Jueves, 21 de noviembre de 2024

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El cuerpo de José Antonio

por Oro Fino

El 20 de noviembre de 1936, el conserje del camposanto, Tomás Santonja Ruiz, recibió el cuerpo de José Antonio Primo de Rivera acribillado a balazos y rematado en la sien por el miliciano Guillermo Toscano Rodríguez, según relato en mi último libro La pasión de Pilar Primo de Rivera (Plaza y Janés).
 
La esposa de Santonja conocía a Pilar Millán Astray y había bordado una bandera de Falange, que guardaba para exhibirla al final de la contienda.
Santonja recordaría siempre la sorprendente placidez del rostro desfigurado de José Antonio. Llevaba sujeto al cuello, con una cinta roja, el crucifijo que le había entregado la víspera su hermana Carmen.
 
Uno de los milicianos se lo arrebató y se lo guardó en el bolsillo. Advertido de ello, Santonja le obligó a devolverlo, alegando que los cuerpos depositados en el cementerio estaban bajo su estricta custodia.
El miserable obedeció a regañadientes, y el crucifijo quedó finalmente sobre el pecho del difunto… El mismo que halló sobre el cadáver, tres años después, Javier Millán Astray, el primer oficial de Franco que entró en Alicante tras la liberación de la ciudad.

Javier era el primogénito de Pilar Millán Astray, hermana a su vez del fundador de la Legión y una de las escritoras españolas más populares entonces, que plasmaría al año siguiente sus terribles recuerdos de la guerra en una joyita literaria titulada Cautivos 32 meses en las prisiones rojas.
 
En el Libro IV de Registros del cementerio, al folio 76, figuraban los datos del enterramiento: “Número 22.450, fosa número 5, fila novena, cuartel número 12”.
Millán Astray regresó al coche para internarse en la ciudad, donde aquella misma noche del 3 de abril de 1939 convino con Miguel Primo de Rivera todo lo necesario para proceder a la primera exhumación de los restos del fundador de la Falange.
 
Todavía no había amanecido el 4 de abril cuando, entre varios camaradas y empleados del cementerio, extrajeron los cinco cadáveres de la fosa; tan sólo el de Felipe Codina yacía en el interior de un ataúd, porque había fallecido de muerte natural en un hospital. El de José Antonio era el último de todos, en contacto directo con la tierra alicantina.
 
Por intercesión de Federico Amérigo, secretario del Tribunal que le juzgó y con quien trabó una insólita amistad, su cadáver fue colocado finalmente boca abajo (de cúbito prono) para facilitar su futura identificación, como me contaba Luis Amérigo Castaño, su primo nonagenario, en diciembre de 2011.
 
José Antonio llegó a pedirle a Amérigo, pese a su ascendencia socialista, que retirase del sumario la correspondencia íntima con algunas mujeres alegando que nada aportaban a la causa por rebelión militar, a lo cual el secretario del Tribunal accedió sin consultar ni tan siquiera al juez Federico Enjuto Ferrán.
 
“También le pidió –añadía Luis Amérigo- que le acompañase en el momento de la ejecución, a lo que mi primo se negó por falta de valor”.
 
Las gestiones de Federico Amérigo surtieron efecto tres años después, cuando Javier Millán Astray reconoció el cadáver:
 
“Limpio de tierra –ratificaba el testigo ocular-, José Antonio, intacto, como si pocos minutos antes hubiera muerto, descansaba en la honda sepultura, con la mano derecha crispada sobre el jersey en el lugar del corazón. Sólo los pies, descalzos con unas toscas alpargatas, habían sufrido los efectos de la descomposición”.
 
El cuerpo de José Antonio había dejado sobre la tierra una huella indeleble con el paso del tiempo, que oscilaba entre veinte y treinta centímetros de diámetro. Lo que a simple vista parecía lógico, debido al peso de los otros cuatro cadáveres soportado en el interior de la fosa durante dos años y medio, resultaba sorprendente comparado con casos de similares características.
 
Por ejemplo, sobre cuatro de los cadáveres de falangistas de Callosa de Segura sin separación térrea, descansaban cuarenta y ocho más, pero aun así aquéllos no dejaron en el suelo vestigio alguno. Igual sucedió con los siete cuerpos de los caídos en Crevillente, sobre los que se amontonaban otros veintinueve; y lo mismo con los de Petiel, Orihuela y Torrevieja. 
 
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