Iglesia, dinero y bolsillos cerrados.
por No tengáis miedo
Iglesia y dinero, dinero e Iglesia. Son dos palabras que, peligrosamente juntas en una misma frase, acarrean tras de sí una fastidiosa compañera de viaje: la polémica. Hay tantas frases hechas, tantos tópicos que rodean al tema, que provoca casi hastío. Sin casi, si me apuran. Lo peor del asunto es que no es una batalla dialéctica sólo con ateos, agnósticos o incluso cristianos no practicantes, de quienes, a fin de cuentas, se puede entender que no comprendan ni participen de aquello que no aman, que les es ajeno. El problema está en quien se dice cristiano viejo, católico, apostólico, romano. En quien se dice Iglesia.
Si partimos de la realidad de que nosotros, los cristianos, conformamos la Iglesia, es evidente que somos nosotros los que debemos mantenerla. Puede gustarnos más o menos, pero la podredumbre política hace indicar que llegará el día en que hasta la “x” de la declaración de la renta desaparezca.
Pero partir de esa realidad tan evidente, que la Iglesia somos nosotros, es ya mucha presunción. Si esto fuera así, si lo creyéramos a pie juntillas, si la amásemos como nuestra madre, si nos doliera, sería imposible que escuchásemos frases del estilo “los curas siempre andan pidiendo”. Si un cura tiene el valor, en estos tiempos, de pedir a sus feligreses que se rasquen el bolsillo, es porque somos feligreses de duro corazón y cerrado monedero, que damos lugar a que otros nos recuerden lo que debería haber partido de nuestra propia iniciativa: contribuir a mantener nuestra Iglesia.
Lo mismo alguno se me escandaliza, pero incluso el momento de pasar la bolsa o el cepillo durante la misa, muestra nuestras carencias en este tema; es el momento en el que muchos descubren angustiados que no tienen ninguna moneda suelta, sólo billetes, y quisieran preguntar al señor de al lado si tiene cambio. Y es que, como nos decía un sacerdote en una ocasión, la cesta de la Iglesia es el único sitio donde los céntimos de cobre salen del olvido.
En cualquier parroquia o realidad eclesial, hacer presupuestos económicos es poco menos que un arte, pues los ingresos futuros son algo completamente desconocido. Y esto es un grave problema, pues una cosa es estar en manos de la providencia, y otra es quedar atados a la hora de realizar proyectos, pues nunca sabemos con qué contamos ni hasta dónde podemos llegar.
Hay muchas comunidades en la Iglesia donde está establecido el diezmo. No hay más que acercarse un poco a ellas para comprobar todos los frutos que esto produce. Sin embargo, no debería ser algo exclusivo de cristianos comprometidos en algún tipo de carisma o movimiento; es una llamada inherente a todo cristiano: desde el principio de los tiempos hemos compartido los bienes, y esto ha hecho crecer a los que dan, y a los que reciben.
Y no hablo de compartir lo que sobra, pues a fin de cuentas, rara es la que economía doméstica que cuente con superávit. Hablo de dar lo que nos supone privarnos de algo, hasta el punto de incomodarnos, para recordarnos que lo que nos mantiene vivos es el corazón que nos late bajo el pecho, y no los veinte dígitos de la cuenta corriente.
“Pero es que… los curas viven muy bien, en la Iglesia se malgasta el dinero, el Vaticano tiene muchas riquezas…” Etc. Ay, si piensas esto en tu corazón, conoces a pocos curas, y conoces poco tu Iglesia. Claro que hay casos en los que sucede, y pobre de aquellos que causan estos escándalos: en esta vida, o en la otra, tendrán que dar cuentas por ello. Pero el pecado de unos pocos no te exonera de tu llamada a hacer el bien con el dinero injusto.
No hay ninguna organización en el mundo entero con tantos millones de miembros, y tan limitada para actuar económicamente: síntoma de que algo falla.
Ojalá llegue el día en que dejemos de ver en la Iglesia sólo nuestra hoja de derechos, aquélla que nos permite exigir, quejarnos y demandar, y pasemos a la otra cara, la de los deberes, y contribuyamos con nuestro tiempo, nuestra oración, nuestra pasión y nuestro dinero, a mantener y hacer crecer, con la ayuda del Espíritu, a aquella que amamos, a la que llamamos “madre”. Los frutos serían inimaginables, y ya se sabe que… por sus frutos los conoceréis.