El quehacer político: De la tentación a la virtud.
por Manuel Morillo
Creo interesante sintetizar algunas de las ideas que presentaba un gran pensador sobre la política, sus desviaciones heterodoxas, las tentaciones en la misma y las virtudes que deben tener sus agentes,
Cuando otro gran pensador hablaba del quehacer político como de un aporte humano al "destino total y armonioso de la Creación", planteaba de nuevo el tema trascendente que Donoso Cortés, muchos años antes, había intuido al afirmar que todo problema político serio tiene sus raíces en una concepción teológica concreta.
De aquí que a quienes aceptan el quehacer político -"difícil y noble", como señala Gaudium et Spes en su número 75- por esta dimensión trascendente, urje a hacer, aunque sea con brevedad, una reflexión metódica que desmenuce y ponga de relieve, ante los demás, y especialmente ante cada uno, las razones y las consideraciones que hacen contemplar de este modo la Política, y que alejan, en la medida de lo posible, de las hoy tan frecuentes crisis de identidad.
En primer término, se debe descartar de la perspectiva correcta que el quehacer político suponga una carrera profesional, el embarque más o menos ilusionado en una aventura o el pretexto para una distracción que arranque de la monotonía cotidiana.
El quehacer político, en el que se debe estar, responde a un llamamiento, y un llamamiento al que se da, con todas las consecuencias que ello comporta un "fiat", una respuesta afirmativa.
Otra cosa diferente es si se corresponde o no de manera perseverante a ese llamamiento y a esa respuesta afirmativa, si se es o no fiel a la vocación, si se da el ciento por uno o si la semilla se agostó o se agosta, por la infertilidad del terreno, por las zarzas que la sofocan o por la carencia de cultivo.
Sentado esto, la Política descansa o se enmarca por cuatro Principios fundamentales:
De aquí que a quienes aceptan el quehacer político -"difícil y noble", como señala Gaudium et Spes en su número 75- por esta dimensión trascendente, urje a hacer, aunque sea con brevedad, una reflexión metódica que desmenuce y ponga de relieve, ante los demás, y especialmente ante cada uno, las razones y las consideraciones que hacen contemplar de este modo la Política, y que alejan, en la medida de lo posible, de las hoy tan frecuentes crisis de identidad.
En primer término, se debe descartar de la perspectiva correcta que el quehacer político suponga una carrera profesional, el embarque más o menos ilusionado en una aventura o el pretexto para una distracción que arranque de la monotonía cotidiana.
El quehacer político, en el que se debe estar, responde a un llamamiento, y un llamamiento al que se da, con todas las consecuencias que ello comporta un "fiat", una respuesta afirmativa.
Otra cosa diferente es si se corresponde o no de manera perseverante a ese llamamiento y a esa respuesta afirmativa, si se es o no fiel a la vocación, si se da el ciento por uno o si la semilla se agostó o se agosta, por la infertilidad del terreno, por las zarzas que la sofocan o por la carencia de cultivo.
Sentado esto, la Política descansa o se enmarca por cuatro Principios fundamentales:
1) la naturaleza social del hombre;
2) el origen divino, por consiguiente, no sólo de la comunidad política, sino de la autoridad que en ella ejerce el poder;
3) la contemplación del gobernante como ministro de Dios, y
4) el bien común integral -el bienestar material y la bienaventuranza espiritual- como fin de la comunidad, de la autoridad y del ordenamiento jurídico.
2) el origen divino, por consiguiente, no sólo de la comunidad política, sino de la autoridad que en ella ejerce el poder;
3) la contemplación del gobernante como ministro de Dios, y
4) el bien común integral -el bienestar material y la bienaventuranza espiritual- como fin de la comunidad, de la autoridad y del ordenamiento jurídico.
Enmarcada y sustentada la Política por estos cuatro Principios fundamentales, es evidente, a todas luces, que no es lícito a un cristiano despreciarla, por entender con San Pablo (Heb., 13, 14) que aquí, en la tierra, no tenemos ciudad permanente, por lo que debemos comportarnos como simples peregrinos que anhelan tan sólo llegar a la Patria futura.
