Objeciones a la fe
Certero diagnóstico y análisis el que realiza el papa Pablo VI sobre las objeciones a la fe. Nuestro mundo post-moderno sigue las directrices de los ideólogos y filósofos del relativismo y del nihilismo. Han vaciado la fe de su contenido, la han convertido en un capricho irracional o en una pasión sentimental.
Pero, junto a las objeciones, el peligro está en que muchos católicos, embebidos de esa cultura -¡dictadura del relativismo!- perciben la fe y la viven y la valoran desde la medida de su propia subjetividad, jamás como un encuentro con la Verdad sino como un vago sentimiento de trascendencia, confortable, o como un ideal ético que, eso sí, sólo afecta a lo social y al discurso vago sobre la pobreza y la injusticia, sin modificar la conducta moral de la persona (y su propio corazón).
Es necesario que comprendamos la naturaleza verdadera de la fe como es necesario, asimismo, conocer las objeciones de la cultura moderna a la fe para poder refutarlas con argumentos sólidos y probados. No recurramos nunca a la herramienta relativista para defender la fe, no digamos nunca "allá cada cual con su conciencia", o "eso es lo que yo creo, tú cree lo que quieras", como si no hubiera una Verdad en la que todos han de converger, o como si la conciencia creara la moral para cada uno en vez de interiorizar la moral que es el Bien verdadero. Cuando queremos defender a veces la fe, nos sale un brote relativista que ya estábamos incubando.
Acudamos a la doctrina de Pablo VI.
"A medida que nos acercamos al final de este año, que por la conmemoración centenaria de los dos grandes apóstoles y mártires del testimonio primigenio del mensaje cristiano, Pedro y Pablo, hemos llamado de la fe, pueden surgir en nosotros muchas preguntas: por ejemplo, si hemos tomado en serio la invitación a la reflexión sobre este tema capital, la fe, en la orientación de nuestra vida, en el dilema fatal del sí o no que se plantea a nuestro destino no sólo religioso, sino existencial [recordad las palabras de Cristo, registradas por el evangelista San Marcos: "Quien crea y se bautice, se salvará, y quien no crea, será condenado" (Mc 16,16)]; si nos hemos ilustrado sobre alguna idea a propósito de este problema tan elemental, pero al mismo tiempo tan profundo y complejo; si hemos sido capaces de formular algún propósito sobre nuestra fe, como fruto de la conmemoración del citado centenario, y mejor aún, como consecuencia de la formidable y caótica problemática del momento histórico actual.
La fe, don de la gracia, acto del pensamiento que busca la verdad y gesto decisivo de nuestra voluntad, continúa siendo fuente de problemas vitales, y también la fe, en cuanto complejo objetivo de verdades sublimes que superan nuestra capacidad intelectual, se presenta distinta y lejana del campo de nuestros conocimientos comunes, no se obtiene de una vez para siempre y no se agota en los pocos conocimientos que tenemos de su contenido; exige de nosotros continua presencia de espíritu, incansable profesión interior, dedicación a su conquista gradual (recordad también la exclamación, tan humana y característica, de aquel padre que pedía para su hijo a Cristo un milagro, cuya concesión era condición para su fe: "Señor, sí, creo; pero tú ayuda mi incredulidad" [Mc 9,23]); ¿estamos entrenados para este fatigoso pero eficaz ejercicio?
Hoy nuestra religiosidad depende en gran parte de una conciencia vigilante y activa en la adhesión a la fe; es el pedestal desde el que contemplamos el panorama del mundo bajo la luz de Dios, o también la barrera que detiene nuestro caminar por la región crepuscular de las ideas personales y de las fáciles apostasías doctrinales. Es decir, la fe despierta una serie de problemas y objeciones que no sería honrado ni útil eludir si queremos resultar victoriosos en ella y de ella: "Esta es la victoria -escribe el evangelista- que vence al mundo: nuestra fe" (1Jn 1,4). Cada uno de nosotros por su cuenta, con la ayuda de buenos libros o buenos maestros, con la reflexión paciente y dispuesta a recoger los signos del espíritu y con la oración que pide luz, debería estudiar las dificultades más importantes y persistentes que encuentra en su camino de la fe, con frecuencia difícil, misterioso.
La palabra de Dios en la historia y en el mundo
En este breve y modesto coloquio os presentamos una de las muchas objeciones que la mentalidad contemporánea opone a la fe: ¿para qué sirve la fe? Dado que estamos habituados a juzgar las cosas desde el ángulo de su utilidad y no desde el punto de vista de su realidad intrínseca, fácilmente nos preguntamos, incluso cuando se trata de la fe, qué ventaja nos proporciona; ella, por su parte, desde luego, no admite una valoración económica; sería ultrajarla. ¿Qué otros beneficios produce si constituye, en el orden intelectual, un obstáculo, una anomalía para el desarrollo de nuestro pensamiento, habituado a los métodos positivos, propios de las ciencias físicas y naturales, que se consideran norma fudnametnal de verdad? Para el espíritu científico moderno la fe se presenta sin el rigor propio de las ciencias exactas; su misma naturaleza de conocimiento fundado en el testimonio parece desconcertar y herir la autonomía de la inteligencia, persuadida de descubrir y controlar por sí sola las verdades que posee.
