Fe firme y valiente
Toda verdadera renovación no comienza por un cambio de ´estructuras´, o generando nuevas ´dinámicas´, o fabricando nuevos ´lenguajes´; comienza cuando hay personas que empiezan a vivir en serio su fe, que son ante todo verdaderos creyentes, cimentados en Cristo. Son los creyentes (los santos) los que todo lo renuevan con su identidad, con su presencia, con la irradiación de lo que ellos son.
A la fe objetiva deberá, entonces, corresponder la fe subjetiva, es decir, el Credo, las verdades de la fe profesadas, deben determinar la vida entera y aumentar la confianza en Dios (fe subjetiva), la adhesión personal al Señor. La fe, junto al conjunto de verdades reveladas, implica una adhesión, un asentimiento a ellas, y una confianza absoluta en Dios. Esto es lo que define a los verdaderos creyentes.
En los tiempos que corren, donde el ambiente exterior, social y cultural en nada favorece al catolicismo, sino que lo cubre con un manto de indiferencia o de abierta agresión, es menester que seamos creyentes convencidos, valientes, en quienes la fe impregna todo lo que somos, pensamos, sentimos, hacemos, trabajamos, soñamos.
Claudicar sería una cobardía; dejarse llevar por el ambiente y la moda es mediocridad. La fe firme y valiente es el objetivo, la eterna petición a Cristo, el trabajo interior irrenunciable.
Así lo planteamos en esta catequesis de hoy, para recibirla y ajustarnos a ella.
"Es, pues, necesario tener siempre presente, al recitar el Credo, esta coincidencia de la fe objetiva (las verdades creídas) con la fe subjetiva (el acto virtuoso de asentimiento a aquellas verdades).
Es una cuestión vital
¿Por qué hemos querido Nos fijar la atención de la Iglesia sobre esta bivalente profesión de fe? Lo sabéis también. Por dos razones: la primera, porque la fe, como dice el Concilio de Trento, haciendo suyo con escrupulosa fidelidad el pensamiento de San Pablo (cf. Rm 3,21-28), "fides est humanae salutis initium, fundamentum et radix omnis iustificationis" (Sess. VI, c. 8), la fe es el inicio de la salvación humana, el fundamento y la raíz de toda justificación, esto es, de nuestra regeneración en Cristo, de nuestra redención y de nuestra salvación presente y eterna.
"Sin la fe es imposible agradar a Dios" (Hb 11,6). La fe es nuestro primer deber; la fe es para nosotros cuestión de vida; la fe es el principio insustituible del cristianismo; es la fuente de la caridad; es el centro de la unidad; es la razón de ser fundamental de nuestra religión.
La segunda razón es ésta: porque hoy, contrariamente a lo que debiera suceder con el progreso humano, la fe (queremos decir la adhesión a la fe) se ha hecho más difícil. Filosóficamente, a causa de la creciente oposición a las leyes del pensamiento especulativo, a la racionalidad natural, a la validez de las certezas humanas; la duda, el agnosticismo, el sofisma, la indisciplina del absurdo, el desprecio de la lógica y de la metafísica, etc., sacuden las inteligencias de los hombres modernos. Si el pensamiento ya no es respetado en sus intrínsecas exigencias racionales, también la fe -que, recordémoslo bien, necesita la razón; la supera, pero la necesita- sufre las consecuencias; la fe no es fideísmo, o sea, creencia desprovista de bases racionales; no es solamente búsqueda crepuscular de una experiencia religiosa; es posesión de verdad, es certeza. "Si tu ojo es turbio, dice Jesús, todo tu cuerpo estará en tinieblas" (Mt 6,23).
Dificultades para el acto de fe
Podemos añadir también desgraciadamente: el acto de fe se ha hecho hoy más difícil también desde el punto de vista psicológico. En la actualidad los conocimientos le llegan al hombre principalmente por la vía de los sentidos; se habla de civilización de la imagen; todo conocimiento se traduce en figuras y en signos; la realidad se mide por lo que se ve y se oye; mientras la fe le exige la aplicación de la mente, que se mueve en una esfera de realidades que escapan a la observación sensible. Digamos también que las dificultades proceden también del campo de los estudios filológicos, exegéticos, e históricos, aplicados a la primera fuente de la verdad revelada, que es la Sagrada Escritura: sin el complemento de la tradición y la autorizada ayuda del magisterio eclesiástico, el estudio de la sola Biblia está lleno de dudas y de problemas, que más desconciertan que confortan la fe; y dejado a la iniciativa individual, da lugar a un pluralismo tal de opiniones que hacen tambalear la fe en su certeza subjetiva, y la privan de su autoridad social; de suerte que una tal fe produce obstáculos a la unidad de los creyentes, mientras la fe debe ser la base de la convergencia ideal y espiritual: la fe es una (Ef 4,5).