La ilicitud moral de esa repulsa se halla en el hecho de que, por un lado, el peregrino para alcanzar su meta debe cuidar del "itinere", y por otro, en que en el "status viatoris", y, por ello, en la comunidad a que pertenece, el peregrino gana o pierde la morada feliz de la eternidad.
Aceptada y proclamada, pues, la ortodoxia de la Política, no puede olvidarse que sus cuatro Principios inspiradores se orientan hacia un mundo de realidades, es decir, e inicialmente, a un pueblo determinado, con un talante y una historia que no se pueden desconocer, con una geografía y un clima que no se pueden marginar, con una situación feliz o adversa que no puede soslayarse.
Por ello, las dos grandes desviaciones heterodoxas de la Política son, por una parte, la evasión especulativa, y por otra, el oportunismo pragmático.
La evasión especulativa puede transformarnos en teóricos de la Política, colocándonos en una situación aséptica y arrogante de superioridad, alejándonos del entorno, refugiándonos en la celda cómoda de la abstracción y justificándonos con el argumento sólido de la necesaria intendencia doctrinal.
El oportunismo pragmático, en postura contrapuesta, respetando los Principios, los archiva y cancela en la práctica, echándonos de bruces en el complejo y complicado mundo de lo real y tangible, en el que se acaba exiliando a la política de su territorio moral. El maquiavelismo de la razón de Estado o el utilitarismo desarrollista del Estado de obras, son las muestras más destacadas de este oportunismo pragmático.
El sano equilibrio, interior y exterior, del binomio Principios y Realidad, exige la conjugación del "benedicere", de la "benevolentia" y de la "beneficentia", porque no basta con hablar bien, ni basta hablar bien y desear el bien sino que hace falta hablar bien, desear el bien y hacer el bien, o lo que es lo mismo, obrar bien en beneficio de la comunidad y de los hombres que la integran. El político ha de ser benedicente y benevolente, pero ha de ser ante todo benefaciente o benefactor.
Ahora bien, el equilibrio interior y exterior, en la postura de tránsito de los Principios permanentes e inalterables a la compleja, complicada, y por añadidura, fluctuante situación real, coloca al ciudadano comprometico con lo político ante cinco tentaciones graves que arriesgan y ponen en peligro su noble vocación. Estas tentaciones son las siguientes:
*La tentación del desencanto, que trae causa, de algún modo, de la herejía que se conoce como perfeccionismo. Aspirándose a lo perfecto y no alcanzándose la perfección, nos decepcionamos, desencantamos y desentendemos.
Y he aquí, precisamente, la mayor de las imperfecciones, la de no apercibirnos de que somos imperfectos y de que toda empresa humana, y, por tanto, la política, están llenas de imperfecciones y servida por quienes, no obstante su vocación y su buena voluntad, son, por hombres, imperfectos.
Pensar que nuestros correliginarios son perfectos, que los dirigentes y jerarquías son perfectos, que los éxitos conseguidos no tienen lacras, es vivir en un lugar angélico que en la tierra no existe, y al no existir escapamos a la tarea, cayendo en la tentación del desencanto decepcionante.
*La tentación de la impaciencia, que se enmascara con el celo. Sin embargo, el celo por la causa permanece aunque se demore o no se consiga la victoria con la rapidez deseada.
La impaciencia, por el contrario, consume y reduce a cenizas el fervor que parecía desbordarnos. ¡Cuántas veces nos hemos llenado de admiración y hasta de envidia, al ver a personas ejemplares entregándose con generosidad y sacrificio, y cuántas veces esos mismas personas optaron por el abandono cuando con tristeza y amargura advirtieron que al aplauso no seguía el voto, que lo imaginado se convertía en pavesa, que el fruto que iba a recogerse no era más que hojarasca volandera a impulso del viento nocivo del mal menor!
