Perspectivas cristianas del dolor
Esta realidad que hemos de afrontar personalmente, y que habremos de iluminar a otros, puede ser vivida de otra manera distinta: el dolor ofrece la ocasión de vivirlo cristianamente. La doctrina cristiana del dolor
¿Es posible?
Las perspectivas cristianas del dolor, de la enfermedad, y por extensión, de tantos sufrimientos morales que circunstancias o personas nos pueden acarrear durante un tiempo prolongado, convierten estas ocasiones, estos estados de dolor, en ocasión de santificación personal y de redención para todos por la comunión de los santos.
El dolor merece ser evangelizado. Prueba terrible, estadio difícil de vivir, es un momento para que la perspectiva sobrenatural, la gracia, el ofrecimiento, se hagan presente de modo que se viva de un modo distinto y más pleno; se abre el capítulo de las perspectivas cristianas, que miran más allá de la realidad a lo invisible y sobrenatural, igualmente real aunque no se vea materialmente.
Sea este discurso de Pablo VI una catequesis profundamente evangelizadora, que penetre en la inteligencia y en las fibras del alma, para vivirlo nosotros y para ofrecerlo, sin complejos ni miedos, a quien sufre y padece (¡la evangelización en la pastoral de enfermos!):
"¡Oh!, hermanos que sufrís, hijos doloridos y esparcidos por el mundo, Nos quisiéramos que nuestra voz llegase a todos y a cada uno de vosotros para repetiros, mientras Nos mismo lloramos con vosotros, la palabra de Jesús, el hombre del dolor: "No llores" (Lc 7,13).
¿Por qué esta nuestra compasión?
¿Por el sentimiento común que hace sensible a quien tiene corazón de hombre hacia el dolor de sus semejantes y le mueve, por uno de los más nobles impulsos de la naturaleza humana, a llamarse y hacerse solidario y preparado para socorrer los males del prójimo? Sí, ciertamente; nosotros, siendo hombres queremos participar en esta compasión filantrópica que hace a los hombres civilizados y los une entre sí con los vínculos sentimentales y morales de una suerte común; es más, queremos honrar la educación y la organización que nuestra sociedad moderna, repudiando cierta rediviva y despiadada crueldad pagana hacia los débiles y hacia los que sufren, va sabiamente promoviendo. Pero debemos añadir que nosotros, como seguidores de Cristo y ministros de su palabra y de su caridad, tenemos también otros motivos para inclinarnos con inmensa reverencia y con vivísimo interés sobre cuantos sufren y lloran.
La doctrina cristiana sobre el dolor es una enciclopedia; llega a toda la vida humana, irrumpe en la historia de la redención, forma parte de la pedagogía ascética y de la iniciación mística, se relaciona con el destino eterno del hombre. Si en este breve momento queremos contentarnos con una mirada sobre este vasto mundo, donde el conflicto entre el mal y el bien parece mitigarse con la sublimación del sufrimiento, buscando un sendero para recorrerlo y explorarlo, podremos detenernos y considerar la posición que el cristiano ocupa en la Iglesia. La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo; todo cristiano es un ser vivo inserto en esta comunión sobrenatural donde ninguno es absorbido, olvidado e inútil; cada uno es miembro, esto es, tiene una función propia insustituible que ha de cumplir, cada uno tiene una vocación propia, articulada y armonizada con la de todos los otros miembros del cuerpo eclesiástico; y todos reciben una idéntica viva y una categoría singular por su unión con la cabeza de la Iglesia: Cristo, el cual derrama su espíritu edificante sobre toda la trabazón de los cristianos. Cada uno es cristiforme.
Sublimidad de la cooperación con el Redentor
Esta verdad es ya muy consoladora para el que sufre. Ninguno sufre solo. Ninguno sufre inútilmente. Es más, hay un segundo panorama, el que sufre tiene títulos especiales para tener una mayor participación en la comunión con Cristo: nos lo recuerda el Concilio (LG 8), en el que sufre se refleja de una manera más fiel la imagen de Cristo; de una manera más íntima, podemos decir, si el mismo Jesús ha querido identificarse con los más pequeños de sus hermanos (cf. Mt 25,35ss); el que sufre viene a ser de una manera singular conforme al Señor (cf. AA 16, al final).
Más todavía: el que sufre, el que sufre con Cristo, contribuye a la redención de Cristo, según la célebre y luminosa teología de San Pablo: "Suplo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia" (Col 1,24). El que sufre no es un miembro inerte o un peso negativo para la sociedad humana y espiritual a la que pertenece; es un elemento activo; es uno que, como Cristo, padece por nosotros; es un bienhechor de los hermanos, es uno que ayuda a la salvación. Pero esta extrema valorización del dolor exige dos condiciones: la aceptación y la ofrenda, la aceptación paciente y capaz de descubrir un orden detrás y dentro del mismo dolor, la mano paterna, aun cuando sea pesada, del médico divino que sabe sacar el bien, un bien superior, de un mal, el mal del sufrimiento; y la ofrenda que da al dolor el valor propio de la víctima que anula en sí misma las exigencias de la justicia y que de sí misma saca la suma expresión del amor; del amor que da, del amor total.
El heroísmo anunciado por el Apóstol Pablo
Cuanto habría para meditar y para decir sobre estas perspectivas cristianas del dolor, las cuales parecen y están muy lejos de la concepción naturalística de la vida, pero que al mismo tiempo son una conquista fácil para quien siente, sufre y padece la severa y, frecuentemente atroz, realidad del dolor. Y añadamos la última paradoja: un gozo fácil. Decidlo vosotros, queridos enfermos cristianos; decidlo vosotros, queridos pacientes de las más varias penas, que tenéis fe en Cristo Señor y que, precisamente en virtud de estas penas, experimentáis una extraña e inefable comunión con el Crucificado; no podéis quizá también vosotros, en un ímpetu interior de heroísmo cristiano, repetir las palabras del Apóstol: "Sobreabundo de gozo en toda nuestra tribulación" (2Co 7,4).
Que todo esto quede dicho para nuestra instrucción: así es la vida cristiana; que quede esto dicho para consuelo de nuestros hijos y hermanos que sufren"
(Pablo VI, Disc. a los miembros del Apostolado del Sufrimiento, 30-agosto-1967).
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