El precio de la Gratuidad
Hace bastantes años escribí un artículo para consumo interno de la Renovación carismática. No sé por qué motivo lo hice pero, al releerlo, lo encuentro de gran actualidad y no sólo para los carismáticos sino para todos, por lo cual, una vez actualizado, me he decidido a ponerlo en este blog de Religión en Libertad. Hace treinta años, apenas se hablaba de la gratuidad. Hoy, no hay un cursillo que se precie, que no tenga una ponencia sobre el tema. He escuchado algunas y no pasan de mera poesía. El vocablo suena también en todas las reuniones de espiritualidad y de pastoral. El problema surge cuando se habla de gratuidad sin una fuerte experiencia del Espíritu a la base.
“Corruptio optimi, pessima” decían los antiguos. La corrupción de lo mejor es lo peor, es pésima, la que peor huele. La corrupción o devaluación de la gratuidad engendra un cristianismo de máxima frivolidad. Este cristianismo barato, de rebajas, amenaza con convertirse igualmente en el mayor cáncer con el que puede verse afectada no sólo la Renovación Carismática sino la Iglesia entera de la gratuidad.
En efecto, la gratuidad nos hacer ver a un Dios como un Padre misericordioso que no sólo perdona sino que ha muerto por los pecados. En la cruz de su Hijo han sido clavados todos nuestros delitos. Están perdonados para siempre, aun los que no hemos cometido todavía. La factura está pagada y la reconciliación culminada. Esto, que es verdad, con un leve desplazamiento del acento, casi imperceptible, lo podemos trasformar en la más grande de las mentiras, haciendo de nuestra vida carismática un cúmulo de frivolidades, a la vez que justificamos el gozo mundano de la vida con todos sus halagos.
Con este leve desplazamiento podemos dar una fácil cobertura a nuestros pecados de los que no nos arrepentimos ni deseamos librarnos. Si la sangre de Cristo nos ha perdonado y reconciliado ¿para qué la lucha contra el pecado? Si la gracia lo hace todo por sí sola, ¿para qué preocuparnos? Si no hay nada que hacer porque ya está todo hecho, ¿qué problema? Simplemente con vivir esta creencia ya estamos justificados. No hace falta un cambio de vida, ni entrar por la cruz de Cristo, ni dar importancia a la Iglesia, ni soportar a tu comunidad. Dios es bueno y, por tanto, este descubrimiento nos lleva a la felicidad sin coste de ninguna clase. No tenemos, pues, por qué distinguirnos del mundo ni llevar bajo la gracia una vida distinta de la que se lleva bajo el pecado.
El pecado, hecho teólogo, tiene un instinto religioso muy despierto para descubrir el lugar donde pueda comprarse la gracia al precio más barato, a la vez que saca consecuencias irrebatibles según su lógica. Desde ahí todo vale, Dios es bueno, no hay infierno, el pecado, si existe, es un asunto de psiquiatras. Con esta gracia el mundo entero se puede hacer “cristiano” y se elimina la engorrosa contradicción que la cruz mete en las vidas de los que quieren seguir a Cristo por otros caminos. El mundo, tal como está, es bueno; la iglesia y el grupo, aunque estén mal, es porque Dios lo quiere; todo lo que existe es voluntad de Dios, gritan los profetas mas piadosos de esta frivolidad.
Esta es la gracia barata que justifica al pecado, no al pecador arrepentido que entrega su pecado para que el Espíritu Santo se lo vaya sanando. Es la gracia del que se siente salvado sin dejarse hacer, sin cambio de vida, sin dejar que Dios actúe y se glorifique en él. La gracia barata, como dice Bonhäffer, es la predicación del perdón sin contrición, el bautismo sin iglesia ni mandamientos, la eucaristía sin reconciliación, la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Jesucristo, la gracia sin cruz ni resurrección. La gracia barata es la gracia sin sanación y actuación del Espíritu Santo.
La gracia barata prescinde de Jesucristo y de su cruz y por lo tanto no hace aprecio del pecado sino que lo elimina. La gracia barata no sabe que Cristo nos redimió en su cuerpo de carne con grave sufrimiento y que, desde ahí, somos nosotros redimidos pero en nuestro cuerpo de carne. Salvarse fuera de la encarnación es banalizar la salvación. La salvación en tu cuerpo va a ser hecha gratuitamente por Jesucristo, no por tus obras sacrificios o merecimientos, sino por los de Cristo asumidos en ti en tu propio dolor e historia. Aceptando los sufrimientos de Cristo en los tuyos estos reciben poder salvífico. El que muere y es sepultado con Cristo lo hace desde el gozo de la resurrección. Porque se hace en un proceso vital. En esta muerte y entrega sabes que estás en la verdad. En una gratuidad sin sufrimiento ni tú mismo puedes creer. La gracia no destruye la naturaleza ni la historia, ambas tenemos que vivirlas en plenitud. Las vivimos salvados, eso sí, en la alegría de la fe, pero en la realidad que a cada uno le toque. Si tienes una enfermedad grave no puedes llegar a Cristo sin pasar por ella. Son los clavos de tu cruz. No hay que frivolizar a Cristo.