*La tentación de la rebeldía, que se da incluso allí donde se proclama con énfasis la obediencia a la Jerarquía y la dotación carismática de quienes dirigen. .
*La tentación del acomodo, porque el heroísmo resulta relativamente fácil cuando se trata de un momento.
El heroísmo instantáneo, y quizás instintivo, durante la tormenta, cuando el resplandor del relámpago lo ilumina y destaca, y el trueno que quiebra la nube lo aplaude y ovaciona, es admirable y tiene, sin duda, una aureola trágica, aunque pasajera; pero el otro heroísmo, el de cada día, el anónimo, el que no se ve, como no se ve el cimiento duro en que se apoya el edificio, es mucho más admirable; y abunda poco, porque ya hicimos bastante, porque ya cumplimos con nuestro deber, porque ha llegado la hora de instalarse profesionalmente en la sociedad o de adaptarse y acomodarse a la nueva situación, que se afianza y consolida fichando por un partido del Sistema que nos permita vivir sin sobresaltos y con holgura.
*La tentación del activismo, que nos invita e incita a desentendernos de la formación, que desdeña el pensamiento y el equipaje doctrinal, que concentra todo el esfuerzo en la presencia en la calle, en la llamada de atención que despierta una imagen en lugar de promover una idea.
La caída en la tentación del activismo, sin quererlo, y con la mejor de las intenciones, levanta en el entorno una barrera cautelar y aun hostil, entre los que son potencialmente favorables, al no tener en cuenta que las etapas históricas difieren y que para conseguir idéntico objetivo, la táctica de hoy no puede ser la táctica de ayer.
El antídoto eficaz contra las cinco tentaciones no es otro que la virtud, o mejor, las virtudes, y en especial la prudencia, la fortaleza y la caridad.
*La prudencia, como ordenadora de los medios y de los fines, evita o frena el desbocamiento intemperante, que lo mismo precipita a una acción que puede ser nefasta, que la aniquila por completo por abulia o cobardía.
*La fortaleza, que evita o frena el efecto desmoralizante de la incomprensión, de la ingratitud y de la traición, pero que también evita o frena el orgullo soberbio en la hora del triunfo.
*La caridad, que, en su vertiente política, no queda superada por ninguna virtud, salvo la virtud de la religión, como decía Pío XI, y hasta el punto que cuando el político cristiano obra a impulsos de la ola espiritual que le envuelve, llega a la abnegación sublime de dar la vida por la Patria, que es, como la de dar la vida por los amigos y los enemigos, la prueba máxima del amor.
Desde la reflexión se buscan los siguientes puntos:
1. No considerar la política como un pacto permanente para convivir con el mal.
2. Siendo la Política el arte de lo posible, lo es del bien posible y nunca, como norma, del mal menor.
3. Hay una Verdad política, la que pone de manifiesto la revelación y el orden natural. Ante esa verdad no cabe pluralismo ideológico. El pluralismo afecta tan sólo a lo opinable, es decir, a lo contingente.
4. El talento de la vocación política se dio no para enterrarlo, sino para negociar con él, poniéndolo en lo alto del celemín, para que alumbre la casa.
5. El espíritu de reforma es bueno cuando pretende mejorar, y es nocivo cuando pretende la ruptura.
6. Desvivirse y no ser vividores. El desvivido sirve entregando su vida, el vividor se sirve de la vida de los otros para conservar y disfrutar la suya.
7. Amar a España, no con la caricia fisiológica que termina empalagando, sino con el amor de perfección que significa el abrazo espiritual a aquello que no gusta, pero que ennoblece y reconforta.
8. Ser hombres de fe, porque la fe mueve las montañas, y en lo esencial y básico rechazar la duda, que deja perplejos. La fe es semilla con brío interior germinante. La duda es ancla que inmoviliza paralizándo.
9. Mantener sin desmayo la esperanza y combatir sin armisticio la desesperación propia de la espera puramente humana que no logra su objetivo inmediato.
10. Ahondar en la tradición que ha configurado a España, pero no para recrearse en ella, sino para sacar de ella el ímpetu que permita afrontar y construir el futuro.
