Viernes, 29 de noviembre de 2024

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Simplemente, el domingo cristiano

por Corazón Eucarístico de Jesús

El primer día de la semana, cuando todo empieza, fue el día de la resurrección del Señor, señalando así que todo empieza de nuevo y todo es renovado con su Resurrección.
 
 
El octavo día, después de la semana, es el domingo, el día que nos abre a la eternidad de Dios, más allá de los límites del tiempo. Cristo resucitado ha abierto el tiempo cronológico (medido por el reloj y el calendario) al tiempo salvífico y eterno (Alfa y Omega, Señor del tiempo y de la historia, para siempre).
 
El domingo es el día del Señor, es decir, le pertenece a Él, y nosotros, que le pertenecemos, consagramos y santificamos el domingo viviendo la santísima Resurrección del Señor participando de la Santa Misa, como luz y centro de todo, fuente y culmen.
 
Así fue desde el mismo día de la Resurrección del Señor. Él se aparece -narra Jn 20- en el domingo a los Apóstoles, y de nuevo a los ocho días, otro domingo, para que Tomás, ya allí presente, ya allí con la Iglesia y no por libre, pueda gozar de la experiencia del Señor.
 
El domingo es el día del Señor y nuestro día más querido: cada domingo es el día del Resucitado, cada domingo es nuestra fiesta, "la fiesta primordial de los cristianos". Es lo que resaltaba luminosamente la Constitución Sacrosanctum Concilium, del Vaticano II:
 

"La Iglesia, por una tradición apostólica, que trae su origen del mismo día de la Resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón "día del Señor" o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la Pasión, la Resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que los «hizo renacer a la viva esperanza por la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1 Pe, 1,3). Por esto el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo. No se le antepongan otras solemnidades, a no ser que sean de veras de suma importancia, puesto que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico" (SC 106).

La celebración del domingo ni es arbitraria ni una carga, ni es indiferente celebrar la Misa del domingo o ir cualquier otro día. El Cuerpo de Cristo es visibilizado en la asamblea dominical, en la convocatoria todo el pueblo cristiano. Cada uno, como granos de trigos dispersos a lo largo de la semana en nuestros quehaceres, trabajos, obligaciones, acude el domingo para formar un solo Pan, una sola Hostia, en unidad de tantos granos, y así ser Cuerpo de Cristo ofreciendo y comulgando el Cuerpo sacramental de Cristo.
 
Necesitamos reevangelizarnos sobre el domingo y necesitamos evangelizar mostrando la belleza y el sentido del domingo, para salvarlo de la secularización.

¡Resucitó el Señor!
 
"La resurrección de Jesús es el dato originario en el que se fundamenta la fe cristiana (cf. 1 Co 15,14): una gozosa realidad, percibida plenamente a la luz de la fe, pero históricamente atestiguada por quienes tuvieron el privilegio de ver al Señor resucitado; acontecimiento que no sólo emerge de manera absolutamente singular en la historia de los hombres, sino que está en el centro del misterio del tiempo. En efecto, —como recuerda, en la sugestiva liturgia de la noche de Pascua, el rito de preparación del cirio pascual—, de Cristo « es el tiempo y la eternidad ». Por esto, conmemorando no sólo una vez al año, sino cada domingo, el día de la resurrección de Cristo, la Iglesia indica a cada generación lo que constituye el eje central de la historia, con el cual se relacionan el misterio del principio y el del destino final del mundo.
 
Hay pues motivos para decir, como sugiere la homilía de un autor del siglo IV, que el « día del Señor » es el « señor de los días ».(2) Quienes han recibido la gracia de creer en el Señor resucitado pueden descubrir el significado de este día semanal con la emoción vibrante que hacía decir a san Jerónimo: « El domingo es el día de la resurrección; es el día de los cristianos; es nuestro día ».(3) Ésta es efectivamente para los cristianos la « fiesta primordial »,(4) instituida no sólo para medir la sucesión del tiempo, sino para poner de relieve su sentido más profundo" (Juan Pablo II, Carta ap. Dies Domini, 2).
 
A los ocho días, cada ocho días, Cristo el Resucitado nos convoca para el sacrificio pascual de la Eucaristía. Ya no le veremos con los ojos de la carne, apareciéndose, dejándose ver, pero sí estará igualmente presente en el Cenáculo eclesial, en medio de sus hermanos, hablando por las lecturas de la Palabra, haciéndose presente en el altar con su Cuerpo y Sangre, dejándose tocar al comer y beber el Pan y el Vino eucarísticos, su Presencia real.
 
"Cada año, celebrando la Pascua, revivimos la experiencia de los primeros discípulos de Jesús, la experiencia del encuentro con Él resucitado: el evangelio de Juan dice que lo vieron aparecer en medio de ellos, en el cenáculo, la tarde del mismo día de la Resurrección, «el primero de la semana», y luego «ocho días después» (cf. Jn. 20,19.26). Ese día, llamado después «domingo», «Día del Señor» es el día de la asamblea, de la comunidad cristiana que se reúne para su propio culto, que es la Eucaristía, culto nuevo y distinto desde el principio, de aquel judío del sábado. De hecho, la celebración del Día del Señor es una evidencia muy fuerte de la Resurrección de Cristo, porque sólo un evento extraordinario e inquietante podría inducir a los primeros cristianos a iniciar un culto diferente al sábado judío.
 
Entonces, como ahora, el culto cristiano no es sólo una conmemoración de los acontecimientos pasados, ni una experiencia mística en particular, interior, sino fundamentalmente un encuentro con el Señor resucitado, que vive en la dimensión de Dios, más allá del tiempo y del espacio, y sin embargo, está realmente presente en medio de la comunidad, nos habla en las sagradas escrituras, y parte para nosotros el pan de vida eterna. A través de estos signos vivimos lo que los discípulos experimentaron, que es el hecho de ver a Jesús y, al mismo tiempo no reconocerlo; de tocar su cuerpo, un cuerpo real, que sin embargo está libre de ataduras terrenales.
 
Es muy importante lo que refiere el evangelio, de que Jesús, en las dos apariciones a los apóstoles reunidos en el cenáculo, repitió varias veces el saludo: «La paz con vosotros» (Jn. 20,19.21.26). El saludo tradicional, con la que se desea el shalom, la paz, se convierte aquí en algo nuevo: se convierte en el don de aquella paz que sólo Jesús puede dar, porque es el fruto de su victoria radical sobre el mal. La «paz» que Jesús ofrece a sus amigos es el fruto del amor de Dios que lo llevó a morir en la cruz, para derramar toda su sangre, como cordero manso y humilde, «lleno de gracia y verdad» (Jn. 1,14)... Ahora Cristo ha resucitado, y de Él vivo, brotarán los sacramentos pascuales del Bautismo y de la Eucaristía: los que se les acercan con fe a ellos, reciben el don de la vida eterna" (Benedicto XVI, Regina Coeli, 15-abril-2012).
 
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