Necesitados y gimientes (san Agustín)
El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad.
¿Acaso somos débiles?
¿No puede el hombre salvarse por sí mismo, gracias a ser buena persona, gracias a sus compromisos solidarios, a sus propósitos santos, a sus reuniones y apostolados?
¿No es el hombre el que se hace bueno a sí mismo?
¿Para qué orar?
¿Para qué ayudar el Espíritu nuestra debilidad?
De nuevo, la doctrina de la gracia orientando el cristianismo: y es que el cristianismo es pura gracia.
"10. Por lo tanto, no se alabe el hombre ni pregone el mismo mérito de su oración, pues aunque al que ora se dé una ayuda para vencer las apetencias de bienes temporales, para amar los bienes eternos y a Dios, fuente de todos los bienes, la que ora es la fe que se dio al que aún no oraba, pues si no se le hubiese dado no hubiese podido orar. “¿Cómo invocarán a aquel en quien no creyeron? ¿O cómo creerán a aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo oirán, si nadie les predica? Luego la fe viene por la escucha y la escucha por la palabra de Cristo”. Por lo tanto, el ministro de Cristo, predicador de esa fe, “según la gracia que se le ha dado”, es el que planta y el que riega. Pero “ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento”, el cual “reparta a cada cual una medida de fe”. Por eso se dice en otro lugar: “paz a los hermanos y caridad con fe”. Y para que nadie se la atribuya a sí mismo, añadió a continuación: “Que viene de Dios Padre y de Jesucristo nuestro Señor”. No tienen la fe todos los que oyen la palabra, sino aquellos a quienes Dios reparte una medida de fe, como no germina todo lo que se planta y se riega, sino lo que Dios hace crecer. ¿Por qué cree éste y no aquél, aunque ambos oyen lo mismo, y cuando se realiza un milagro en su presencia ambos ven lo mismo? Esa es “la profundidad de las riquezas, de la sabiduría y ciencia de Dios”, cuyos “juicios son inescrutables”, en quien no hay iniquidad cuando “se apiada de quien quiere y endurece a quien quiere”. El que estas cosas sean ocultas no significa sean injustas.
11. Supongamos que se perdonaron los pecados. Si el Espíritu Santo no habitase la casa purificada, ¿no volvería “el espíritu inmundo” con otros siete, “y serían las postrimerías de aquel hombre peores que los antecedentes”? Mas para que habite el Espíritu Santo, ¿no es cierto que “sopla donde quiere”, y que la caridad, sin la cual nadie vive santamente, “se ha difundido en nuestros corazones”, no por obra nuestra, sino “por el Espíritu Santo que se nos ha donado”? Esta fe es la que definió el Apóstol al decir: “Ni la circuncisión es algo ni el prepucio; sólo la fe que obra por la caridad”. Esta fe es propia de los cristianos, no de los demonios. “También los demonios creen y se estremecen”. Pero ¿acaso aman? Si no creyesen, no hubiesen dicho: “Tú eres el santo de Dios”. O también: “Tú eres el Hijo de Dios”. Y si amasen, no hubiesen dicho: “¿Qué hay entre ti y nosotros?”.
12. Luego la fe nos atrae hacia Cristo, y si no nos fuese dada de lo alto por un don gratuito, no hubiese dicho el Señor: “Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió, no lo atrajere”. Y poco después dice: “Las palabras que yo os he hablado son espíritu y vida. Pero hay algunos de vosotros que no creen”. Y el evangelista añade: “Porque desde el principio sabía Jesús quiénes eran los creyentes y quién le había de entregar”. Y para que nadie pensara que los creyentes pertenecían a la divina presciencia lo mismo que los no creyentes, esto es, no como si hubiese que conocer su voluntad, añadió a continuación: “Y decía: Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí si no le es otorgado por mi Padre”. He ahí por qué algunos de los que le oyeron hablar de su carne y de su sangre se escandalizaron y se retiraron, mientras otros creyeron y se quedaron. Porque nadie puede venir a Él si no le es otorgado por el Padre, y, por lo mismo, por el Hijo y el Espíritu Santo. No hay separación en los dones u obras de la inseparable Trinidad. El Hijo, que honra así al Padre, no presenta una prueba de diferencia, sino un gran ejemplo de humildad.
13. Los defensores del libre albedrío, o más bien, los seductores, porque causan hinchazón, y causan hinchazón al causar presunción, al hablar no contra nosotros, sino contra el Evangelio, ¿qué han de decir, sino lo que el Apóstol se objeta de sí mismo, poniéndolo en la boca de los tales: “Y así me objetas: Por qué se queja todavía. Quién puede resistir a su voluntad”? Pablo se presenta a sí mismo esa contradicción, como si se la presentara otro, uno de esos que no quieren aceptar lo que dijo arriba: “Luego se apiada de quien quiere y endurece a quien quiere”. Digámosles, pues, con el Apóstol, ya que no hallaremos cosas que decir mejor que la que él dijo: “¡Oh hombre!, ¿quién eres tú para responder a Dios?”
14. Buscamos por qué se merece el endurecimiento, y lo hallamos. Porque toda la masa fue condenada como retribución al pecado. Y no endurece Dios infundiendo malicia, sino no dando su misericordia. A los que no se la da, ni son dignos de ella ni la merecen. De lo que son dignos y lo que merecen es que no se les dé. Pero buscamos el mérito de la misericordia, y no lo encontramos, porque no lo hay, para que no se anule la gracia, cosa que sucedería si no se diese gratis, si fuese paga de méritos" (S. Agustín, carta 194).
Comentarios