Sábado, 23 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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A media misa

por Contemplata aliis tradere

 

Algunos amigos, e incluso, compañeros de convento, saben que digo la misa todas las tardes en privado, en mi habitación, y quieren asistir a ella. Me las veo y me las deseo para alejarlos. No encuentran lógica mi postura. Ahora ya me voy atreviendo más pero antes me daba vergüenza decirles la verdad. Y la verdad es que muchos días me tengo que levantar a media misa e irme al servicio porque la operación que me han hecho lleva consigo estas servidumbres. Todos os daréis cuenta del papelón que monta el cura yéndose al servicio a media misa y los demás esperando a dos metros que salga para continuar.

            Nunca pensé en mi vida que me iban a suceder las cosas que me están sucediendo. Me hubiera muerto de aprensión si me hubieran dicho que algún día tendrían que limpiarme de arriba abajo como una mamá a su bebé. A priori esta humillación no la hubiera aguantado o, al menos, me hubiera hecho temblar pero a posteriori me siento muy liberado. Ni los que me lo hacen ni yo vemos demasiada truculencia en la operación, pese a ser en la celda de un convento. Truculencia significa, espanto, horror, barbaridad. Pues no, es todo más sencillo. Lo que nos pasa es que somos muy soberbios y no nos gusta exhibir nuestras partes más débiles y verecundas. Nos gusta que nos vean en nuestra apoteosis, en el mejor momento, muy arreglados.

            Hay gente que me dice que por qué hablo de estas cosas tan íntimas, con su aquél, además, de repelencia y repugnancia. Tengo dos razones. La primera es que, desde Adán y Eva, todos los hombres necesitamos una sanación en algo que es una realidad simplemente humana y parte de nuestra encarnación. Pues sí, yo estoy muy sanado y con gran facilidad. Cuando me limpian en el hospital o donde sea, sea del sexo que sea el limpiador, no siento ningún desosiego, encogimiento o crispación. ¡Qué paz me ha dado la aceptación de mí mismo hasta esos niveles! ¡Qué a gusto me encuentro junto a la cruz de un Jesús despojado de sus vestidos! Está bien el pudor, no digo que no, pero yo necesitaba una sanación a pesar de que no soy nada puritano. La profunda humildad, sin fingimiento, que hay en ciertos despojos, en este terreno y en otros, ¡cuánta falta me hacía! Esto sólo se aprende después de pasarlo, antes sólo actúan la razón estética y la razón social que, por supuesto, no admiten ningún abajamiento o ridículo personal.

            ¿Para qué se necesita una sanación? Para entrar en lo que San Pablo llama virtud perfecta que nos abre paso a la culminación del cristianismo. La virtud perfecta no es un catálogo de hábitos buenos sino la aceptación de uno mismo en su realidad pobre y necesitada. Adán y Eva hablaban con Dios sin complejos, pero después del pecado, nos dice la Biblia, que se escondieron cuando oyeron la voz de Dios porque estaban desnudos. O sea que el pecado culpabiliza, el pecado degrada, el pecado desnaturaliza. Tapar tu desnudez lleva consigo esconder tu verdad. Si desnudos somos iguales ¿por qué nos escondemos los unos de los otros? He conocido a algunos que se esconden de sí mismos, incluso al ir a ducharse. No es, por tanto extraño, que yo necesitara una sanación en este terreno ya que de lo contrario no aceptaría del todo mi encarnación. Yo nunca lo hubiera hecho por mí mismo, mi razón y mi lógica nunca lo hubieran aceptado pero el Señor con esta enfermedad me ha dado la ocasión y me ha sanado. De lo contrario al llegar al cielo me escondería del Señor por estar desnudo.

            La segunda razón de por qué hablo de cosas tan íntimas es porque veo en todo ello la mano de Dios. Mantener la fe en una enfermedad tan larga y tan dura como la mía es un don de Dios. No me refiero a una fe teórica, a la fe que se expresa en el credo que recitamos en la misa a base de conceptos abstractos, sino a la fe concreta, la que actúa en mí y me convence de que Dios está en cada una de mis operaciones, de mis dolores, de mis pobrezas. La fe que hace que me sienta acompañado en situaciones terribles. Es cierto que hay muchos momentos en que se te nubla todo. A veces no sólo te sientes solo sino con ganas de desaparecer. No obstante, cuando pasan esos momentos, percibes que alguien ha estado contigo.

            Por eso hablo de cosas tan íntimas porque ¿de qué vamos a dar gloria a Dios mejor que de aquello que más nos duele? ¿De dónde me va salir una oración más real y más sincera que de la superación de mi mayor humillación? Los salmos siempre nos dicen que el Señor levanta del polvo al humilde y desvalido. En cierta ocasión clamaba al cielo con bastante insistencia y entendí que el Señor me decía: “Tú sigue predicándome a mí sin tantos miedos y complejos sobre el futuro. En cuanto al tema de tu enfermedad trátalo con mi madre”. ¡Mi enfermedad la tenía que tratar con su madre..! Yo nunca había tenido un trato demasiado íntimo con ella. Lo pedía y lo buscaba pero no se me había dado. Como es lógico entregué en el acto toda mi enfermedad a María y ello me ha dado ocasión de hablar muchísimo con ella durante tantos meses y años y lo sigo haciendo. No me ha ahorrado ningún paso ni  sufrimiento pero su protección maternal la he visto tan palpable que yo personalmente la llamo la Virgen del detalle.

