Miércoles, 25 de diciembre de 2024

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Urgencias 2

por Contemplata aliis tradere

 Otro segundo momento espiritual lo tuve cuando entendí que esta pobreza es aquella de la que habla el Papa Francisco en sus homilías.  En esa pobreza estaba incluido yo como el más pobre y necesitado de todos con mi bolsa y mi incapacidad para moverme. Nadie me conoció en los cuatro días, nadie me saludó, nadie me individualizó, nadie me visitó a no ser las tres personas del convento o cercanas a él que me atendían en los escasos minutos que se les concedía al día. Era una soledad sufrida y disfrutada, parte de mi bien espiritual, como todo lo que me estaba pasando. Fueron muy pocas las palabras que pronuncié en los cuatro días a pesar de la amabilidad de la gente que me servía.

            El Papa habla de encontrarse con los pobres en la calle, en las periferias y en las fronteras de la vida. Nunca estuve más en la calle que esos cuatro días, expuesto a todo y a las miradas y a la indiferencia de todos. Todos estábamos a la intemperie sin tener un hueco de privacidad o intimidad. Era como estar al aire libre sin casa ni hogar. Con ello me di cuenta de cómo viven los pobres de la calle, los excluidos que habitan las periferias y los que viven en las fronteras del hambre y la miseria. No veía a aquella gente desde mi riqueza, no había ido a hacerles una visita o a servirles en algo, estaba allí como un pobre y necesitado más. Quería descubrir algo de Cristo o, al menos, de sentido humano con mi razón pero nada me cuadraba en medio de una situación tan cruel e irracional.

            Urgencias es un lugar para perder la fe porque allí ninguna racionalidad encuentra consistencia. El que quiera se escandaliza fácilmente de Dios y de su creación cuyo fracaso teníamos a la vista en la degradación del ser humano. En apariencia es un lugar fuera de la historia, ajeno a todo cristianismo, a toda bondad y a toda salvación. Veía aquel espectáculo y el juicio tendía a escaparse con facilidad de la punta de los labios. Sin embargo yo me salvé allí, se me dio un Espíritu de salvación. Desde mí vi a Jesucristo salvando y amando a los pobres. Era el Cristo del Calvario, el de la impotencia y el sufrimiento pero abocado al tercer día a la resurrección.

La salvación no es una cosa de bondad o de belleza, de moral o de comportamiento; no es un premio o una coronación, sino los pobres estarían excluidos; la santidad y la salvación están en Jesucristo. Él es el que nos salva, no nuestro esplendor o nuestras obras o méritos. ¿Aquel  amasijo vulnerable de cuerpos torturados y degenerados, entre los que me encontraba yo, podría algún día resucitar? La historia y la creación no han fracasado, aunque a veces lo parece, gracias a Jesucristo. Su resurrección nos libera de la frivolidad y la vulnerabilidad del existir. A mí esta gran verdad se me iluminó en esta situación de horror, a otros a lo mejor también. A los demás el día que la gracia les aclare entrarán en el misterio de amor con que son amados. Todo es cuestión de luz y de Espíritu Santo que les llegará algún día a todos los pobres de la tierra. El que no rechaza a Jesucristo, aunque no sepa de momento más, está salvado. He aquí el gran anuncio.

            En Urgencias también hay favoritismo y corrupción. Todos éramos muy bien atendidos pero no todos gozábamos de la misma consideración. A mi lado había un señor en buena edad que le había dado una angina de pecho y , por ejemplo, en el régimen de visitas era un privilegiado. Además pronto le dieron cama en planta. Tal vez era un empleado o dirigente de la Seguridad social. Lo mismo sucedía con otros. Estas riquezas injustas me molestaban un poco. Pero, hete aquí, que la chica que más me atiende, apareció el penúltimo día fuera de las horas de visita vestida de enfermera. Ella es enfermera titulada pero no en La Paz. Se agenció un uniforme celeste tal como lo llevan las enfermeras de la Paz, con su letrero y todo, y desde entonces andaba por Urgencias como Pedro por su casa. Nadie se metió con ella porque nadie paraba mientes en una enfermera más o menos. Al principio me hizo reír pero no me pasó por alto la injusticia y el privilegio que significaba esta treta para mí. De repente, se me iluminó un texto del evangelio: El Señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente (Lc 16, 8). Es como si me dijeran: “ No critiques ni te molestes porque otros sean mejor considerados, porque pierdes la pobreza y te pones al nivel de la injusticia. Acepta, incluso, sin juzgar, el privilegio de ser visitado de esa manera astuta por la chica amiga tuya. Es más, remacha Jesucristo: Ganaos amigos con el dinero injusto para que os reciban a su tiempo en sus casas. También dice que los hijos de las tinieblas son más listos que los de la luz, pero en el caso de mi amiga no se cumplió el evangelio.

