Único es mi dolor
Cuando paseo por la calle céntrica de Madrid donde vivo ahora veo multitud de gente que viene y que va. Las aceras son anchas, siete metros y medio cada una, pero a veces te es imposible mantener el ritmo del paseo, porque están abarrotadas y unos se paran y charlan, otros miran los escaparates, las terrazas lo cubren todo, algunos se saludan y otros llevan al perro con una cadena tan larga que te enroscan a ti en ella. La impresión es que no hay crisis, ni problemas, ni enfermedades, sólo vida y alegría.
El día que tú te pones enfermo empieza a cambiarte la visión. Viene una y te dice: “Pues eso que tienes tú lo tiene una prima mía y la madre de Puri. Otra añade: “Ah sí, igualito que tú está el señor Fernández y el portero del 44”. En menos de dos días te enteras de que entre las personas de tu alrededor lo tiene un montón de conocidos. Resulta que tu enfermedad, en la que te creías algo original pensando que sólo la tenías tú y tres o cuatro más en toda España, la tienen multitud de personas. En la calle sigues viendo vida pero comienzas a detectar de que hay mucho sufrimiento escondido.
Hace unos días, hablando con una mujer de algo más de cuarenta años, me decía: “Si se me repite el cáncer por tercera vez y me tienen que volver o operar, creo que no lo resistiré”. Esa frase me la he dicho yo a mí mismo bastantes veces en los últimos tiempos porque estoy en la misma situación, solo que con treinta años más que ella. Tiene el vientre destrozado por las anteriores operaciones. Me impresionó de tal manera lo que dijo esa mujer que le dije a mi acompañante al volver a casa:
-De repetirse el cáncer, prefería que me sucediera a mí antes que a ella.
-Claro, por los hijos
-No, no es porque tenga hijos.
-¿Qué? Me replicó: ¿Por qué es, entonces? ¿Tú no tienes miedo?
-Tanto como ella o más. Lo que pasa es que yo creo que tengo mejor encarrilada la parte espiritual y, aunque todo es gracia, se necesita tiempo para que las cosas maduren. La quiero mucho y su desconcierto, sobre todo espiritual, me apenaría mucho.
Tengo la sensación de que en los cinco años de cáncer, unidos a la quimio, radio y cuatro operaciones, amén de muchos otros etcéteras, se me ha ido encarrilando la parte espiritual. Todo ha sido gracia y puro don pero entiendo que estoy conociendo mucho más a Jesucristo. Ahora bien tan poco a poco, de revelación en revelación, todo tan espaciado, que te da la sensación de que no ha sucedido nada en ti, pero no es verdad. No me entra la tentación de pensar que han sido mis reflexiones o mi poder de sugestión o algún ejercicio semejante al yoga porque ahora sé que a la cumbre del dolor ningún ser humano llega por sí mismo. Llegará a otro sitio, pero no a esa cumbre de la que hablo, porque a esa altura se llega sólo por la gracia.
Digo, también, que tengo encarrilada mi parte espiritual porque ahora sé que es gracia. Y no cualquier gracia sino una gracia de identificación con la humanidad de Jesucristo. Una tercera reproducción del cáncer con toda la parafernalia de quimios, operaciones y demás, me parecería horrible pero veo clara la figura de Jesús dentro de mí y sé que además de la fe, la vivencia y visión interior de las que hablo, serían un gran consuelo. No es precisamente un Jesús sufriente el que veo, sino vencedor, limpio, resucitado, aunque retenga su poder para que yo pase lo mío. Tú me dirás: ¿Lo ves continuamente? Qué voy a ver; lo siento una vez cada no sé cuánto, pero me basta para saber que lo tengo, que está en el interior de mi dolor, en mi camino hacia él, que murió y ya resucitó.
En el hombre hay dos niveles. En lenguaje paulino: el de la carne y el del espíritu. Dios actúa en nuestro espíritu. Él es el que lo activa. Dichoso el que sabe que tiene espíritu porque uno puede pasar la vida entera viviendo solo de la carne, es decir, del cuerpo y de la psique. Pese a la seguridad interior que me da la experiencia de fe que vivo en mi espíritu mi camino no es de triunfo. La carne es real y tiene sus exigencias; no le gusta sufrir. Cuando miro las cosas desde mi carne, yo siempre estoy a punto de desfallecer; como esa mujer, también creo que no resistiré. Tengo el doble sentimiento: Por una parte me parece que desde la impotencia y del renegar de mi carne no puede recogerse nada aprovechable y, por otra, confío en la seguridad de fe que siento, que no es mía sino recibida. Estoy seguro que él está ahí y me sostiene, pero mi carne se expresa con un lenguaje distinto del de mi espíritu. Y, ahora, como me toca vivir más en la carne que en el espíritu, vivo a veces en la tristeza de Cristo y en su abandono y me digo: “¿Por qué, por qué así?”
