende todos los miedos es en última instancia el miedo a perder el amor, entonces la esperanza que trasciende todas las esperanzas es la seguridad de haber sido colmado por el don de un gran amor. Se podría decir entonces que simples objetos se convierten en esperanzas al focalizar en ellas el color del amor, al presentarse cada uno de ellos según su calidad. Por el contrario, en los miedos, se encuentra siempre el sentimiento de no ser amado, una esperanza de amor, pero pisoteada. La Primera carta de Juan es, desde el punto de vista de la antropología, perfectamente lógica, cuando escribe: "El amor perfecto expulsa el temor" (1Jn 4,18).
Aquí se ve aparecer también la importancia, para la cuestión de la esperanza, de otra frase de la misma carta, -y se trata de una de las más grandes palabras de toda la historia de las religiones: "Dios es amor" (1Jn 3,16). Aquí se abre una perspectiva que ya permite comprender mejor las palabras de Pablo de las que hemos partido. Hemos dicho hasta aquí que la esperanza tenía por fin último el cumplimiento del amor. Así pues, ahora esperanza y amor de una parte, Dios y amor por otra parte, son inseparables, entonces debería estar claro que Dios y la esperanza van juntos y que, finalmente, aquél que no tiene esperanza, es aquel que vive "sin Dios en el mundo".
Pero aún no estamos lo suficientemente lejos para contentarnos con constatarlo. Ya que queda la cuestión de saber si pasar del amor a Dios no es atravesar inútilmente la frontera. ¿Qué clase de amor a la esperanza que trasciende todas las esperanzas espera, esta esperanza verdadera que el profesor Herbert Plügge, de Heidelberg, a partir de sus contactos con enfermos incurables y con hombres que habían intentado suicidarse, llamó "la esperanza fundamental"? Sin ninguna duda, el hombre quiere ser amado por otros hombres. Pero, ¿entonces ya no hay nada que esperar, en las últimas horas de vida, cuando la muerte desde hace mucho se ha llevado a los seres queridos dejando tras ella una terrible soledad? Y al revés: ¿no falta entonces nada en las grandes horas de la vida, en el gran "Sí" de aquél que se sabe amado? El hombre necesita de la respuesta de un amor humano, pero esta respuesta tiende más lejos hacia el Absoluto, hacia el infinito, hacia un mundo salvado.
Heinrich Schlier, siguiendo una tradición que no es sólo la de los filósofos, sino la de todo hombre, decía con razón: "Esperar significa con propiedad hablar de esperar contra la muerte". Con una incomparable clarividencia, Platón, en la lengua del mito y de las religiones mistéricas (y por tanto en la tradición ancestral de la humanidad) expuso en su Banquete las perspectivas que intentamos seguir. La esperanza del hombre es primero, dice él, encontrarse el bien amado que le corresponde. Pero en el mismo momento en que se encuentra, se da cuenta que esta unidad, hacia la que suspira todo nuestro ser, nos es imposible. Y es así como la experiencia del amor despierta ante todo "grandes esperanzas", la esperanza en la restauración de nuestra naturaleza original, pero al mismo tiempo nos enseña que tal curación es posible "si guardamos el respeto hacia los dioses". Asimismo se podría decir, hablando de Platón, que el hombre espera, en lo más profundo de sí mismo, algo como el paraíso perdido. Nos encontramos así de nuevo con Bloch y con Karl Marx, que no hablan de otra cosa más que de la restauración de la que creen poder mostrar el camino.
Y al mismo tiempo, claro, aparece la diferencia fundamental entre Pablo, y Bloch o Marx. La esperanza, tal como la describe Bloch, es el producto de la actividad humana. Su realización la lleva a cabo el hombre mismo, en el "laboratorio de la esperanza". Lo que no pueda hacer por sí mismo queda excluido muy conscientemente. Ya no podría más tener esta espera que acecha aquello de lo que no dispone; no quedan más que directivas para que una actividad que se libera de todo aquello que no somos capaces de instaurar por nosotros mismos. Por tanto, hacer y esperar dependen de dos niveles diferentes por completo. Si el hombre necesita la esperanza, es precisamente porque lo que hace y puede hacer no le basta. Además, la esperanza se remite, por su esencia misma, a la persona: aspira a algo que supera de lejos a la persona misma, una tierra nueva, el paraíso; pero si aspira a ello, es que la persona lo necesita: no tiene esperanza sino en la medida en que tiene esperanza para la persona implicada y no para cualquiera y cuando quiera. La problemática antropológica de la esperanza consiste entonces en esta necesidad que el hombre tiene de algo que supere todo su poder. En función de esto, debe preguntarse si no es por casualidad que sea lo imposible de lo que no tiene necesidad, si entonces no es un ser absurdo, una aberración en la evolución de las especies".
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Ratzinger ofrece una lección magistral, que continuaremos, con un lenguaje claro, nada oscuro, y profundamente arraigado en lo existencial.
Por eso nos toca cuanto dice, y se puede entender muy bien porque conecta con nuestras propias experiencias.
Sin duda, con él, captaremos mejor la verdadera esperanza que alienta nuestros pasos.
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