La ilicitud moral de esa repulsa se halla en el hecho de que, por un lado, el peregrino para alcanzar su meta debe cuidar del "itinere", y por otro, en que en el "status viatoris", y, por ello, en la comunidad a que pertenece, el peregrino gana o pierde la morada feliz de la eternidad.
Aceptada y proclamada, pues, la ortodoxia de la Política, no puede olvidarse que sus cuatro Principios inspiradores se orientan hacia un mundo de realidades, es decir, e inicialmente, a un pueblo determinado, con un talante y una historia que no se pueden desconocer, con una geografía y un clima que no se pueden marginar, con una situación feliz o adversa que no puede soslayarse.
Por ello, las dos grandes desviaciones heterodoxas de la Política son, por una parte, la evasión especulativa, y por otra, el oportunismo pragmático.
La evasión especulativa puede transformarnos en teóricos de la Política, colocándonos en una situación aséptica y arrogante de superioridad, alejándonos del entorno, refugiándonos en la celda cómoda de la abstracción y justificándonos con el argumento sólido de la necesaria intendencia doctrinal.
El oportunismo pragmático, en postura contrapuesta, respetando los Principios, los archiva y cancela en la práctica, echándonos de bruces en el complejo y complicado mundo de lo real y tangible, en el que se acaba exiliando a la política de su territorio moral. El maquiavelismo de la razón de Estado o el utilitarismo desarrollista del Estado de obras, son las muestras más destacadas de este oportunismo pragmático.
El sano equilibrio, interior y exterior, del binomio Principios y Realidad, exige la conjugación del "benedicere", de la "benevolentia" y de la "beneficentia", porque no basta con hablar bien, ni basta hablar bien y desear el bien sino que hace falta hablar bien, desear el bien y hacer el bien, o lo que es lo mismo, obrar bien en beneficio de la comunidad y de los hombres que la integran. El político ha de ser benedicente y benevolente, pero ha de ser ante todo benefaciente o benefactor.
Ahora bien, el equilibrio interior y exterior, en la postura de tránsito de los Principios permanentes e inalterables a la compleja, complicada, y por añadidura, fluctuante situación real, coloca al ciudadano comprometico con lo político ante cinco tentaciones graves que arriesgan y ponen en peligro su noble vocación. Estas tentaciones son las siguientes:
*La tentación del desencanto, que trae causa, de algún modo, de la herejía que se conoce como perfeccionismo. Aspirándose a lo perfecto y no alcanzándose la perfección, nos decepcionamos, desencantamos y desentendemos.
Y he aquí, precisamente, la mayor de las imperfecciones, la de no apercibirnos de que somos imperfectos y de que toda empresa humana, y, por tanto, la política, están llenas de imperfecciones y servida por quienes, no obstante su vocación y su buena voluntad, son, por hombres, imperfectos.
Pensar que nuestros correliginarios son perfectos, que los dirigentes y jerarquías son perfectos, que los éxitos conseguidos no tienen lacras, es vivir en un lugar angélico que en la tierra no existe, y al no existir escapamos a la tarea, cayendo en la tentación del desencanto decepcionante.
*La tentación de la impaciencia, que se enmascara con el celo. Sin embargo, el celo por la causa permanece aunque se demore o no se consiga la victoria con la rapidez deseada.
La impaciencia, por el contrario, consume y reduce a cenizas el fervor que parecía desbordarnos. ¡Cuántas veces nos hemos llenado de admiración y hasta de envidia, al ver a personas ejemplares entregándose con generosidad y sacrificio, y cuántas veces esos mismas personas optaron por el abandono cuando con tristeza y amargura advirtieron que al aplauso no seguía el voto, que lo imaginado se convertía en pavesa, que el fruto que iba a recogerse no era más que hojarasca volandera a impulso del viento nocivo del mal menor!
*La tentación de la rebeldía, que se da incluso allí donde se proclama con énfasis la obediencia a la Jerarquía y la dotación carismática de quienes dirigen. .
