Un nuevo inicio (Prefacios de Navidad)
El nuevo inicio y la nueva creación comienzan con el signo del poder de Dios. Lo anunciado por Isaías desencadena una nueva acción de Dios: una virgen concebirá y dará a la luz. La maternidad virginal de Santa María señala el cielo nuevo, la tierra nueva: “Cristo, que ha nacido de María Virgen por obra del Espíritu Santo” (1 ene). Ocurre así el “admirable intercambio” que los Padres de la Iglesia explicaban y la liturgia gusta repetir.
Ya el prefacio II de Navidad se admira de este intercambio; vale la pena recordar su contenido:
Porque en el misterio que hoy celebramos,
Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre,
se hace presente entre nosotros de un modo nuevo:
el que era invisible en su naturaleza
se hace visible al adoptar la nuestra;
el eterno, engendrado antes del tiempo,
comparte nuestra vida temporal
para asumir en sí todo lo creado,
para reconstruir lo que estaba caído
y restaurar de este modo el universo,
para llamar de nuevo al reino de los cielos
al hombre sumergido en el pecado.
Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre,
se hace presente entre nosotros de un modo nuevo:
el que era invisible en su naturaleza
se hace visible al adoptar la nuestra;
el eterno, engendrado antes del tiempo,
comparte nuestra vida temporal
para asumir en sí todo lo creado,
para reconstruir lo que estaba caído
y restaurar de este modo el universo,
para llamar de nuevo al reino de los cielos
al hombre sumergido en el pecado.
Y también el precioso prefacio III de Navidad:
Por él [por Cristo],
hoy resplandece ante el mundo
el maravilloso intercambio que nos salva:
pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición
no sólo confiere dignidad eterna
a la naturaleza humana,
sino que por esta unión admirable
nos hace a nosotros eternos.
hoy resplandece ante el mundo
el maravilloso intercambio que nos salva:
pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición
no sólo confiere dignidad eterna
a la naturaleza humana,
sino que por esta unión admirable
nos hace a nosotros eternos.
Con ecos de este prefacio, somos llevados a considerar la grandeza de la Encarnación y Nacimiento del Redentor que nos aporta lo suyo –la eternidad y la divinidad- mientras le damos nosotros lo nuestro –la temporalidad y la humanidad-: “Cristo, Palabra eterna del Padre, engendrado antes de los siglos y nacido por nosotros en el tiempo” (II Dom Nav).
¿Para qué se ha hecho hombre? ¿Cuál es el fin de la Encarnación, de su Nacimiento, de su Aparición gloriosa y al mismo tiempo humilde? “Nuestro Redentor, el Hijo de Dios hecho hombre para renovar al hombre” (3 ene). En Cristo, Dios nos lo ha dado todo: “Cristo que se ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención” (5 ene; cf. 1Co 1,30). Ha nacido por nosotros y por nuestro bien: “El Verbo eterno, Hijo del Padre, cuando se cumplió el tiempo, nació como niño para nuestro bien, y nos fue dado como hijo” (9 ene). Él es la Consolación de Dios y nuestra paz y esperanza: “Celebremos las maravillas del Señor, que nos ha traído la consolación en el nacimiento de su Hijo” (10 ene).
No sólo el hombre caído, sino la misma creación se goza y se ve restaurada y renovada. El orden material de la creación es redimido, sanado y transfigurado en una nueva creación, feliz, transida de Dios, con orden y armonía y belleza: “Celebremos la misericordia de Cristo, que ha venido al mundo para que la creación se viera liberado de la esclavitud de la corrupción y pudiera entrar en la libertad gloriosa de Dios. Seguros, pues, de este amor que Dios nos tiene…” (8 ene).
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