Viernes, 29 de noviembre de 2024

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De la vida interior al apostolado

por Corazón Eucarístico de Jesús

La fe requiere el alimento y el cultivo constante de la vida interior, entendida ésta como la relación orante con Jesucristo, tanto con la liturgia como con la meditación personal. Sin esta vida interior, la fe se debilita o se puede convertir en un intelectualismo más, una mera conjunción de ideas que degeneran en moralismo o ética social.
 
 
La vida de fe es vida interior, asimilación personal, diálogo con Jesucristo, santificación. Es comunión con la fuente de la Gracia, porque sin Él no podemos hacer nada (Jn 15,5). ¡Si conociéramos el don de Dios...!, entonces la fe buscaría el agua pura que vivifica, riega, fecunda. 
 
Pero la vida interior, con semejante agua regada, se desborda fecundando otros campos que están áridos o secos; la vida interior se desborda en la forma peculiar y concreta del apostolado. Para que éste sea tal, y no mero proselitismo, nacerá siempre de la vida interior y volverá una y mil veces a fortalecerse en la vida interior. Y es el la vida interior es el alma del apóstol.
 
La renovación de la fe provoca entonces dos frutos claros: mayor intensidad en la vida interior, mayor dinamismo en la vida apostólica.
 
"¿Qué os tenemos que decir esta vez? Unas sencillas palabras, que creemos que ilustran toda la vida cristiana, considerada en sus circunstancias actuales.
 
Una de estas circunstancias, la más simple e inmediata, viene dada por el hecho de que vosotros sois peregrinos, viajeros, turistas. Sois de fuera; estáis fuera de vuestro ambiente ordinario, fuera de vuestras ocupaciones normales, fuera de vosotros mismos. Es una de las prerrogativas de las vacaciones permitir una evasión, una distracción, dejar descansar las actividades del espíritu y ofrecerle impresiones fáciles y nuevas del exterior, sin cansancio, más aún, con deleite, manteniéndolo despierto no a nuestras expensas, sino como en un espectáculo divertido, a expensas de la escena exterior.
 
Sin embargo, sucede que, en ciertos momentos si no se quiere experimentar el vacío producido interiormente por esta actitud pasiva se echa de menos la reflexión, la introspección, el valorar el sentido y el valor de lo que se ve y experimenta. La verdadera realidad de la vida es la propia, la personal, la interior, la comprendida, asimilada, confrontada con la norma de los principios que constituyen la verdad. Si no, ¿qué vale todo?, sobreviene la saciedad, el cansancio, la sabiduría; y una amarga experiencia nos trae la sentencia pesimista de la Biblia: vanidad, todo es vanidad (Ecl 1,2).
 
Y este proceso espiritual común hace pensar en otra circunstancia que caracteriza toda nuestra vida moderna y determina la orientación del pensamiento y de la acción; es decir, la proyección del hombre fuera de sí. La observación metódica y el estudio científico del mundo, en que nos encontramos, han dado resultados enormes y desconcertantes; estamos ya habituados a juzgar la vida moderna por sus descubrimientos y por el empleo instrumental de sus conocimientos, y por ello, por las grandes transformaciones que la industria y la riqueza llevan consigo. Está bien. Pero esta inmensa y progresiva conquista del mundo no satisface plenamente el corazón humano, si en lugar de calmarse sus deseos, se multiplican y se enardecen, para hacerlo pasar de la fase creativa de la prosperidad a su goce, con todas las exaltaciones, las ilusiones y desilusiones finales propias del hombre que busca en la cultura y en el placer al encontrarse a sí mismo. Las palabras de Cristo tienen un eco eterno: "¿De qué sirve al hombre conquistar todo el mundo si luego pierde su alma?" (Mt 16,26).
 
El centro y el origen de la caridad
 
 
Y cambiando de camino, para seguir el que hoy recorre con mayor convicción y más dinámico ardor el cristiano, el apóstol que desea ponerse al servicio del mensaje de la salvación, y observa la sociedad que nos rodea, vemos algo análogo; un movimiento espiritual y práctico, es decir, plenamente exterior al voluntarioso seguidor del Evangelio: la acción prevalece sobre la contemplación, el interés exterior sobre el interior, la "misión" sobre el "culto". Ciertamente que la caridad sostiene y estimula esta orientación pastoral, misionera, apostólica; pero si la caridad se consuma en obras exteriores y se apaga en sus fuentes interiores, ¿cómo no pensar en el consejo del Apóstol?: "si gastase todas mis energías y entregase mi cuerpo al tormento, pero no tuviese caridad, no me vale nada" (1Co 13,3).
 
Es decir, no se puede perder de vista el hogar originario y alimentador de la caridad, el punto de inserción del amor divino en el nuestro, que quiere ser testimonio del divino, o mejor, vehículo; no debemos olvidar dónde y cómo el Espíritu Santo, del cual tanto se habla como si su inefable y delicado contacto con nuestra vida autónoma y agitada estuviese siempre a nuestra disposición, concede y realiza en nosotros la presencia invisible, pero verdadera y operante de Cristo.
 
 
Quería deciros esto, hijos carísimos; es preciso que demos a la vida interior la importancia que le corresponde, tanto en el equilibrio del desarrollo pedagógico de las facultades humanas, como en la consecución de la salvación cristiana nuestra y ajena. El hombre moderno, emplearemos el símil de un filósofo de nuestro tiempo, ha salido de casa y ha perdido las llaves para regresar; está "fuera de sí". Que no se diga esto del cristiano. Recordemos las repetidas palabras de la doctrina apostólica, que nos exige que consideremos al hombre... de dentro, "homo... qui intus est" (2Co 4,16), al hombre interior "interiorem hominem" (Rm 7,22), al hombre oculto en el corazón "absconditus est cordis homo" (1P 3,4), sabiendo que tenemos que ser fuertemente confirmados por el Espíritu de Cristo en el hombre interior, porque "Cristo habita mediante la fe en nuestros corazones" (Ef 3,17).
 
Importancia de la vida interior
 
Esta valoración de la vida interior es de suma importancia, pues es imposible que el plan divino de nuestra vocación en la participación de la vida divina mediante la gracia, y de nuestra misión en la difusión del reino de Dios entre nuestros hermanos se realice sin una acogida personal del Espíritu, que nos hace cristianos, que es precisamente la vida interior.
 
No terminaríamos nunca con este tema, vosotros lo sabéis; y, ciertamente, sabéis la cantidad y calidad de maestros de verdadera espiritualidad que han hablado sobre este tema. Conocéis la pedagogía perenne y delicada que debemos aplicarnos para concentrar en el silencio exterior e interior nuestra meditación, y para adquirir cierta capacidad de oración y de diálogo en la misteriosa presencia de Dios; conocéis el sentido de lo sagrado que hay dentro de nosotros, que somos templos del Espíritu Santo (cf. 1Co 3,16-17), sentido de lo sagrado que debemos cultivar nosotros mismos para ser, como ahora se dice, auténticos; auténticos cristianos y promotores del reino de Dios.
 
Por tanto, que no resulte difícil llevar la experiencia recreativa de las vacaciones de verano, como la más amplia de la educación contemporánea a esta feliz conclusión: la necesidad de encontrar lo que vale más, lo que vale todo, el encuentro con Dios y la verdadera felicidad de advertir que la cita para el encuentro feliz, después de tantas búsquedas e incursiones por el mundo exterior, está todavía fijada en el humilde y tranquilo recogimiento del corazón"
 
(Pablo VI, Audiencia general, 15-agosto-1967).
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