*La tentación del acomodo, porque el heroísmo resulta relativamente fácil cuando se trata de un momento.
El heroísmo instantáneo, y quizás instintivo, durante la tormenta, cuando el resplandor del relámpago lo ilumina y destaca, y el trueno que quiebra la nube lo aplaude y ovaciona, es admirable y tiene, sin duda, una aureola trágica, aunque pasajera; pero el otro heroísmo, el de cada día, el anónimo, el que no se ve, como no se ve el cimiento duro en que se apoya el edificio, es mucho más admirable; y abunda poco, porque ya hicimos bastante, porque ya cumplimos con nuestro deber, porque ha llegado la hora de instalarse profesionalmente en la sociedad o de adaptarse y acomodarse a la nueva situación, que se afianza y consolida fichando por un partido del Sistema que nos permita vivir sin sobresaltos y con holgura.
*La tentación del activismo, que nos invita e incita a desentendernos de la formación, que desdeña el pensamiento y el equipaje doctrinal, que concentra todo el esfuerzo en la presencia en la calle, en la llamada de atención que despierta una imagen en lugar de promover una idea.
La caída en la tentación del activismo, sin quererlo, y con la mejor de las intenciones, levanta en el entorno una barrera cautelar y aun hostil, entre los que son potencialmente favorables, al no tener en cuenta que las etapas históricas difieren y que para conseguir idéntico objetivo, la táctica de hoy no puede ser la táctica de ayer.
El antídoto eficaz contra las cinco tentaciones no es otro que la virtud, o mejor, las virtudes, y en especial la prudencia, la fortaleza y la caridad.
*La prudencia, como ordenadora de los medios y de los fines, evita o frena el desbocamiento intemperante, que lo mismo precipita a una acción que puede ser nefasta, que la aniquila por completo por abulia o cobardía.
*La fortaleza, que evita o frena el efecto desmoralizante de la incomprensión, de la ingratitud y de la traición, pero que también evita o frena el orgullo soberbio en la hora del triunfo.
*La caridad, que, en su vertiente política, no queda superada por ninguna virtud, salvo la virtud de la religión, como decía Pío XI, y hasta el punto que cuando el político cristiano obra a impulsos de la ola espiritual que le envuelve, llega a la abnegación sublime de dar la vida por la Patria, que es, como la de dar la vida por los amigos y los enemigos, la prueba máxima del amor.
Desde la reflexión se buscan los siguientes puntos:
1. No considerar la política como un pacto permanente para convivir con el mal.
2. Siendo la Política el arte de lo posible, lo es del bien posible y nunca, como norma, del mal menor.
3. Hay una Verdad política, la que pone de manifiesto la revelación y el orden natural. Ante esa verdad no cabe pluralismo ideológico. El pluralismo afecta tan sólo a lo opinable, es decir, a lo contingente.
4. El talento de la vocación política se dio no para enterrarlo, sino para negociar con él, poniéndolo en lo alto del celemín, para que alumbre la casa.
5. El espíritu de reforma es bueno cuando pretende mejorar, y es nocivo cuando pretende la ruptura.
6. Desvivirse y no ser vividores. El desvivido sirve entregando su vida, el vividor se sirve de la vida de los otros para conservar y disfrutar la suya.
7. Amar a España, no con la caricia fisiológica que termina empalagando, sino con el amor de perfección que significa el abrazo espiritual a aquello que no gusta, pero que ennoblece y reconforta.
8. Ser hombres de fe, porque la fe mueve las montañas, y en lo esencial y básico rechazar la duda, que deja perplejos. La fe es semilla con brío interior germinante. La duda es ancla que inmoviliza paralizándo.
9. Mantener sin desmayo la esperanza y combatir sin armisticio la desesperación propia de la espera puramente humana que no logra su objetivo inmediato.
10. Ahondar en la tradición que ha configurado a España, pero no para recrearse en ella, sino para sacar de ella el ímpetu que permita afrontar y construir el futuro.
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