Domingo, 24 de noviembre de 2024

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Ejercer de padre

por Guillermo Urbizu


Lo más fácil es hacer un regate a la situación en pleno pasillo, musitando no se qué llamada pendiente, o algún otro parecido simulacro. ¡Uf!, me pilláis con el tiempo justo, vuelvo enseguida. Y de coda un genérico portaros bien y obedeced a mamá, mientras se cierra la puerta. Atrás se quedan trifulcas, anginas y logaritmos. Y si alguien estuviera atento escucharía en el ascensor un suspiro de grandes proporciones (ahí os quedáis). También se da la variable del que se apoltrona en la oficina más allá del horario, se supone que por unas delicadas gestiones pendientes, pues… querida es que estoy muy cerca de ser indispensable. O la de quien se escabulle en algún bar hasta la hora de la cena. Y así. Son los padres escapistas. Y no es que lo seamos de por vida -aunque algunos hay que lo practican con un muy frecuente regocijo-, porque esto va por temporadas y con distintos grados de comodidad. Pero lo que sí es cierto es que tendemos a creer que cualquier cosa es más importante que nuestros hijos. El trabajo es sagrado, desde luego, y a la vuelta estamos demasiado cansados. Mañana, hijo, mañana. Venga, a la cama. Sí, toma cinco euros.

Hombre, dicho así, puede sonar un poco duro; pero el caso es que con nuestras obras lo demostramos. Cada uno sabrá donde le aprieta el zapato. Y cuando no es el trabajo -que es la gran coartada-, será otra cosa. Porque todavía damos por supuesto que esto de la educación…, mujer, entre el colegio y tú queda solventado (no lo decimos, pero lo pensamos). Y si hace falta -y podemos- pues no te des mal cariño, que con un par de clases particulares ya verás como los niños se ponen rápido entre los primeros. Y en verano a los USA, o mejor, a Australia, que está más lejos y es más caro. Cariño, no te estreses, tú eres lo primero. ¡Ja! No, yo no digo que no las queramos -líbreme Dios de tal desafuero-, pero muchas veces las queremos mal, o a destiempo, o cuando nos viene bien, o cuando vemos las orejas al lobo. Quiero decir que mientras no protesten o se suban a la parra, nosotros quietos, y nos dejamos hacer con un extraordinario refinamiento. Nos dejamos querer hasta el éxtasis. Pobre papá, con todo lo que pasa y padece. Miradlo…

Pero hay situaciones de crisis. Se ponen nerviosas estas mujeres nuestras -ya sabéis: esos exámenes, los suspensos, las salidas de casa, los peligros de la calle- y cunde el pánico. Por eso la emprenden con todo lo nuestro. Nuestra calma chicha las desquicia. Muchachos, queridos compañeros, si lo pensáis bien nos involucramos poco en la educación de los hijos. Y ya no es sólo cuestión de tiempo o de temperamento. Es cuestión de vocación y de jerarquía de intereses. Creemos que somos buenos padres, pero en general nos conformamos con buenas palabras (o la emprendemos a gritos). A campechanos no nos gana nadie, y si hieren nuestro orgullo optamos por la espantada. Una o dos reuniones de padres o aquella conferencia indescifrable. ¡Qué poderío! Más no se nos puede pedir. ¿De verdad nos lo creemos?

Sinceramente pienso que ejercer de padre exige tanto como cualquier desafío profesional. Preparar las conversaciones con los hijos o ver cómo invertimos la situación ante una negativa cuenta de resultados. Definir objetivos, responsabilidades y atajar caprichos. ¿Reservamos algún espacio para nuestros vástagos en nuestra saturada agenda o en el coruscante destello de la pedea? Nos necesitan. Venga, venga, desenfundemos las ideas. Algo se nos ocurrirá. Ser padre no es una opción cómoda. Pero en esa lucha encontramos una buena reserva de felicidad
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