Ayudadme a hacer un rato de oración
por Guillermo Urbizu
Comienzo por la señal del cristiano: la Cruz. Me persigno y santiguo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Estoy en presencia de Dios. Intento tomar conciencia de ello. Algo a veces bastante complicado, debido a mil fantasías y distracciones. Dios está a mi lado. Pese a no estar delante de un Sagrario, sé que está aquí, que me ve y que me oye, que está dispuesto a charlar un rato conmigo sin ningún plan preconcebido. Contarle mis cosas, tanto dislate como se me pasa por la cabeza. Hacerle partícipe de mis anhelos y de mi constante asombro. Porque cada día me asombra más la vida, mire por donde mire y haga lo que haga. Y en la entraña de la vida siempre Su presencia, que pinta de belleza la mañana o que me absuelve a través de un cura. Y Él -Dios, Dios, Dios, que no se me olvide- contarme a mí de Su Amor, Su confidencia. No cojo el teléfono y hago caso omiso del timbre de la puerta. Me recojo. Apoyo el rostro en mis manos y el alma en Su misericordia… No me sale nada y me da por pensar bobadas. Así es la mayoría de las veces. Las preocupaciones familiares se imponen, o el desvarío, o las facturas. O simplemente eso: nada. Y me pongo a darle vueltas a unos versos o a cierto desánimo o a mis pecados. Una jaculatoria sale de mis labios sin apenas darme cuenta: “transfórmame hasta ser como tú me deseas”. Y apenas pronunciada me duermo en los laureles. Y miro el reloj con frecuencia. Me canso. Estoy con Dios y me canso. La media hora se me hace eterna. Abro un libro de piedad y lo hojeo con desgana. Ni leo. Sólo paseo la vista por sus páginas. Quiero orar con el corazón, merecerme un poco el amor de Cristo. ¿Y? Nada. Pienso sólo: “Mamá, María, Madre mía, Mamá…”. Madre de las auroras, que cantaba el poeta Vicente Gaos. Estoy demasiado ocupado con lo mío, con todo el tinglado de nimiedades que me cerca. No le presto oídos a Dios en este rato de oración, no le escucho. A lo mío, a lo mío. Miro de nuevo el reloj y los libros de alrededor y el vuelo de la cortina. Ya queda menos. “Pero Señor, que lo sepas, a pesar de mí Te quiero. Ya sé que con poco tino y mucho embrollo, pero Te quiero. O al menos quisiera quererte…”. ¡Me estoy durmiendo! Lo que me faltaba. No tengo remedio. Necesito doble ración de gracia para el alma -y para el cuerpo- y servirme de algún texto que me mantenga despierto y me inspire alguna idea sobre la que meditar y soñar el Cielo. Tomo un viejo libro del XIX: “Considera quien es Dios, lo que ha hecho por ti: quien eres tú, que has hecho por Él”. Me siento abrumado, hasta que de pronto una profunda paz y estas palabras: “Estoy contigo”. No, no, no es imaginación. ¿De dónde han salido? Dios mío, pese a las distracciones, pese a mi egoísmo, pese a estar medio dormido… La oración es la perseverancia en el amor divino. Y en el humano. La oración es ir descubriendo en tu propia nada el fundamento de todo. Tu vida, Su vida. Es hora de darte las gracias Dios mío por ser como Eres, por ser fiel a esta cita, por ensañarme a paladear Tu ternura sean cuales sean mis circunstancias. Junto a tu Madre, que es la mía.
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