En mis cincuenta años de sacerdote
En mis cincuenta años de sacerdote
Esta semana celebro mis cincuenta años de sacerdote. Me he propuesto reflexionar detenidamente en la grandeza del sacerdocio. Es un don de Dios inmerecido, pero que está en mí, y debo aprovecharlo bien. Cincuenta años al servicio de Dios y de su Pueblo. Con mis fallos y limitaciones, pero con un sincero deseo de aprovechar la Gracia que Dios ha depositado en mi alma.
He encontrado la Homilía que el Prelado del Opus Dei pronunció cuando celebró sus Bodas de Oro sacerdotales. El explica mucho mejor que yo lo que esto significa. Por eso la traigo al Blog, la medito e invito a que otros lo hagan:
***Homilía en el 50º aniversario de su ordenación sacerdotal (2005)
Roma, Basílica de Santa María la Mayor, 22-IX-2005
La celebración del quincuagésimo aniversario de sacerdocio me invita dirigirme al Señor con esta breve oración: "Gracias, perdón, ayúdame más", para recorrer con renovado impulso el camino de la conversión y del agradecimiento, vía maestra para progresar en la identificación con Cristo. De este modo trato de seguir las huellas de mi predecesor como Prelado del Opus Dei, Mons. Álvaro del Portillo, a quien gustaba dirigirse a Dios con esa exclamación, especialmente en los aniversarios y en otros momentos significativos de su vida. También nosotros podemos comenzar nuestras jornadas con éstas o parecidas palabras.
¡Gracias, Señor! A medida que transcurren los años, más clara se vislumbra la misericordia divina. Al mismo tiempo, sin pesimismos estériles, sino con realismo, se experimentan con mayor relieve las limitaciones personales. Pero no nos quitan la serenidad, porque —como a los primeros Apóstoles— el Señor dirige también a cada uno de nosotros aquellas palabras: ego sum, nolite timere (Mt 14, 27); no tengáis miedo, soy Yo.
Al echar una mirada atenta a los cincuenta años trascurridos desde la ordenación sacerdotal, acude a mi memoria una frase de San Josemaría en los años 30: ¡Qué poco es una vida, para ofrecerla a Dios!... Haciendo eco a la verdad de esas palabras, añado: ¡qué breve es toda la existencia terrena, para agradecer adecuadamente a la Trinidad Santa su cercanía y su cariño! ¡Qué pobres nos descubrimos para corresponder al amor de Dios como Él se merece!
Quisiera dirigirme al Señor con el mismo hondo agradecimiento que he admirado en muchas personas santas y, de cerca, en San Josemaría. Sé muy bien que estoy muy lejos de unos modelos tan excelsos, pero éste es de verdad mi deseo. Por eso, me atrevo a hacer mías algunas palabras que oí pronunciar al Fundador del Opus Dei la víspera de sus bodas de oro sacerdotales.
Era el 27 de marzo de 1975, que aquel año coincidió con el Jueves Santo. A su lado se encontraba un pequeño grupo de hijos suyos, adorando al Santísimo Sacramento. De improviso, San Josemaría comenzó su oración personal en voz alta; esa oración que, hacia el final de su vida terrena, había llegado a ser continua, de día y de noche, pues el Señor le concedió la gracia —que también mencionan algunos Padres de la Iglesia— de que no se interrumpiese ni siquiera durante el sueño.
En aquella ocasión, entre otras expresiones de diálogo confiado con Jesús, presente en la Hostia Santa, le oímos pronunciar palabras que en todos los que estábamos allí presentes suscitaron una profunda conmoción. Gratias tibi, Deus, gratias tibi! Un cántico de acción de gracias tiene que ser la vida de cada uno…
Si de este modo se expresaba un santo, ¿cuáles tendrían que ser mis sentimientos, al verme tan distante de él, tanto en dotes humanas como en cualidades sobrenaturales? Sin embargo, sé que al conferirme el sacerdocio ministerial, el Señor me ha llamado suyo (cfr. Jn 15, 15), me ha otorgado la capacidad de renovar entre los hombres su divino Sacrificio del Calvario y de dispensar sus frutos en los demás sacramentos; sé bien que me ha concedido el don de poder proclamar la Palabra, de representarle ante los hombres, de estar íntimamente unido a Él, que desea acercarse a cada criatura utilizándome como instrumento suyo… Ayudadme a pedir al Señor que yo sepa llevar a cabo con eficacia la misión recibida, ahondando el surco trazado por mis predecesores en la tarea de guiar la actual Prelatura.
De algún modo, el Señor se ha sujetado a la voluntad de los sacerdotes, ha querido depender de nuestras palabras y de nuestros gestos para actualizar en la Santa Misa el misterio pascual de su muerte y resurrección. Él es, como decía San Agustín, «interior intimo meo», más íntimo a nosotros que nosotros mismos. Querríamos experimentar en todo momento esa presencia suya en nuestra alma, de modo que durante las veinticuatro horas del día nos sepamos y nos sintamos instrumentos totalmente suyos: y los sacerdotes sólo sacerdotes, sacerdotes de Jesucristo.
Al dirigir la mirada a la propia vida, cada uno puede descubrir el amor sin quiebra, siempre joven y nuevo, que la Trinidad Santísima nos ha donado. Dios nos ha mirado a todos nosotros con interés divino, con esa atención exquisita que se concede a los personajes importantes de la tierra. Ciertamente, para Dios nuestro Padre, cada hombre, cada mujer, es una persona de importancia inestimable. Empti enim estis pretio (1 Cor 6, 20; 7, 23), afirma San Pablo; hemos sido rescatados a un precio infinito: la sangre del Hijo Unigénito, hecho hombre por nosotros.