Viernes, 29 de noviembre de 2024

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Fundada la esperanza en Cristo resucitado

por Corazón Eucarístico de Jesús

¡Feliz Pascua! ¡Feliz y santísima Pascua!

La esperanza se ha visto colmada, nunca defraudada.
El Señor ha resucitado.
Él vive eternamente.
Él es el Señor.



                "Sabed vosotros todos que aquel Jesús, nacido de María Virgen, heredero de las promesas del Antiguo Testamento, “varón, profeta, poderoso en obras y en palabras ante Dios y ante todo el pueblo” (Lc 24,19), aquel Jesús que fue condenado, crucificado y sepultado, aquel Jesús ha resucitado, ¡está vivo!, está sentado a la diestra del Padre en los cielos y Dios lo ha hecho “Señor y Cristo” (cf. Hch 2,29s).
 
 
                ¡Ha resucitado! ¡Os damos testimonio de ello! Lo hemos recogido de la palabra y de la sangre de los apóstoles y de los primeros discípulos, testigos oculares, y con escrupulosa exactitud, con indudable certeza que el Espíritu Santo nos garantiza, os lo anunciamos a vosotros, los proclamamos al mundo, lo consignamos a las generaciones venideras: ¡Jesucristo ha resucitado!
 
 
               No nos detenemos ahora en cuál es el profundo significado, cuál el inmenso valor de una afirmación semejante; dígalo el magisterio de la Iglesia y el estudio de los sabios; dígalo la conciencia del pueblo de Dios qué anuncio prodigioso es éste y qué virtud contiene para manifestar a los hombres su destino, para orientar la conciencia de cada uno hacia el verdadero concepto de nuestra exitencia, para infundir un sentido unitario y orgánico a la vida del mundo, para establecer los cánones fundamentales de la vida espiritual y moral. Como un faro, el anuncio pascual proyecta sus rayos gozosos y abrasadores sobre la faz de la tierra.
 
 
               Nos podemos recoger de vuestros mismos labios el grito espontáneo y característico de la Pascua: el de la alegría, el de la aleluya, y podríamos discurrir con vosotros sobre este primer efecto del bienaventurado anuncio de la Resurrección en nuestros espíritus, sobre la alegría cristiana; pero el momento histórico que estamos atravesando, turbio e incierto por los persistentes conflictos y por problemas colosales y amenazadores, no nos consiente hacerlo. No por eso, sin embargo, queda muda nuestra voz, que anuncia el pregón pascual; él nos trae a nosotros no solamente la conciencia feliz de los bienes conseguidos mediante la Resurrección del Señor, sino también el presagio de otros bienes que se han de obtener; el anuncio pascual no es simplemente un anuncio de gloria, sino que es también un anuncio de esperanza.
 
 
                Sí, la esperanza que brota de la Resurrección de Cristo os la queremos comunicar hoy, y para cumplir con este ministerio no basta el discurso, que debería extenderse más allá de toda humana y de toda creada realidad; la Resurrección de Cristo es la inauguración de un orden nuevo y universal; una nueva energía se infunde en la creación y una nueva palingenesia se está preparando, y “también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo, porque en la esperanza estamos salvados” (Rm 8,23-24). Así dice el Apóstol y así Nos, mientras nuestro pensamiento vuela a los que tienen necesidad de esperanza. 
 
 
Nos tenemos un don de esperanza pascual para todos; para vosotros, amadísimos, que nos oís; no dejéis que la tristeza venza nuestros espíritus a la vista de las adversidades de este mundo difícil, ante la inutilidad de los esfuerzos hacia el bien, ante la creciente “potestas tenebrarum”, ante la caducidad de las esperanzas fundadas sobre la arena movediza del tiempo que pasa. Fundad vuestras esperanzas en la palabra que no pasa, en los bienes que realmente vale la pena desear, en la vida superior y en el más allá a que nos invita la vocación cristiana. Alimentad vuestros espíritus con la confianza en el bien y tened el valor de ser siempre sus sostenedores y sus promotores.
 
Y para vosotros, los que sufrís; 
para vosotros, los humildes y los pobres; 
para vosotros, los que lloráis;
para vosotros, los que tenéis hambre y sed de justicia, 
para los que trabajáis a favor de la paz, 
para los que por vuestra fe sufrís el peso de la constricción
os recordamos el mensaje de la grande, de la invicta esperanza, 
lanzado por Jesucristo a través del mundo y de los siglos, 
con el canto de las bienaventuranzas evangélicas.
 
                Y como a Nos nos parece, siendo como somos alumnos de una tradición doctrinal de la Iglesia que reverbera sus esperanzas religiosas también sobre el plano concreto de la vida humana, es decir, sobre el plano social, que éste es el momento, después del reciente Concilio Ecuménico, de reanudar, con otro capítulo, las lecciones sobre las cuestiones que agitan, fatigan y dividen a los hombres en busca de pan, de paz, de libertad, de justicia y de fraternidad, y de ofrecer al mundo, en una cordial y humilde palabra nuestra, nuestra esperanza no sólo religiosa, sino también social; no sólo espiritual, sino también terrenal; no sólo para los creyentes en Cristo, sino igualmente para todos, dictada siempre por la luz que procede de la fe” 
 
(Pablo VI, Mensaje pascual, 26-marzo-1967).
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