Falsos remedios
a las modernas crisis de fe
Lo decimos con dolor; pero es así. También porque los remedios que desde muchos lugares se intenta aplicar a las modernas crisis de fe son, frecuentemente, engañosos. No falta quien, para devolver su crédito al contenido de la fe, lo reduce a algunas proposiciones básicas, que piensa son el auténtico significado de las fuentes de cristianismo y de la misma Sagrada Escritura. No es necesario decir cuán arbitrario es y desastroso tal procedimiento, aunque vaya revestido de apariencias científicas. Por otra parte, los hay también que, con criterios de un empirismo desconcertante, se arrogan el derecho de hacer una selección entre las muchas verdades contenidas en nuestro Credo, rechazando las que no agradan y manteniendo algunas que se consideran más agradables. Y los hay, finalmente, que intentan adaptar las doctrinas de la fe a la mentalidad moderna, convirtiendo frecuentemente esta misma mentalidad, sea profana o espiritualista, en el método y la medida del pensamiento religioso: el esfuerzo, digno de suyo de alabanza y de comprensión, realizado por este sistema, de expresar las verdades de la fe con palabras accesibles al lenguaje y a la mentalidad de nuestro tiempo, se ha dejado llevar algunas veces por el deseo de un éxito más fácil, callando, suavizando o alterando ciertos "dogmas difíciles". Tentativa peligrosa, aunque necesaria; y merece una acogida favorable, sólo cuando la presentación más accesible de la doctrina mantiene su sincera integridad: "Sea vuestro lenguaje, dice el Señor, sí, sí, no, no" (Mt 5,37; St 5,12), excluyendo toda ambigüedad artificiosa.
Esta dramática situación de la fe en nuestros días nos hace pensar en las sabias palabras del Concilio: "La Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, por sapientísima disposición de Dios, están de tal manera relacionados y unidos entre sí que no pueden subsistir independientemente" (Dei Verbum, n. 10). Esto vale para la fe objetiva, para saber exactamente lo que debemos creer. Pero, por la fe subjetiva, qué podemos hacer, después de haber escuchado, estudiado, meditado honestamente, asiduamente. ¿Conservaremos la fe?
La fe es un don de Dios
Podemos responder afirmativamente, pero sin perder de vista un aspecto fundamental y, en cierto sentido, tremendo de la cuestión; esto es, que la fe es una gracia. "No todos -dice San Pablo- escuchan el Evangelio" (Rm 10,16).
Entonces, ¿qué será de nosotros? ¿Estaremos nosotros entre los afortunados que tienen el don de la fe? Sí, respondemos; pero es un don que debemos considerar como precioso, y guardarlo, gozarlo y vivirlo. Y para ello es necesario implorarlo con la oración, como aquel hombre del Evangelio: "Sí, creo, oh Señor, pero tú ayuda a mi incredulidad" (Mc 9,24).
Oración de Pablo VI implorando la fe
Recemos, hijos carísimos, por ejemplo, así:
Señor yo creo, yo quiero creer en ti.
Oh Señor, haz que mi fe sea plena, sin reservas y que penetre en mi pensamiento, en mi modo de juzgar las cosas divinas y las cosas humanas,
Oh Señor, haz que mi fe sea libre; que tenga el concurso personal de mi adhesión, que acepte las renuncias y los deberes que ella comporta y que exprese el ápice decisivo de mi personalidad: creo en Ti, oh Señor;
Oh Señor, haz que mi fe sea cierta; cierta por una exterior congruencia de pruebas y por un interior testimonio del Espíritu Santo, cierta por su luz meridiana, por su posesión tranquilizadora, por su serena asimilación.
Oh Señor, haz que mi fe sea fuerte, que no tema las contrariedades y los problemas de los que está llena la experiencia de nuestra vida, ávida de luz, que no tema la oposición de quien la discute, la impugna, la rechaza, la niega; sino que se fortifique con la experiencia íntima de tu verdad, resista infatigablemente a la crítica, se fortalezca con su afirmación continua, que supere las dificultades dialécticas y espirituales, en medio de las que se desenvuelve nuestra existencia temporal;
Oh Señor, haz que mi fe sea gozosa y comunique paz y alegría a mi espíritu, lo prepare para la oración con Dios y la conversación con los hombres, de suerte que halle en el diálogo sagrado y profano la interior alegría de su dichosa profesión;
Oh Señor, haz que mi fe sea activa e imprima a la caridad las razones de su expansión moral, de suerte que sea verdadera amistad contigo y sea tuya en los trabajos, en los sufrimientos, en la espera de la revelación final, una continua búsqueda, un testimonio continuo, un alimento continuo de esperanza;
Oh Señor, haz que mi fe sea humilde y no presuma fundarse en la experiencia de mi pensamiento y en mi sentimiento, sino que se rinda al testimonio del Espíritu Santo y no tenga otra garantía mejor que su docilidad a la Tradición y a la autoridad del Magisterio de la Santa Iglesia. Amén".
(Pablo VI, Audiencia general, 30-octubre-1968).
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