San Pablo varias veces proclama que no se avergüenza de la cruz de Cristo. En Gálatas afirma: En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo por la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo (Gal 6, 14). La gracia barata no crucifica a nadie ni en ella se siente nadie crucificado. No se opone al mundo sino que hace componendas. A esta gracia no le interesa la cruz, se avergüenza de ella. El mayor riesgo de la Renovación es el triunfo de esta gracia barata bajo capa de gratuidad. Por eso, en este contexto, todo lo que no sea encarnación es frivolidad.
La gracia cara, por el contrario, es la gratuidad que derrama el amor de Dios en nuestros corazones, dejando que el Espíritu nos lleve por sus caminos. Es la gracia con la que entregamos el juicio sobre las cosas, la pobreza de la comunidad y de la vida, la autonomía personal, la satisfacción del pecado. Es la gracia que nos hace caminar en la obediencia de la encarnación, aceptando el hecho de ser pobres y pecadores, pero con la confianza de que alguien nos librará de este cuerpo de muerte. Esta gracia sucede en nosotros. El amor gratuito de Cristo sucede en ti. Te lo inyecta el Espíritu Santo y te hace feliz, aunque siempre en combate con el hombre viejo, porque entraña una fidelidad. La vida en Cristo es de profunda felicidad más de la que te puedan dar las cosas de este mundo.
La gracia cara es dejar que el Espíritu Santo trabaje en ti y te haga semejante a Cristo. A veces te hará pasar por una pasión muy dura que no te hundirá porque está redimida. El lugar donde sucede esto es en tu propia vida que pasa a ser el lugar de tu salvación. Si huyes de ahí te estás saliendo del lugar donde Dios te ama, como hace la gracia barata. Gracia cara es encontrar sentido a tus compromisos, es amar a los demás en sus situaciones concretas, es asumir lo pobre sin horizonte, es deleitarte con Jesucristo.
Cuando se vive en el Espíritu Santo se vive en la gracia cara. Algunos piensan que esta vida tiene que ser triste pero es porque no conocen los gozos y dones del Espíritu Santo. No conocen el gozo de la sabiduría con la que han sido creadas las cosas y también él; no experimentan la alegría de la fe; no encuentran su sitio en la vida; no perciben las amenazas que les acechan; no han descubierto la casa de Dios; se sienten solos en sus debilidades; no han encontrado ningún tesoro; tienen miedo de todo; carecen de dueño y de un Señor donde apoyarse.
El riesgo mayor de una predicación directa de la gratuidad es la frivolización que, en gente superficial, devalúa los contenidos, vaciando de seguimiento y de cruz la vida cristiana. Hay cierta gente que dice que predicar la gratuidad es peligroso porque algunos lo entienden mal y tergiversan el pecado, no entienden su gravedad, no se esfuerzan, se echan a la bartola. Por otra parte, sin embargo, si no se predica la gratuidad permanecemos en nuestras devociones, en nuestras obras y trabajos, en nuestros sacrificios, expiaciones, arrepentimientos, méritos y cumplimientos, sin conocer nunca la verdad más sabrosa de Dios. Si no vivimos de la gratuidad, somos poco cristianos y nada carismáticos; y encima nos perdemos la libertad de los salvados que viven sin pesos y culpabilidad. La gratuidad es un don maravilloso de Dios; ahora bien, como se dice popularmente, la gratuidad hay que “currarla”.
En la Renovación la gracia barata se da cuando se justifica más al pecado que al pecador y cuando uno no entrega su vida a la comunidad sino que se aprovecha de ella. Gracia barata es buscar el mando, creerse imprescindible, apoyarse en la razón, hacer cálculos. Gracia barata es buscar el número por encima de la calidad, mendigar reconocimientos, querer que nos quieran y nos valoren a cualquier precio. Gracia barata es peregrinar tras las sanaciones físicas para volver a nuestra modorra y burguesía perdidas. Gracia barata es buscar que la comunidad solucione todos nuestros problemas. Gracia barata es dispensarse del seguimiento de Cristo en aras de nuestros caprichos.
