De un santo anarquista llamado Melchor Rodríguez, en el 120 aniversario de su nacimiento
por En cuerpo y alma
Melchor Rodríguez (1964) |
Sí, querido lector, porque hoy celebramos el 120 aniversario de un personaje singular de la historia española, uno de esos extraños “versos sueltos” con una trayectoria vital tan extraña y atípica que hasta cuesta creer que haya existido y que las crónicas no mientan para referirse a él: Melchor Rodríguez, anarquista español, “el Angel Rojo” como es conocido, el “santo anarquista” como prefiero llamarle yo, con un preponderante papel durante nuestra Guerra Civil, el mismo que según asegura la Historia, y aún a riesgo de su propia vida, puso fin a las lamentables “sacas” producidas a principios de la misma, las cuales se cobraron la vida de miles de españoles en uno de los más indignos y vergonzosos episodios de nuestra contienda fratricida.
Melchor Rodríguez García nace en Sevilla el 30 de mayo de 1893. Muerto su padre en un accidente laboral siendo él muy niño, su madre, costurera y cigarrera, hubo de ocuparse sola de su educación y de la de sus dos hermanos. Estudia en un hospicio hasta los trece años, edad en la que comienza a trabajar como calderero en un taller de Sevilla. Poco más adelante inicia una trayectoria en el mundo de la lida. Llega a torear en Madrid, donde sufre una cornada, y se corta la coleta en 1920, con veintisiete años de edad.
Se traslada entonces a la capital, donde trabaja como chapista, y se afilia a la Agrupación Anarquista de la Región Centro inmediatamente después de su fundación. Nombrado presidente del sindicato de carroceros, pasa a militar en el agresivo sindicato CNT, de militancia anarquista como es sabido, actividad que le costará conocer la prisión en innumerables ocasiones, no sólo durante la Restauración, sino también durante la República.
Melchor durante la Guerra Civil | Obra de teatro de su nieto Rubéb Buren |
Al estallar la Guerra Civil, Melchor es nombrado por el Ministro de Justicia del Gobierno de la República, el anarquista García Oliver, delegado especial de prisiones de Madrid, un puesto que aunque con diferente denominación, viene a equivaler o acapara muchas de las competencias del que ocupara justo antes que él el comunista Santiago Carrillo, de quien a los efectos se puede considerar el sucesor, y cuyas responsabilidades en las tropelías y asesinatos producidos durante el primer semestre de nuestra Guerra Civil permanecen aún hoy, voy a decir oscuras, por no decir que suficientemente claras.
Las primeras medidas tomadas por Melchor Rodríguez como delegado de prisiones consistirán en la necesidad de su autorización personal para sacar los presos, la imposibilidad de hacerlo entre las 7 de la tarde y las 7 de la mañana, horario habitual del los llamados “paseos”, el retorno de los funcionarios a las prisiones y otras muchas que restauran la normalidad en las agitadas cárceles republicanas.
Pero el momento álgido de la actuación del Angel Rojo tiene lugar cuando tras un ataque del Ejército Nacional sobre el campo de aviación de Alcalá de Henares acaecido el 8 de diciembre de 1936, Melchor, conocedor de lo que había ocurrido pocos días antes en Guadalajara donde un bombardeo similar se salda con el asesinato de los recluídos en la prisión de la ciudad, no duda en personarse en Alcalá, neutralizando el intento del las turbas de adueñarse de la prisión y asesinar a los 1.700 presos encerrados en ella, la mayoría de ellos a causa de sus creencias cristianas o por sus vinculaciones con la milicia, con el clero o con el mundo de las derechas. Entre las personas que deben su vida a la arriesgada acción de Melchor Rodríguez se cuentan los militares Agustín Muñoz Grandes y Valentín Gallarza, Ramón Serrano Súñer ministro de asuntos Exteriores en el primer gobierno de Franco, el Dr. Mariano Gómez Ulla, los hermanos Rafael, Cayetano, Ramón y Daniel Luca de Tena, el inolvidable portero de la selección española Ricardo Zamora o los falangistas Rafael Sánchez Mazas y Raimundo Fernández-Cuesta.
