Viernes, 29 de noviembre de 2024

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El Espíritu Santo en nuestra oración personal

por Corazón Eucarístico de Jesús

Siendo Cristo el centro de todo, en quien todo se mantiene porque todo fue creado por él y para él, nuestro amor, profundamente cristocéntrico, es por eso mismo, pneumatológico.
 
Amamos al Espíritu Santo, nos dejamos llevar por el Espíritu Santo, colaboramos con la acción del Espíritu Santo, estamos atentos a los gemidos y movimientos interiores del Espíritu Santo en nosotros. 
 
El Espíritu Santo está y actúa; cosa distinta será el relieve que le demos, la sensibilidad que tengamos hacia Él. Pero la oración cristiana es posible porque es Él quien ora en nosotros. Añadiría que ser "espiritual", no es tener muchas devociones y ser piadositos, sino permitir la obra del Espíritu en nosotros, atentos a Él. Él tiene su propio lenguaje en nuestro interior, con consuelo y desconsuelo, sequedad y dulzura, luz y oscuridad purificadora, meditación o contemplación, alabanza o petición.
 
Es el Espíritu Santo quien nos permite confesar a Cristo en la oración, quien nos lleva a alabarle o adorarle, quien nos conduce para entender la Palabra revelada y sentirla dicha-para-mí aquí y ahora, quien nos educa para interceder por los demás y suplicar.
 
Esta catequesis pretende entonces ahondar en la acción del Espíritu Santo en nuestra oración; ya con estos términos vemos cómo es una relación personal entre el orante y el Espíritu: ahora seguiremos ahondando para ver qué y cómo actúa.
 

 

"2. El Espíritu del Señor Jesús
 
A partir de la base racional en la que reposa la afirmación de que el Espíritu es el único maestro de la oración, vamos a considerar un primer aspecto, que corresponde a la paradoja del ser cristiano. Considerémoslo ahora un segundo. "A cada uno, dice Pablo, se le ha dado la manifestación del Espíritu para el bien de todos" (1Co 12,7). Ahora bien, incluso allí donde existen signos particulares (orar o hablar en lenguas, curaciones, profecías, etc.), el Espíritu no se manifiesta tanto a sí mismo cuanto que manifiesta la obra del Señor Jesús. "Os enseñará, dice Jesús, todas las cosas y os hará recordar todo lo que os he dicho" (Jn 14,26); "dará testimonio de mí" (Jn 15,26); "os hará llegar a la verdad completa, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha escuchado y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá lo que es mío y os lo comunicará. Todo lo que posee mi Padre es mío; por eso os he dicho que os comunicará lo que ha recibido de mí" (Jn 16,1315). Así el Espíritu manifiesta y comunica al Señor Jesús tal como se entregó desde siempre al Padre para la vida del mundo y tal como está presente y actuando en la Iglesia. Esta es la objetividad de la manifestación del Espíritu y, ya que el Señor Jesús es el Logos encarnado, ésta es también, en un sentido superior, su racionalidad intrínseca.
 
También el Espíritu Santo conduce al hombre que ora a Cristo, a su misterio entero: eucarístico, eclesial y trinitario. Hace conocer a Jesús crucificado, no a sí mismo. Concede la luz por la que conocemos la gloria del Crucificado, pero no desea que contemplemos su luz. Suscita en nuestros corazones el deseo de ser conformados a Cristo crucificado, y no tiene deseo más grande que el de imprimirlo en nuestros corazones.
 