Nadie, crea, sin embargo que lo dominante en mí es el miedo y la tristeza. El Señor se las arregla para llevarte al fondo de la cruz sin perder la alegría de la esperanza y el encanto de muchas cosas. No pierdes generalmente ni el buen humor, aunque a veces no sabes si ríes o lloras. El vivir en la fe y en el espíritu tiene grandes compensaciones y consolida lo que parece que se está resquebrajando. Me dice un sacerdote amigo, Eugeni, desde Barcelona: “Caminar con Jesús no es triunfar todos los días, ir de éxito en éxito, sino una prueba de fe permanente. La vida litúrgica y el culto cristiano, son festivos, de celebración, de acción de gracias. Pero en este culto se participa plenamente, cuando la propia vida es pascual”. La Pascua va del Viernes Santo al Domingo de Pascua.
Si he de decir la verdad, a mí me gustan los Cristos resucitados, salidos de la cruz, eso sí, pero ya resucitados. Eso es lo que deseo que contemple la gente. En dos Iglesias, donde pude decidir, coloqué sobre el altar mayor un Cristo resucitado. Una de ellas era de Móstoles. Al obispo Ms. Golfín, no le gustaba y al párroco tampoco mucho. El obispo me lo hizo saber y al párroco le retenía el hecho de que había sido un regalo caro. Ahí sigue todavía el Resucitado presidiendo y animando a la gente. No duraron demasiado los problemas porque ambos, que eran unos santos, murieron enseguida. El párroco con 61 años. Al pueblo, en general, le gustaba el Cristo. Incluso en las pruebas más hondas, el que tenga la gracia de vivirlas desde la perspectiva de la resurrección tiene su espiritualidad bien encarrilada. Ha crecido mucho en su espíritu.
En cierta ocasión, antes del papa Francisco, terminé discutiendo con una joven misionera dominica española del Japón que me acompañaba en el Vaticano en una de las grandes ceremonias. No paraba de cuchichearme y decirme que no le gustaba el boato y la magnificencia y el dorado de la cúpula. No le gustaba ni la música del coro de niños de la Capilla Sixtina. Se identificaba con la Iglesia de los pobres y poco menos que quería que se vendiera todo aquello para dárselo a los pobres. Yo le respondí al salir: “El centro del cristianismo no son los pobres sino el Señor Jesucristo resucitado. Sin resurrección somos los más miserables de todos los hombres. Deja que la Iglesia del resucitado celebre al menos simbólicamente la gloria de su Señor. Para pobreza ya tienes bastante con la iglesia de tu pueblo en León y con tu párroco de casi noventa años”.
El que no tenga el profundo gozo de la resurrección en su espíritu no hará ningún bien a nadie ni siquiera a los pobres aunque vaya a vivir con ellos. Yo con mi cáncer tengo suficiente pobreza en mi vida y lo único que quiero es aprovecharla como una oportunidad. Nadie puede ponerse en el dolor ni en la gracia de otro, pero si tu cruz la vives como una oportunidad seguro que crearás esperanza en muchos que carezcan de ella sobre todo los que estén como tú. Yo no tengo el encargo de salvar al mundo de sus pobrezas pero, si mi vida la vivo como una oportunidad de unirme a Cristo, más de uno resucitará cerca de mí.
Para eso no se necesita exhibir ningún triunfalismo. Hay gente iluminada que dice que uno que cree verdaderamente en Cristo no puede estar nunca triste. Es mentira, se puede vivir de la resurrección y, a la vez, experimentar pena honda. La carne tiene su estatus que no hay que robárselo. Hay una pena honda y ungida que no elimina la fe sino que la consolida. Me muero de tristeza, dijo una vez Jesús (Mc 26,38). Lucas 22, 43 nos cuenta que en su enfrentamiento con la muerte Jesús comenzó a entristecerse y angustiarse. Uno que en su largo cáncer se enfrenta durante años con la muerte ¿no va a angustiarse y entristecerse? Hay una tristeza ungida, sometida a la voluntad de Dios, que es la culminación anímica de la cruz. A María la Iglesia le aplica, hoy es viernes de dolores, un versículo de Lm 1, 12-15: Vosotros todos los que pasáis por el camino, ¿no os importa mi caso? Observad y ved si no es único mi dolor, ningún dolor es como mi dolor. La Virgen sufrió el dolor de su encarnación, de su carne, como el que más. Su espíritu, en cambio, disfrutaba de su elección y del poder de la fe.
He pensado en estas cosas a raíz de la frase de mi amiga de cuarenta años, muerta de miedo ante una posible tercera reproducción de su cáncer. Nadie se puede poner en el dolor de otro y yo tampoco me pongo. No obstante hay un ejercicio espiritual al que el Espíritu Santo nos llama que ayuda muchísimo a encarrilar con toda la seriedad de la fe las cosas que nos pasan y que no tienen salida desde la razón y el esfuerzo humano. La razón pertenece al nivel de la carne. Yo, en mi sufrimiento, me lo estoy pasando fatal, pero tengo también una alegría dentro que no la cambio por nada. Sufro pero experimento al nivel de la fe el don de fortaleza contra el que no puede la angustia del sufrir humano.
Chus Villarroel, O P