Conversación con santa Teresa (1ª parte)
Queremos contigo, santa Teresa, cantar eternamente las misericordias del Señor, enteramente reconociendo su bondad, su alteza, sus gracias y sus mercedes: contigo alabamos a Su Majestad que tanto nos ha amado y nos ha agraciado.
Pero hoy, Teresa, eres motivo especialísimo de nuestro festivo espíritu y canto jubiloso… porque eres la causa de nuestra alegría. En ti reconocemos, agradecidos, asombrados, una especialísima misericordia de Dios con nosotros, y no sólo con nosotros, pequeños discípulos y amigos tuyos, sino con toda la Iglesia, la de tu tiempo en el siglo XVI, de reforma y de santidad, y la de nuestro tiempo, ya iniciado el tercer milenio.
No te sorprendas, querida santa Teresa, ni te ruborices, ni, sonriéndote, nos llames “exagerados”. Reconocemos lo que has supuesto en nuestra vida, el faro luminoso que eres para la Iglesia y no podemos por menos que ver en ti, madre Teresa, una especial misericordia que Dios tuvo a bien regalarnos.
Mucho hemos recibido de ti, de tu persona así como de tus escritos; ejerces un magisterio riquísimo, amplio, hondo, transido de sabiduría, tan vivo, tan palpitante, tan exquisitamente humano y a la par tan divino, que nadie, después de conocerlo, permanece igual, sino que se vuelve más siervo de Dios, haciendo con perfección aquel poquito que a cada uno le es dado realizar, dándose del todo a Dios[1], porque quien de veras quiere servir al Señor lo menos que le puede ofrecer es la vida[2].
Tu experiencia orante, mística incluso, fue excepcional, pero no fue dada sólo para ti, sino como gracia para que, después, repartieses a manos llenas lo que aprendías del divino Maestro, del Maestro interior, nuestro buen Jesús.
¡Santa Teresa, qué buena maestra de oración eres! ¡Cuánto te debemos! La cosa no está en pensar mucho sino en amar mucho, y lo que más nos mueva a amar, eso es lo que debemos hacer[3]. Allí, entrando en nuestro castillo interior, superando la ponzoña de lo sensitivo, tentaciones e imaginaciones, entramos por la puerta, que es la oración y la consideración, hasta avanzar a la morada principal donde ocurren las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma[4].
Es tu oración estar a solas con Cristo muchas veces, tratando de amistad con Él, sabiendo lo mucho que Él nos ama[5]. Se habla, se conversa con Él, se le escucha, se le cuentan los trabajos y se le pide remedio para ellos[6], buscando holgarse con el Señor[7]. Se le habla y se le trata como con padre y como con hermano y como con señor y como con esposo, a veces de una manera, a veces de otra[8].
El recogimiento lo cifraste magistralmente, madre Teresa: es un cruce de miradas llenas de amor. ¿Qué era ese recogimiento para ti? “Sólo os pido que le miréis”[9], y además, en ese preciso y precioso instante, el alma se dará cuenta de que el Señor mismo ya la miraba: “mire que le mira” (V 13,22).
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