Para llegar a eso, abre a cada uno el camino común de la oración que pasa por la Escritura santa, por la eucaristía y por la confesión. Nada conoce de verdad a Jesucristo sin la Escritura santa, ya sea meditada en el texto, oída, dicha o cantada en el oficio litúrgico o eucarístico, recitada en el Credo, el Padrenuestro o el Avemaría, o incluso recibida por medio de la enseñanza de la Iglesia. La Escritura santa no debe, en efecto, reducirse a la Biblia, al libro; no es un Corán. Pero si su fuerza se encuentra en grados diversos en el abanico que acabo de abrir, no penetra de ordinario en los libros de meditación. Si uno se quiere ayudar de la oración de otros, que recite el Pater, el Avemaría o los salmos: allí se encuentra la energía del Espíritu que nos revela a Cristo. Si se quieren tener ideas para la oración, lo mejor es aceptar primero que no tenemos ninguna; dejémonos instruir por Dios; si tarde, a menudo es porque con cabezonería, ¡queremos confirmar nuestras ideas gracias al sello del absoluto! No creemos que sea inoportuno recordar que orar no es charlar con Dios, sino hablar como un amigo con un amigo -lo que significa que se escucha y correlativamente se calla. Lo que de todas maneras debe ser soberanamente evitado, es que la oración sea prestada: es un coloquio entre Dios y yo, hecho en el silencio, un cara a cara, hecho en la noche. Se requiere el valor de la fe -y primero es dado por el Espíritu Santo- para mantenerse delante de la faz de Dios tal como ha brillado en el rostro de Cristo. Orar, en efecto, es en sentido propio actuar en primera persona dejándose actuar por Dios. No hay oración verdadera sin quitar las capas de mí hasta alcanzar el "Yo" verdadero que existe en la conformidad con el Señor Jesús: "vivo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20). De ahí el lugar y la función de la confesión y de la Eucaristía.
 
Ese quitar las capas de sí alcanza su dimensión eclesial en el sacramento de la penitencia: ahí me dejo configurar con Cristo que tomó sobre sí mis pecados y los ha confesado el primero a su Padre, ahí recibo con el perdón la gracia de vivir en primera persona lo que yo había hecho creyendo ilusoriamente construir mi personalidad.
 
Y por la eucaristía, esta gracia se dona como eclesial: el Yo puede -e incluso debe- afirmarse como el Yo de la Iglesia, como lo hacemos al proclamar el Credo, como los mártires lo hacen dando su vida; nuestra obra, unida a la de Cristo, se pone a disposición de todos nuestros hermanos en vistas a la comunión de todos. Es así como el camino común de la oración desemboca en el prójimo también directamente como el sí de María dicho al Ángel desembocó en la visita a Isabel. De parte a parte, la oración verdadera es encarnada porque ella está contenida en el misterio de la Encarnación. Tampoco podría ser extraña a la Virgen María, la Madre de Dios. Lo mismo que el misterio de Dios ha venido hasta nosotros por su fiat, por lo mismo no podemos conocerlo si no es gracias a su fiat, al añadir nuestro "sí" al de la Esclava del Señor y haciendo subir por medio de ella nuestro reconocimiento y nuestra súplica. Coloquio con Dios, la oración se dilata entonces en triple coloquio con la Madre, el Hijo y el Padre: la Madre intercediendo ante el Hijo y el Hijo ante el Padre. Con una gran flexibilidad en su aplicación, esta oración, a la vez trinitaria y eclesial, parece constitutiva de toda oración.
 
Así centrada en el misterio de la Encarnación y a un tiempo también encarnada, la oración se hace en el cuerpo. Porque el Hijo de Dios tomó sobre él nuestro cuerpo mortal y lo transfiguró por su resurrección, todo el cuerpo pertenece a la oración. Ninguna actitud está, para la oración individual, prescrita (esto es lo opuesto al zen). Puedo orar sentado, tendido, de pie, caminando. La única regla es permanecer en la actitud corporal en la que encuentro fruto. Puedo también ritmar mi invocación o mi oración con mi respiración -como en el hesicasmo. Pero no se trata de una técnica buscando obtener un efecto, sino de poner mi cuerpo -aquí por la respiración- a disposición de la gracia.
 
Nada de la realidad corporal es ajena a la glorificación de Dios. La gracia divina se sirve del cuerpo entero y expresa en él el designio divino. Lo que se me pide es no ponerle obstáculo alguno. Es el caso de la enfermedad. No hace falta que sea una enfermedad larga o penosa para que no se pueda "más que" dejar a Dios disponer de su cuerpo"
 
(CHANTRAINE, G., Le milieu ecclésial, en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août, 1985, pp. 24-26).
 
 
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