[Cristo] El cual, siendo inocente,
se entregó a la muerte por los pecadores,
y aceptó la injusticia
de ser contado entre los criminales.
De esta forma, al morir, destruyó nuestra culpa,
y, al resucitar, fuimos justificados.
Un anticipo de todo lo que será vivido en los misterios santos de la Semana Santa y del Triduo pascual es este prefacio. Cristo es inocente y santo, acepta su pasión injusta por salvarnos, destruye la muerte con su muerte nos da nueva vida.
Está entretejido de retazos bíblicos que, a lo largo de la Semana Santa, y muy especialmente, en el Oficio de la Cruz del Viernes Santo, oiremos proclamar. Cristo es el Inocente, el único Justo. Su muerte ni es un accidente ni es un gesto simbólico de solidaridad con los oprimidos, sino una muerte redentora: “se entregó a la muerte por los pecadores”. Ya San Pablo exaltaba cómo Cristo se entrega, admirablemente, por nosotros impíos y pecadores, y eso resulta incomprensible porque, por un hombre de bien, tal vez se atrevería uno a morir. ¡Es la generosidad del Corazón de Cristo con tal de redimirnos!
Esa muerte redentora provoca la vida; con su muerte destruye la muerte y el propio pecado, y a nosotros, pecadores, como un intercambio, nos justifica por su santa resurrección.
Más que meditar, deseemos contemplar y vivir estos misterios que se nos dan en la liturgia, paso a paso, hasta desembocar en la Santísima Noche de Pascua, en la Vigilia pascual.