Lunes, 25 de noviembre de 2024

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Del hijo de dos lesbianas bautizado por el Arzobispo de Córdoba

por En cuerpo y alma

 
            Mucho me ha llamado la atención el revuelo que ha causado el bautismo de un niño, hijo de unas lesbianas, por el Arzobispo de Córdoba en Argentina, Mons. Ñáñez, y el debate que el hecho ha puesto sobre la mesa. Tantas que el buen obispo ha tenido que dar explicaciones y hasta, según él mismo declara, poner el caso en manos del “Cardenal Cañizares, Prefecto de la Congregación para la Disciplina de los Sacramentos”, que me imagino ofrecerá con prontitud la oportuna respuesta sobre su actuación. No podía ni imaginar que anduviéramos tan en pañales en semejante situación.
 
            Una lectura siquiera superficial del Catecismo –y la que voy a hacer no lo es, según creo- no permite albergar ni la menor duda sobre la correcta actuación llevada a cabo por el Arzobispo al bautizar al niño que le traían a la iglesia unas lesbianas.
 
            Partiendo de que, como el propio Catecismo señala en su número 1868 “el pecado es un acto personal” (cosa que por perogrullo que parezca no está correctamente resuelta en otras religiones que nos son muy cercanas), -razón por la que no cabe trasladar al niño los pecados que cometen sus padres, cualquiera que sea éste y sin entrar en el caso concreto que nos ocupa-, el bautismo, que “es el más bello y magnífico de los dones de Dios […] es “don porque es conferido a los que no aportan nada [y es] gracia porque es dado incluso a los culpables” (núm. 1216).
 
            El bautismo no está restringido a nadie:
 
            “Es capaz de recibir el bautismo todo ser humano” (núm. 1246).
 
            Cosa que es así porque “en su Pascua, Cristo abrió a todos los hombres las fuentes del bautismo” (núm. 1225).
 
            Pero menos aún a un niño:
 
            “‘Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis’ (Mc. 10, 14). La Iglesia latina que reserva el acceso a la sagrada comunión a los que han alcanzado el uso de razón, expresa cómo el bautismo introduce a la eucaristía acercando al altar al niño recién bautizado para la oración del Padrenuestro” (núm. 1244).
 
            Es verdad que “por su naturaleza misma, el bautismo de niños exige un catecumenado postbautismal” (núm. 1231), pero en ningún lugar se dice que ese catecumenado constituya una condición suspensiva de la administración del bautismo, ni siquiera que su no implantación derogue sus efectos, de parecida manera a como uno que compra un coche (perdónenme el ejemplo), está obligado a pasar la ITV, pero el coche no deja de funcionar porque no la pase.
 
            Lo que sí dice el Catecismo, por el contrario, es que “desde que el bautismo de los niños vino a ser la forma habitual de celebración de este sacramento, ésta se ha convertido en un acto único que integra de manera muy abreviada las etapas previas a la iniciación cristiana” (núm. 1231), refiriéndose a todo el catecumenado previo que recibían los primeros cristianos que no podían recibir el bautismo hasta la edad adulta, y aún hoy, los que se convierten al cristianismo en avanzada edad.
 
            Y es que como el propio Catecismo reconoce, “la fe que se requiere para el bautismo no es una fe perfecta y madura, sino un comienzo que está llamado a desarrollarse” (núm. 1253).
 
            La administración del bautismo no sólo es “admisible” en el caso de cualquier niño independientemente de su filiación u origen. Es que en la doctrina del Catecismo, es incluso “exigible” en la medida de lo posible:
 
            “La Iglesia no conoce otro medio que el bautismo para asegurar la entrada en la bienaventuranza eterna; por eso no está obligada a no descuidar la misión que ha recibido del Señor de hacer “renacer del agua y del Espíritu” a todos los que puedan ser bautizados” (núm. 1257).
 
            No se queda aquí el Catecismo, sino que incluso realiza la correspondiente atribución de responsabilidades en caso de negligencia:
 
            “La Iglesia y los padres privarían al niño de la gracia inestimable de ser hijo de Dios si no le administraran el bautismo poco después del nacimiento” (núm. 1250).
 
            Redacción que iguala en responsabilidad en lo relativo al bautismo del niño a los padres del niño (las lesbianas en este caso), y a la Iglesia (el arzobispo en este caso, cuando no la entera comunidad cristiana).
 
            Es verdad que “para que la gracia bautismal pueda desarrollarse es importante la ayuda de los padres [y] ese es también el papel del padrino o de la madrina, que deben ser creyentes sólidos, capaces y prestos a ayudar al nuevo bautizado, niño o adulto, en su camino de la vida cristiana” (núm. 1255). Pero no es menos cierto que según el mismo Catecismo, y sin salir del mismo artículo, “toda la comunidad eclesial participa de la responsabilidad de desarrollar y guardar la gracia recibida en el bautismo” (núm. 1255).
 
            Y por si todo esto fuera poco, con absoluta claridad lo expresa el Catecismo cuando, con una finalidad muy otra cual es la de dar una respuesta a la vieja cuestión de la necesidad del bautismo para la salvación, asevera con rotundidad:
 
            “En efecto la gran misericordia de Dios que quiere que todos los hombres se salven (1Tm 2, 4) y la ternura de Jesús con los niños que le hizo decir “Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis” (Mc. 10, 14), nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin bautismo. Por esto es más apremiante aún la llamada de la Iglesia a no impedir que los niños pequeños vengan a Cristo por el don del santo bautismo” (núm. 1261).
 
 
            ©L.A.
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