            Es cierto que según los criterios humanos en este comportamiento había injusticia pero Jesucristo hacía y decía estas cosas delante de los fariseos que se reían de él. Jesús no quería subvertir el orden establecido pero le dolía en el alma que aquellas gentes no reconocieran que la única justicia justa, la única que nos hace justos, la única que nos salva era él mismo. El pecado farisaico para Jesús era el de ocultar a los pequeños la verdadera justicia de Dios culpándoles con preceptos puramente humanos. El Reino de los cielos y su justicia se juega en otro plano distinto del de los arreglos humanos y el Señor nos invita a descubrirlo y penetrar en él. No queráis salvaros en las justicias, en las bondades y en las obras de este mundo porque ninguna de ellas produce la justicia del Reino. Poned vuestra confianza en las verdaderas riquezas y no en vuestros perfeccionismos y eficacias. No me iba a perder yo la salvación que había encontrado en la oración por la treta de mi amiga para visitarme “injustamente” algunos ratos. Jesucristo se encarga de probar esto de los dos planos en el evangelio cuando dice: El que pueda entender que entienda. Esta justicia del Reino es gratuidad y revelación y sólo siendo pobres lo podemos captar y entender.

            En el manuscrito B de las obras de Santa Teresita del Niño Jesús hay una carta de una hermana suya[1] que alaba en Teresita las grandes manifestaciones de santidad que, al parecer, irradiaba, entre otras sus grandes deseos de martirio. La autora de la carta se alegraba de tener una hermana tan santa pero a la vez le entraba complejo a su lado. Teresita le reprocha su superficialidad: Mis deseos espirituales no me producen ninguna confianza. Son riquezas espirituales que se me pueden volver injustas. Injusto es lo que no produce la justicia del Reino, lo que no salva. Entonces le revela el secreto más profundo de su santidad que su hermana no entendió: Lo que agrada a Dios en mi pequeña alma es que ame mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia. Sólo en su misericordia. Esta pobreza era la gran riqueza de Teresita. 

            La hermana de Teresita creía que uno es justo delante de Dios por sus obras buenas, mientras que ella pensaba que hasta las virtudes y obras buenas se pueden convertir en injustas si no brotan desde la más profunda pobreza del alma. Qué bello el pesebre y el portal de Belén. A mí me molestaba que otros fueran más considerados que yo porque estaba en el mismo nivel de justicias e injusticias humanas. Yo quería ver en Urgencias una salvación palpable de Jesucristo para quedar yo bien.  No se me dio ver nada pero, sin embargo, se me regaló la fe. El Señor me colocó en el otro plano por pura gracia y entonces empecé a amar lo pobre y el caos presente. A Teresita lo único que le importaba era su pequeñez e incapacidad total porque allí Jesucristo lo podía hacer todo. La misma incapacidad y pequeñez que había en Urgencias. El absurdo es conciliable con la gloria de Dios; más aún, en él, en la cruz, donde parece que no hay, es donde sucede la salvación. La vida en Urgencias no es un acto litúrgico ni hay una comunión física con Cristo pero el Espíritu Santo en la fe nos hace ver allí el cuerpo destrozado de Cristo, el mismo que parte y reparte el sacerdote en la eucaristía, el cuerpo cuyo referente ya ha resucitado y es el primogénito de entre los muertos.        




[1]
Carta a Sor María del Sagrado Corazón del 17 de setiembre de 1896

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