Melchor será posteriormente nombrado concejal de Madrid, y de hecho, el Cnel. Segismundo Casado, autor del golpe republicano que puso fin al Gobierno Negrín (el mejor estudio que conozco sobre el tema es “Madrid 1939. Del golpe de Casado al final de la Guerra Civil” de Luis Español), lo hace alcalde de Madrid, siendo Melchor el encargado de traspasar los poderes a los militares vencedores cuando el 28 de marzo de 1939 se rinde la capital poniendo prácticamente fin a la Guerra Civil.
Establecida la dictadura franquista, Melchor será juzgado por un tribunal militar en el que llega a pedirse para la él la pena capital, una condena que posiblemente habría sido incluso la acordada de no ser por la agurrida y apasionada defensa que de su persona hará Agustín Muñoz Grandes, uno de los muchos a los que Melchor salvó la vida con su arrojo y con su valor. Condenado finalmente a veinte años de prisión, cumplió siete. Nunca dejó de militar en la CNT, actividad que le costó volver a pisar el frío suelo de la cárcel en varias ocasiones. Se ganó la vida como agente de seguros, desplegando también una esporádica actividad artística a través de las coplas, pasodobles y cuplés a los que ponía letra con el maestro Padilla y otros autores, y publicando artículos y poemas en el “Ya” del que fuera su gran amigo Martín Artajo.
Tanto que cuando en el hospital ya al final de sus días Martín Artajo le visita, conseguirá que Melchor rece un Padrenuestro a cambio de ponerse él mismo una corbata con los colores de la CNT, algo en lo que Martín Artajo no halló dificultad alguna al ser los mismos que los de la Falange.
Melchor Rodríguez culminará su paso por este mundo en Madrid, el día 14 de febrero de 1972, a la edad de 78 años. Su entierro será un verdadero ejemplo de reconciliación nacional, al encontrarse en él muchos de los grandes prebostes del Régimen junto con muchos dirigentes del anarquismo. De hecho, en tal entierro fue posible escuchar el Padrenuestro y el precioso himno anarquista titulado “A las barricadas” conviviendo en el mismo espacio. No figura en su tumba, pero bien podría haber sido su epitafio el adagio que, atribuído al propio Melchor, reza como sigue: “Se puede morir por las ideas, pero nunca matar por ellas”.
Por mi parte, me honro con la amistad del nieto de Melchor, el autor teatral Rubén Buren, así como de su biógrafo, el prolífico escritor y periodista Alfonso Domínguez, autor de la obra “El Angel Rojo. La historia de Melchor Rodríguez”, quienes me contaron que siendo alcalde de Madrid Alberto Ruiz Gallardón, se presentó infructuosamente una iniciativa ante al Ayuntamiento para que se rindiera algún tipo de homenaje a quien, aunque sólo fuera durante unos días, fuera alcalde de la capital de España en 1939.
La iniciativa fue ignorada por el consistorio madrileño que, sin embargo, no ha hallado empacho alguno en otorgar una calle a su predecesor en el cargo (véalo Vd. aquí si quiere), con poco esclarecidas responsabilidades en el asesinato de un número nunca inferior a siete mil personas, Santiago Carrillo Solares.
A mí personalmente, me extraña que ese singular personaje de la vida política española que es Alberto Ruiz Gallardón, que nunca ha hecho ascos una buena fotografía con los prebostes de la izquierda, dejara pasar la oportunidad. Si bien tampoco es incierto que no sólo a él se ha de atribuir el inexplicable silencio sobre la figura de quien aunque de manera tan inusual, fue indiscutiblemente alcalde de Madrid en un momento muy singular de la azarosa vida del consistorio, pues la izquierda ya lo había gobernado con anterioridad con Enrique Tierno Galván y con Juan Barranco, y tampoco tomó iniciativa alguna por lo que a la figura del santo anarquista del que hoy hablamos se refiere.
Todo lo cual me lleva a preguntarme por las simpatías con las que el citado Melchor Rodríguez cuenta aún hoy día en ese mundo de la izquierda española que no termina de dar un paso al frente y romper con su tortuoso pasado en el que le incumben tan incómodas como silenciadas responsabilidades (pinche aquí si desea conocer alguna). Y eso que por lo que a mí respecta, me parece que son los personajes de la madera del Angel Rojo los que la Transición española habría hecho bien en recuperar, y no tantos otros de oscuro pasado envuelto en sangre que son en los que, sin embargo, ha preferido mirarse.
©L.A.
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