Impartir Patrología - I
Quisiera ofrecer algunas "ideas sueltas" sobre los Padres de la Iglesia...
El hecho de impartir Patrología, con 4.5 cts., en el I.S.CC.RR. “Beata Victoria Díez” de Córdoba, mi diócesis, durante el curso pasado me ha obligado a repasar, actualizar y sistematizar a cada Padre, al menos los más significativos, releer los datos biográficos, el elenco de sus obras, las ideas principales de sus escritos, sus mutuas influencias y las diferencias entre ellos, así como escuelas y corrientes teológicas en las que están insertos.
Sin lugar a dudas está siendo ocasión de actualizar y recordar contenidos ya estudiados hace más de veinte años, para transmitirlos y, sobre todo, intentar apasionar a los alumnos con algo que les puede ayudar y edificar toda su vida: la lectura, el estudio y la oración con los Padres de la Iglesia. No es ni mucho menos lo mismo leer a S. Cipriano de Cartago que a un autor moderno y secularizante; no es lo mismo leer a S. Hilario de Poitiers, o a Orígenes, o al gran S. Agustín, que a un dudoso autor puesto en el anaquel de “novedades” de cualquier librería religiosa: la ortodoxia, la unción, la profundidad, el sentido espiritual, etc., están garantizados en los Padres pero no lo está en muchos autores contemporáneos que todo lo reinventan –hasta el cristianismo- para ser modernos.
Sí, de eso se trata: que conozcan a los Padres de la Iglesia, que sepan cómo escribe cada uno y qué escribe, que los sitúen y, finalmente, que los alumnos lleguen a tratarlos leyéndolos, conversando con ellos. Los Padres de la Iglesia son eternamente actuales, siempre enriquecen, son la garantía de una teología sólida, adorante y espiritual.
Antes de seguir con la reflexión, a lo mejor es necesario precisar quiénes son los Padres de la Iglesia y los escritores eclesiásticos. Van desde el s. I hasta el siglo VII en Occidente (con san Isidoro de Sevilla) y hasta el siglo VIII en Oriente (con san Juan Damasceno). Comienzan con los Padres apostólicos (Didajé, Clemente Romano, Policarpo de Esmirna, Ignacio de Antioquía…), siguen las Actas de los mártires, los Apologistas (el gran san Justino), la literatura antiherética de los siglos II-III (san Ireneo), la escuela alejandrina (Clemente, Orígenes), los escritores del África romana (Tertuliano, Cipriano) y de Roma (Hipólito), los Padres Capadocios del siglo IV (Basilio, Gregorio Nacianceno, Gregorio de Nisa), los grandes Padres occidentales (Ambrosio, Agustín, Jerónimo, León Magno, Gregorio), etc.
Al volverlos a tratar en conjunto, creo que dos reflexiones compartidas pueden ayudarnos y extraer ideas para la actualidad valorando su función eclesial y el servicio que prestaron.
1) Muchos de ellos, su inmensa mayoría, fueron presbíteros u obispos, implicados en mil asuntos y tareas ministeriales y de gobierno de la Iglesia; afanados en la predicación a sus fieles, en la instrucción de catecúmenos, viajando al ser solicitados en otras Iglesias o participando en Sínodos, recibiendo en la domus episcopal a quien necesitaba tratar con él, etc. Pero, en esa ingente tarea, propia del ministerio ordenado, tuvieron la lucidez de no dejarse absorber por lo urgente e inmediato sino que tuvieron amplitud de miras.
Dedicaron tiempo a la oración, a la contemplación y a la meditación de las Escrituras, así como a leer a otros autores; fruto de ese tono espiritualmente contemplativo, se emplearon a fondo a escribir, ya sean cartas, ya sean tratados ascéticos o espirituales, ya sean Comentarios bíblicos, etc. Escribir era para ellos un ejercicio que formaba parte de su vida sacerdotal, del ejercicio de su ministerio, con el sosiego, la reflexión y el tiempo que para ello se requería.
Si uno lee una biografía buena de algún Padre ve hasta qué punto combinaron el trabajo apostólico y ministerial con la reflexión, la oración y la escritura; cuánto ejercicio ministerial, cuántas ocupaciones, cuántos asuntos que despachar, Concilios a los que asistir, homilías a catecúmenos y fieles, etc., y, sin embargo, sacaban tiempo sosegado para escribir. Poco recibiríamos hoy nosotros de sus actividades más inmediatas, pero sí recibimos mucho de lo que escribieron y nos legaron.
De ahí que una primera idea que se deduce al tratar con los Padres es que la escritura, la reflexión, el documento escrito, es un medio de apostolado y formación de largo alcance, y aunque hacen falta muchas horas para escribir a solas y oculto, sin embargo, sirve de mucho a largo plazo y para muchas personas.
Basta pensar que una homilía, por ejemplo, dominical, puede llegar como mucho a 500 oyentes; un artículo o un libro pueden impactar y forjar a muchísimos más lectores, incluso miles, durante más tiempo (porque dura años y porque se puede volver a releer y reflexionar). Escribir –reflexionando y contemplando- es un apostolado necesario aunque no sea de efecto inmediato ni parezca urgente.
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