Preferir la verdad a la utilidad
¿En qué contribuye la fe a la acción? El hombre moderno está plenamente inclinado a la acción, a la acción práctica, al trabajo. ¿No es también la fe, desde este punto de vista, un obstáculo, una fuente de dudas y de escrúpulos, una pérdida de energía interior y de tiempo exterior? Se trata de una objeción plenamente empírica e injusta; pero muy fuerte, mucha gente se aleja con facilidad de la concepción y de la práctica religiosa, afirmando que no tiene espíritu, ni tiempo para percartarse de la validez y, por consiguiente, de las exigencias que despierta en el hombre y en sus responsabilidades la palabra de Dios, que resonó en la historia y sigue resonando en el mundo de las conciencias y de los acontecimientos.
Hay otra clase de objeciones que han encontrado expresión viva en la literatura contemporánea; éstas rechazan la fe precisamente por los beneficios que proporciona al espíritu. Acusan a la fe de ofrecer remedios ilusorios, que fomentan la malicia, la debilidad en espíritus ávidos de sueños agradables; los así llamados consuelos de la fe debilitan y encantan los ánimos de quienes los reciben; la misma belleza de la fe, en la que tanto se apoyó la apologética del siglo pasado, es rechazada por demasiado seductora; la fe, según estas críticas, se presenta demasiado hermosa como para ser verdadera; el espíritu despreocupado de un determinado humanismo moderno rechaza la seducción de una fe consoladora, etc. Este tipo de dificultades que atacan la utilidad de la fe tiene un repertorio muy rico, hasta el punto de impedirnos ahora su inventario; sin duda, estaréis al tanto de ellas vosotros que vivís en nuestro tiempo.
Pero confiamos, hijos carísimos, que también, en virtud de vuestra experiencia y de vuestra reflexión, habréis encontrado respuesta a las citadas objeciones y a otras parecidas que hayáis descubierto en vuestro camino intelectual y espiritual. Por lo general, estas objeciones pecan de simplismo. Están faltas de respeto a la verdad y la oponen a la utilidad. Y no queremos hablar ahora de los aspectos realmente útiles que la fe ofrece a la vida integral del hombre, suficientes como para considerarla realmente una fortuna.
Por ejemplo, no es verdad que la fe sea una parálisis del pensamiento y que sus formulaciones dogmáticas detengan la búsqueda de la verdad; es verdad lo contrario. El dogma no es prisión del pensamiento; es conquista, certeza, que mueve a la mente a la contemplación y a la investigación tanto de su contenido, de ordinario profundo hasta lo insondable, como de su desarrollo en el concierto y en la derivación de otras verdades. "Intellectus quaerens fidem", la inteligencia ejerce en la fe su investigación, decía el teólogo medieval San Anselmo, que sigue siendo digno de ser nuestro maestro, y añadía: "Fides quaerens intellectum", la fe necesita el entendimiento. La fe da confianza a la inteligencia, la respeta, le crea exigencias, la defiende, y por el hecho mismo de comprometerla en el estudio de las verdades divinas, la obliga a una honradez absoluta de pensamiento y a un esfuerzo que no la debilita, sino que la robustece, en el orden especulativo natural y en el sobrenatural.
La fe, fuente de acción, de obras y de vida
Tampoco es verdad que la fe sea un freno para la acción; también en este aspecto es verdad lo contrario: la fe exige acción; es un principio dinámico de moralidad (el hombre justo vive de la fe, es una expresión que sintetiza el pensamiento de San Pablo (Hb 10,38); y Santiago precisa: "la fe sin obras está muerta" (2,17); la fe es exigencia de acción, que desemboca en la caridad; es decir, la actividad movida por el amor a Dios y al prójimo.
De la misma suerte es insostenible la indigna repulsa a la fe por entender que es un artificioso soporífero del dolor humano y un mito falaz, que aliena al hombre de las realidades de la vida; es una verdad, desde luego, espléndida y consoladora, porque nos descubre los designios maravillosos de la bondad divina, pero no para adormecer al hombre en sus peligros y en sus fatigas, sino para darle conciencia y energía para sostenerlos con fortaleza varonil. Mirad: quita la desesperación, el escepticismo, la rebelión que invaden al hombre moderno, no sostenido por la fe; más aún, le da el sentido de la vida y de las cosas, la esperanza en la obra buena y honesta, fuerza para sufrir y para amar.
Sí, sirve para algo la fe, ¡y para cuánto! Nuestra salvación".
(Pablo VI, Audiencia general, 5-junio-1968).
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