Domingo, 24 de noviembre de 2024

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Basta de escarcha sacerdotal

por No tengáis miedo

En la formación de los empleos relacionados con la atención a los clientes, los “coach” (esa figura que de un tiempo a este parte es imprescindible en toda empresa que se precie), suelen usar el recurso de hacernos evocar, entre nuestras últimas experiencias de compras, una positiva y otra negativa. Se analizan ambas con detalle, para extraer conclusiones sobre qué aspectos podemos copiar y aplicar en nuestro trabajo, y cuáles debemos evitar. Es común que aparezcan, como actitudes que no nos gustan, la apatía, el desinterés, la desmotivación…

Según el empleo, este tipo de actitudes son un “lujo” que el trabajador podrá permitirse o no. Hay casos en los que, antes o después, conllevará perder el puesto. Otros podrán llegar a tener toda una vida de trabajo con una actitud anodina, sin interés por ser mejor en aquello que se hace, por realizarlo bien. Está claro que no son el tipo de personas con las que nos gusta tratar, ¿verdad? Allá donde vamos, en cada cosa que requerimos, nos gusta encontrar profesionales que conocen bien su materia, que nos asesoran adecuadamente, que nos atienden con una sonrisa y, en definitiva, ¡que lo hacen bien! Hasta tal punto es así, que hay gente que pudiendo conseguir un artículo o servicio más barato, están dispuestos a pagar más y acudir allí donde se sienten bien atendidos.

Hay una profesión que no tiene parangón con ninguna otra; pues ni siquiera es tal, sino que es pura vocación. Y dentro de esta vocación, hay un servicio incomparable a cualquier otro. Hablo de un sacerdote, y hablo de la Eucaristía. Y hay pocas cosas tan tristes, tan lamentables, como ver a un ministro de Dios “celebrando” la misa con desapasionamiento. Hiela el alma. Proclamar el Evangelio como quien lee el prospecto de un medicamento. Predicar con el tedio propio del previo de una peli en versión original de la 2. Adelantar a los propios fieles recitando las oraciones… con un credo, ése por el que tantos dieron, dan y darán su vida, ininteligible. Consagrando en un visto y no visto,  subiendo y bajando el cuerpo y la sangre de Cristo a una velocidad que ya quisieran desarrollar muchos magos en sus movimientos. Que podemos ponernos todo lo místicos que queramos, y repetirnos una y otra vez que el vivir la misa está en nosotros y no en el celebrante, pero que la realidad es que uno sale diciendo: ¿qué hecho yo para merecer este castigo? Esto no puede ser; lo repito, ¡no puede ser! 

Podremos debatir hasta la saciedad sobre si los fieles conocemos bien o no  las partes de la Eucaristía, si sabemos vivirla, etc. Puede gustarnos más celebrada en total silencio, con órgano catedralicio, canto gregoriano, coral de voces blancas o guitarras electroacústicas. Y sí, la misa es la misa, y la grandeza de lo que en ella sucede no la pone la más impresionante catedral, ni un coro de ángeles, ni el sacerdote más apasionado y entregado a la causa. Hasta ahí estamos. Pero a la vez, ¡qué importante es celebrarla con la mayor dignidad y belleza posibles! ¡Y qué vital es en esto el sacerdote! Puede faltar todo lo demás, todo. Pero habiendo un sacerdote que se descalza ante el misterio de lo que celebra, que cree en él apasionadamente, se tienden puentes de plata para que Dios toque el corazón de los hombres.

El tiempo de ingentes masas de fieles, atestando cada misa en parroquias con más eucaristías dominicales que las sesiones de un “multicine”, ha  pasado. El tiempo de quitarse la cabeza, que no el sombrero, al entrar en la iglesia,  ha pasado. El tiempo de callar ante la negligencia ha pasado, que no ama más el conformista que mira a otro lado, sino el que grita esperanzado por no vivir más entre tanta mediocridad.

Muchos se lamentan por la escasez de vocaciones, por el envejecimiento del clero, por la evidente merma que sufrirá en no muchos años. Sí, probablemente serán pocos, cada vez menos. Pero una gran generación de jóvenes sacerdotes, y de seminaristas que Dios quiera lleguen también a serlo, empuja con ímpetu y fuerza. Al menos en mi diócesis. Y si la cantidad es importante, permítanme que yo me quede con la calidad. Ellos la tienen, y mucha. Unos pocos sacerdotes apasionados valen más que todo un ejército.

Suele escucharse aquello de “educa a una mujer y educarás a una nación”. Yo hoy digo: formemos a sacerdotes capaces, apasionados, entregados, y habremos evangelizado un país.

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