Viernes, 29 de noviembre de 2024

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"Pueblo de Dios", catequesis bíblica

por Corazón Eucarístico de Jesús

Decir que la Iglesia es "pueblo de Dios", ya lo hemos apuntado en otros artículos, tiene una raigambre bíblica. Lo que era Israel, el pueblo elegido, el pueblo de Dios santo, era sólo figura y tipo del Pueblo que había de venir, la Iglesia, el verdadero Israel. Este es un principio de lectura cristológica de las Escrituras que nos da la interpretación cristiana del Antiguo Testamento.
 
"El término "pueblo de Dios" aparece efectivamente en el Nuevo Testamento con mucha frecuencia, pero sólo en poquísimos lugares (en realidad sólo en dos) indica a la Iglesia, mientras que su significado normal remite al pueblo de Israel. Más aún, incluso en aquellos pasajes en los que puede referirse a la Iglesia, se mantiene el sentido fundamental de "Israel", aunque el contexto permitía claramente entender que los cristianos son ahora Israel.
Podemos, pues, afirmar: en el Nuevo Testamento, la expresión "pueblo de Dios" no denomina a la Iglesia; únicamente a la luz de la interpretación cristológica del Antiguo Testamento, y, por consiguiente, a través de la transformación cristológica del Antiguo Testamento, y, por consiguiente, a través de la transformación cristológica, puede indicar al nuevo Israel. La denominación normal de la Iglesia en el Nuevo Testamento es el término Ecclesia, que en el Antiguo Testamento indica la asamblea del pueblo reunido por la palabra de Dios. El término Ecclesia, Iglesia, es la modificación y la transformación del concepto veterotestamentario de pueblo de Dios. Se le utiliza porque en él se halla incluido el hecho de que sólo el nuevo nacimiento de Cristo convierte en pueblo lo que no era pueblo. Pablo, consecuente consigo mismo, resumió después este necesario proceso de transformación cristológica en el concepto de Cuerpo de Cristo...
A Israel se le aplica el concepto de pueblo de Dios en la medida en que se encuentra vuelto hacia al Señor; no simplemente en sí mismo, sino en el acto de la relación y del superarse a sí mismo. Por esta razón, resulta consecuente la progresión neotestamentaria, que viene a concretar este acto de volverse hacia otro en el misterio de Jesucristo, el cual se vuelve a nosotros y, por la fe y el sacramento, nos introduce en su relación con el Padre.
Ahora bien: ¿qué significa esto en concreto? Significa que los cristianos no son simplemente pueblo de Dios. Desde un punto de vista empírico, ellos son un no-pueblo, como cualquier análisis sociológico puede mostrar en un abrir y cerrar de ojos. Dios no es propiedad de nadie; nadie puede adueñarse de Él. El no-pueblo de los cristianos puede ser pueblo de Dios únicamente por su inserción en Cristo, Hijo de Dios e Hijo de Abrahán. Aunque se hable de pueblo de Dios, la cristología debe seguir siendo el centro de la doctrina de la Iglesia, y la Iglesia, en consecuencia, ha de considerarse esencialmente partiendo de los sacramentos del Bautismo, de la Eucaristía y del Orden. No hay otra manera de ser pueblo de Dios que tomando como punto de arranque el Cuerpo de Cristo crucificado y llamado de nuevo a la vida. Llegamos a serlo únicamente cuando nos orientamos vitalmente hacia Él, y sólo en este contexto tiene sentido el término. El Concilio esclarece muy bien esta conexión al poner en primer plano, junto a la expresión "pueblo de Dios", un segundo término fundamental para la Iglesia: la Iglesia como Sacramento.
Se es fiel al Concilio sólo cuando se leen y se piensan indiscutiblemente unidas estas dos palabras centrales de su eclesiología: Sacramento y Pueblo de Dios. Aquí se pone de manifiesto hasta qué punto el Concilio nos lleva la delantera: la idea de la Iglesia como Sacramento se halla aún muy poco arraigada en nuestra conciencia. Por esta razón, se cae en el absurdo cuando se quiere deducir una nueva concepción de la jerarquía y del laicado fundándose en el hecho de que el capítulo sobre el Pueblo de Dios antecede al capítulo sobre la jerarquía, como si todo bautizado fuese ya portador de la plena potestad sagrada y la jerarquía se redujera a ser únicamente un factor destinado a favorecer el buen orden. El segundo capítulo [de la Lumen Gentium] sólo tiene una relación con la cuestión de los laicos en cuanto que en él se trata de la esencial unidad interna de todos los bautizados en el orden de la gracia, subrayándose de este modo el carácter de servicio de la Iglesia. Pero este capítulo no puede servir de fundamento para una teología específica del laicado por la sencilla razón de que todos pertenecen al pueblo de Dios: se trata aquí de la Iglesia como un todo y de su esencia"
(Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y política, pp. 22-24).
 
Con estas precisiones certeras sobre el concepto "pueblo de Dios", que eliminan de raíz cualquier criterio sociológico, liberacionista o democraticista, y lo sitúan en su origen bíblico y su contexto, unido a la categoría Sacramento, quede como resumen último el concepto "pueblo de Dios" y sus características según el Catecismo:

 
"El Pueblo de Dios tiene características que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la historia:

— Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero Él ha adquirido para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: "una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa" (1 P 2, 9).
— Se llega a ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el "nacimiento de arriba", "del agua y del Espíritu" (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo.
— Este pueblo tiene por Cabeza a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la misma Unción, el Espíritu Santo fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es "el Pueblo mesiánico".
— "La identidad de este Pueblo, es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo" (LG 9).
— "Su ley, es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo mismo nos amó (cf. Jn 13, 34)". Esta es la ley "nueva" del Espíritu Santo (Rm 8,2; Ga 5, 25).
— Su misión es ser la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13-16). "Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano" (LG 9.
— "Su destino es el Reino de Dios, que él mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que él mismo lo lleve también a su perfección" (LG 9)". (CAT 782).
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