            La sanación y la protección de María han sido los regalos más grandes de mi enfermedad. La sanación porque me ha descubierto mi pobreza y dependencia humana y la protección de María por el talante maternal que tiene siempre el sufrimiento cristiano. Tenemos unos hermanos y una madre para todo. Es muy bueno descubrir a los demás cuidándote. Juan Pablo II dijo después de salir del Policlínico Gemelli, cuando fue herido en el vientre, que había descubierto la misericordia en médicos y enfermeras. Yo mismo, desde mi dependencia, he visto en las diversas clínicas por las que he pasado, qué buena ha sido la gente conmigo y qué bien me ha tratado. La cruz del sufrimiento tiene dos caras: una es cruel y te destroza, la otra, sin embargo, te da un crecimiento y una sabiduría que no renuncias por nada del mundo a ella. No quieres el sufrimiento pero te alegra el haberlo pasado. San Pablo dice que vivimos en una gracia (Rm 5, 3) que hace que nos alegremos hasta en la tribulación. Si perseveramos, la tribulación engendra paciencia y si sufrimos con paciencia llegamos a la virtud perfecta. La virtud perfecta nos proporciona la esperanza que no defrauda porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.

            Esta concatenación de sentimientos solo se puede entender vitalmente, es decir, si lo experimentas. Sólo la primera es espontánea; la tribulación viene cuando más descuidado estás. De esto, todos sabemos un poco. Los demás pasos, al menos en mí, son gracia, los he recibido. La cruz en mi vida no ha venido ni de ser sacerdote ni de la soledad ni de la castidad ni de la obediencia, aunque éstas tengan su parte. Yo he aprendido paciencia en la fidelidad de largos años a la predicación y he aprendido misericordia en los cinco años últimos que llevo de enfermedad. Nadie es humilde si no ha sido humillado ni nadie es misericordioso si no ha experimentado la misericordia en él.

Santo Tomás dice que la paciencia modera la tristeza y hace a uno comportarse dignamente en el sufrimiento y en las injurias. Mi temperamento me ha ayudado pero tengo la sensación de que la paciencia en estas tribulaciones me ha sido dada, no es espontánea en mí. Yo no soy un estoico o un masoca. De ahí ha brotado la “virtud perfecta”. ¿Qué significa virtud perfecta en mí? En que acepto que me limpien de arriba abajo y en que asumo mi situación y mi oscuro futuro tal como me pronostican. Yo llevo cincuenta y tres años de sacerdote y me veo con virtud perfecta. ¿Por qué? ¿Porque sea muy virtuoso según los catálogos de virtudes al uso? No, sino porque me siento a gusto de sacerdote, no me cambio por nadie, y no me importaría serlo de nuevo si volviera a nacer.

            Yo quiero, sin embargo, ir más arriba. Aunque tenga virtud perfecta y lo acepte todo, con todo mi ser, no por eso tengo esperanza. Pablo dice que a la virtud perfecta le sigue la esperanza. Sí, es necesaria la virtud pero por sí misma no produce crecimiento más allá de sí misma. La esperanza pertenece a otra dimensión, a la del Espíritu. No es automático el paso de la virtud, aunque sea hija de la gracia, al don, que es donde vive la esperanza. Si tú te tocas un diente con la lengua nunca sabrás qué diente es y qué lugar ocupa en tu boca si no actúa el cerebro. Los bienes de la esperanza como vivir con Jesucristo, resucitar, la alegría del cielo, el deseo de la felicidad eterna, no vienen de la virtud perfecta sino de la actuación del Espíritu, son de otro orden. Todo lo que se hace a nivel religioso sin Espíritu Santo es querer tocar los dientes con la lengua sin que actúe el cerebro. Esos bienes no se dan al nivel de las virtudes, se necesita el nivel del don. Estamos en terreno de gratuidad total y aquí el que actúa es únicamente el Espíritu Santo.

            En mí, la aceptación de mi situación, propia de la virtud perfecta, sí ha producido esperanza pero no se la achaco a mi aceptación, sino al Espíritu. Yo tengo la lengua bien y el diente sano y en su sitio pero si me falla el cerebro no tengo conciencia de ese toque. Igualmente la aceptación de mi enfermedad como virtud, aunque sea perfecta, no tiene capacidad para darme la esperanza. Con ocasión de ella el Espíritu me ha dado la esperanza. Y ésta me ha producido frutos como sentirme mucho más cerca del cielo, moderarme el miedo a la muerte y aumentarme el deseo de la otra vida. Siento una fortaleza y protección que no son mías. De ahí me brota oración para que el Espíritu me haga crecer en los bienes de la esperanza. Yo creo que el Espíritu actúa en nuestras mismas hormonas y somatiza los bienes del cielo a los que aspira la esperanza. Se puede desear el cielo hasta pasionalmente. De esa forma me hace sentir y vivenciar, lo que dice San Pablo, que la esperanza no me va a fallar porque el Espíritu me aumentará la sensación y deseo del cielo. EL Espíritu, en mi caso, es signo, señal, garantía, certeza interior de que mediante sus dones, en este caso de fortaleza, todo se cumplirá como Dios lo desea. Cuando tu felicidad coincide con la voluntad de Dios entras en la omnipotencia de la aceptación trasformada ya en don. Pero cualquier deseo o logro nos tiene que ser dado.

            Pues bien, querido lector, a pesar de todo lo que he comentado, sigo diciendo la misa solo, en mi habitación, porque creo que hay que guardar un respeto a los amigos. No obstante, sí estarás de acuerdo conmigo en que tenemos mucho puritanismo que nos aleja de la sencillez y por lo tanto de Dios. No soportamos nuestra propia pobreza y, que la vean los demás, menos. Me despido diciéndote que si algún día te sucede algo semejante a lo mío y este artículo te ayuda, me sentiré feliz.

 

 

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