Si un gran profesor, al final de su vida, confiesa que “solo sé que no se puede saber nada”, está diciendo algo muy distinto de lo que dice un parvulito con la misma frase para justificar su pereza. La gracia barata habla el lenguaje de los parvulitos que, a veces, pululan por la Renovación y fuera de ella, que hablan, dirigen y pontifican sin que nadie les pueda llevar la contraria en nada, sin abrir espacios de libertad, sin asumir ninguna pobreza, sin perder jamás una pizca de su vida a favor de nadie.
El gran descubrimiento del seguimiento de Cristo es la gratuidad verdadera, es decir, la experiencia viva de que el hombre, incluso en sus obras y caminos más piadosos no puede subsistir delante de Dios porque, en el fondo, siempre se busca a sí mismo. La gratuidad es el convencimiento, nacido de los propios fracasos e impotencias, de que uno no puede santificarse por sí mismo, porque todas nuestras obras son vanas como burbujas o pompas de jabón. Por eso sólo debería hablar de gratuidad el que está viviendo una experiencia de entrega.
Bonhäffer explica muy bien esto al hablar de una gracia como presupuesto y de otra como resultado. La gratuidad como resultado es la del que va experimentando en la pobreza asumida de la vida, que sólo la gracia le puede librar de su pecado y, por lo tanto, no hay camino de santificación que no sea gratuito. Si por el contrario mi gratuidad es el presupuesto básico con el que abordo mi vida cristiana, sin haber hecho la experiencia, me apropio de antemano la justificación. La gracia como resultado brota de una obediencia y uno la atribuye a Dios; la gracia como presupuesto es una frívola atribución personal con la que uno se engaña a sí mismo.
El final de la gracia barata es el vaciamiento de la propia vida, la pérdida de Jesucristo y el endurecimiento en la desobediencia. Los que viven de esta gracia se desaniman pronto, se sienten frustrados, critican con dureza a su grupo y rechazan cualquier pobreza. Al proyectar su frustración sobre la comunidad no ven otra cosa que dirigentes pésimos, caminos equivocados y falta de compromiso en los demás, sin percatarse de que es en su corazón donde existen todos esos males.
Al escuchar este lenguaje alguien podría preguntarse: “Si es así, ¿qué me aporta de nuevo la Renovación? ¿No nos han predicado siempre el seguimiento duro y rígido de Cristo? ¿Tenemos que volver a la culpabilidad, al miedo, a la disciplina y al ayuno, al ascetismo y a la cautela, al más craso esfuerzo de voluntad para librarnos del pecado y agradar a Dios? De ninguna manera, diría Pablo, si hemos experimentado la misericordia y la libertad del hijo no podemos volver a la miseria del esclavo.
Porque se trata de eso, de haber experimentado la misericordia y la libertad del hijo. Sólo si esto acontece conocemos la gratuidad de Dios y de su salvación. De lo contrario, seguiremos en nuestras luchas contra el pecado, en nuestra conquista del cielo y de la perfección, vagaremos sin gratuidad pensando que todo lo tenemos que hacer nosotros. Con gran humildad pero con la misma libertad, el que ha experimentando, en el seguimiento, el amor gratuito de Dios, sabe que sus miserias no le condenan porque ya están salvadas. Intuye que, aunque Dios rechace el pecado, ama al pecador, como una madre, cuyo hijo está en el crimen, rechaza la conducta del hijo pero desea verlo pronto en casa. Sabe que Dios es fiel y que nos ama en nuestras impotencias y pecados, para que se las entreguemos, ya que nuestra vida depende más de él que de nosotros mismos. No se siente condenado, el pecado no le agobia, vive en la libertad, no se siente fichado, percibe la amplitud y comprensión de Dios. No mira el pecado desde el juicio sino desde la bondad de Dios. Al final no habrá balanza sino misericordia. De Dios se puede sacar toda la misericordia que se quiera pero sin falseamientos. Siente que Dios es su Padre y que, por lo tanto, su vida está más regida por el amor que por la ley del esfuerzo. Disfruta de las cosas y vive en la alabanza y acción de gracias porque percibe que todo es don y que ya casi nada le hace daño.
El tema está, pues, en cómo se vive la libertad de los salvados que trae la predicación de la gratuidad y que nos hace sentir sin pesos y culpabilidad En esa vivencia es donde se da el leve desplazamiento del acento que distingue la gracia cara de la gracia barata, creando dos personalidades radicalmente opuestas. El que deja que Cristo actúe en él por medio del Espíritu Santo y le salve cambiándole la vida, percibirá todos los frutos de la gratuidad y el amor, aunque pase por los caminos de la cruz. La encontrará hasta gloriosa porque los frutos del Espíritu se harán presentes. El que frivolice la actuación de Cristo en él y no permita un cambio de vida, presumirá de su libertad pero no le protegerá ninguna salvación.