Viernes, 29 de noviembre de 2024

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De egoístas, egocéntricos y amor verdadero

por Corazón Eucarístico de Jesús

          El verdadero amor, la caridad, no conoce el egocentrismo, ha expulsado el egoísmo. Vive de otro modo –más humano, más divino- que es darse, donarse, implicarse, sin cálculos, sin límites, sin cansancios, sin agobios; capaz de ponerse en lugar del otro, sin miedo ni al encuentro ni a la responsabilidad.
 
 
            Así el amor no conoce el egoísmo; el egocéntrico posee un amor inmaduro, adolescente. Le falta un gran trecho por recorrer hasta llegar a amar realmente. 
 
 
           Sea ésta una lección sobre la caridad que eduque para derribar el egoísmo, con palabras de Juan Pablo II:
 
             “El amor se adquiere en la fatiga espiritual.

 
            El amor crece en nosotros y se desarrolla también entre las contradicciones, entre las resistencias que se le oponen desde el interior de cada uno de nosotros, y a la vez “desde fuera”, esto es, entre las múltiples fuerzas que le son extrañas e incluso hostiles.
 

            Por esto san Pablo escribe que “la caridad es paciente”. ¿Acaso no encuentra en nosotros muy frecuentemente la resistencia de nuestra impaciencia, e incluso simplemente de la inadvertencia? Para amar es necesario saber “ser” “al otro”, es necesario saber “tenerle en cuenta”. A veces es necesario “soportarlo”. Si sólo nos vemos a nosotros mismos, y el “otro” “no existe” para nosotros, estamos lejos de la lección del amor que Cristo nos ha dado.
 
            “La caridad es benigna”, leemos a continuación: no sólo sabe “ver” “al otro”, sino que se abre a él, lo busca, va a su encuentro. El amor da con generosidad y precisamente esto quiere decir: “es benigno” (a ejemplo del amor de Dios mismo, que se expresa en la gracia)… Y cuán frecuentemente, sin embargo, nos cerramos en el caparazón de nuestro “yo”, no sabemos, no queremos, no tratamos de abrirnos al “otro”, de darle algo de nuestro propio “yo”, sobrepasando los límites de nuestro egocentrismo o quizá del egoísmo, y esforzándonos para convertirnos en hombres, mujeres, “para los demás”, a ejemplo de Cristo”[1].
 

 


[1] Juan Pablo II, Hom., 3-febrero1980.
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