Viernes, 22 de noviembre de 2024

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¿De verdad -como están las cosas- aún vale la pena creer?

¿De verdad -como están las cosas- aún vale la pena creer?

por Duc in altum!

 Con tantas cosas que han estado pasando y que van desde una amistad rota hasta un divorcio que no se esperaba de esa pareja que parecía entenderse como pocas, sin olvidar la crisis económica, política y antropológica que estamos viviendo, en la que incluso se han sustituido las palabras “padre” y “madre”, por progenitor “A” y “B”, además de que nadie agradece y/0 valora que un joven -pudiendo ir de cama en cama- prefiera una novia y, posteriormente, una esposa de verdad, es normal preguntarse -con un cierto aire de malestar- ¿aún vale la pena creer? o, en su caso, ¿de qué me sirve seguir a un Dios que no veo, cuando en la sociedad te dicen que eres el único que sigue en la Iglesia, que hay pocos como tú, que nadie te va a seguir el paso, que si estorbas te van a quitar, que no tendrás nunca un lugar en la política por ser alguien coherente? Son cuestiones fuertes, difíciles de ser planteadas y, al mismo tiempo, necesarias, pues -como dice el Papa Francisco- “no somos fantasmas”; es decir, personas alejadas de lo que está sucediendo en el mundo, en la realidad desafiante y circundante. ¿Qué hacer cuando -para no variar- critican tus logros, las cosas que has hecho a favor de otros? Aunque no debemos buscar los aplausos, la ingratitud desanima, congela, molesta y agota. Hace tiempo, me tocó escuchar a dos personas que estaban denigrando un proyecto educativo que se había conseguido hacer realidad con mucho esfuerzo, sin que los detractores hubieran puesto ni siquiera un 1% de su tiempo, no obstante que piensan inscribir a sus hijos en ese colegio. Ante esto, ¿cómo enfrentar el sentimiento de desasosiego, coraje y ganas de “tirar la toalla”? Son preguntas que están en el aire, que nos recuerdan que -en primer lugar- seguimos a Cristo crucificado, a un Dios que fue incomprendido, perseguido y que, al final de cuentas, terminó salvando a la humanidad, dando paso a la verdadera felicidad.

¿Aún vale la pena creer, apostarlo todo por un Dios que puede afectar tu reputación según los estándares de muchos? Hay dos respuestas posibles. La primera, implica claudicar, dejar el camino, abandonarse a la depresión dominante, al suicidio de los valores trascendentales o, en el peor de los casos, vivir una fe distorsionada, hueca, acomplejada, rencorosa, mientras que la segunda, exige reconocer que no será fácil, pero que alguien tiene que dar el primer paso, aunque cueste, sin miedo, bien dispuesto a poner en juego sus habilidades y talentos, para gritarle al mundo -no con palabras, sino con la propia vida- que se puede ser exitoso, profesional, de alto rendimiento, pero sin olvidarse de lo único que vale la pena, de aquello que perdurará cuando nuestro corazón -feliz y agotado por los años- deje de latir para dar paso a la otra vida. ¿Qué sería del mundo si la gente valiente, inteligente, entregada y apasionada se abandonara a la oscuridad, al pesimismo recalcitrante? Aún vale la pena creer en Dios, dejarnos interpelar por él. Se puede alcanzar la felicidad y, al mismo tiempo, hacer algo que deje un mundo mejor, más justo.  

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