Lunes, 30 de diciembre de 2024

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El arte y la belleza (I)

por Contemplata aliis tradere

 



“La tarea que ha de llevar a cabo el arte es hoy una de las más importantes, la de mostrar a los hombres la belleza de Dios, uniéndola a la belleza de las cosas. No lo realiza con palabras sino con colores, pinceles, piedras, trazos, planos etc. Y es que la belleza es la gran necesidad del hombre; es la raíz de la que brota el tronco de nuestra paz y los frutos de nuestra esperanza”. La belleza “es también reveladora de Dios porque, como Él, la obra bella es pura gratuidad, invita a la libertad y arranca el egoísmo”.

            Estas hermosas consideraciones son de Benedicto XVI en la inauguración del templo de la Sagrada Familia de Barcelona en Noviembre de 2010. El Pontífice dedicó casi toda su intervención a subrayar la importancia de esta síntesis de estética y fe como una de las tareas más importantes del pensamiento cristiano actual. Al construir este Templo se realiza “una de las tareas más importantes hoy: superar la escisión entre conciencia humana y conciencia cristiana, entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida eterna, entre belleza de las cosas y Dios como Belleza”, afirmó el Papa. De este modo, Gaudí “colaboró genialmente a la edificación de la conciencia humana anclada en el mundo, abierta a Dios, iluminada y santificada por Cristo”.

 

            La belleza no es patrimonio del paganismo o del simple humanismo; juntamente con la bondad es uno de los atributos del ser que más nos unen a Dios. Lo cristiano no está reñido con lo bello sino que es en el cristianismo donde se encuentra la máxima densidad de contenidos, de bondad y de belleza. Ni Santo Domingo ni San Francisco se ocuparon demasiado de los temas artísticos. Deseaban, más bien, que tanto en los edificios como en el ajuar y en las decoraciones brillase la máxima pobreza. Santo Domingo no dejó terminar el convento de Bolonia en cuyas celdas apenas cabía a lo alto un fraile de mediana estatura. Fray Rodolfo, el síndico, en atención a los frailes que venían del norte más robustos y erguidos quiso levantar la altura de los pisos y hubo que esperar a que muriera el santo para poder hacerlo.

            La Orden, sin embargo, desacralizó pronto el tema de la pobreza y se adaptó a los signos de los tiempos. En aquel momento surgía con pujanza y belleza el estilo gótico y los frailes dominicos se identificaron pronto con sus creaciones, tanto en la línea arquitectónica como figurativa. Cuando era novicio le oía al maestro decir que el estilo gótico, contemporáneo de los dominicos, era el que mejor nos definía. El alma dominicana no es románica sino gótica. La verdad es que yo no entendía bien el entusiasmo de mi maestro al decirlo. El románico, oscuro, intimo y recoleto era cosa de monjes; los frailes destinados a predicar en las ciudades debían buscar la transparencia y diafanidad.

En efecto, en el gótico se busca la luz, la altura, la trascendencia. Su creación más peculiar ya no es el monasterio como en el románico, sino la catedral; ya no es un edificio para monjes, sino un templo para las grandes masas burguesas que empezaban a colmar las ciudades y donde había que predicar la Palabra de Dios. El gótico no es recoleto, intimista y solipsista, como le gustaba al monje y a la época del románico, sino luminoso y trascendente. Construye edificios esbeltos en los que parece que la piedra y la armonía se aúpan para alcanzar el cielo. Hay horror a lo macizo y oscuro. Los muros, como en la catedral de León, no sirven para soportar el peso del edificio, solo sirven de cerramiento, y por eso prolifera en ellos una sinfonía de ventanales, vitrales y colores, muy lejos de la simple saetera románica. Igualmente, las columnas, gracias al soporte externo, pierden materia, se estiran y terminan en los arcos apuntados de las bóvedas, que nos señalan el camino del cielo.

En las artes figurativas todo se humaniza también. Hay una sensibilidad nueva que se aleja del hieratismo y la rigidez. Una imagen románica es bella para nosotros, pero para la generación gótica era insoportable. Fue un cambio radical y en poco tiempo. Por eso los góticos acabaron con muchas creaciones que hoy serían deliciosas. Es la lucha de las generaciones que empuja al cambio y al progreso. Los góticos necesitaban humanizar el arte. Es patente también su interés por lo natural y la naturaleza. Nacen los belenes, los villancicos, el niño Jesús en el centro del misterio. Sus figuras son humanas, con movimiento y ternura. En la cruz hay un hombre que sufre; no se crucifica a Dios sino a la naturaleza humana de Jesús. La Virgen mira al niño, se vuelve hacia él y le sonríe con infinito cariño.

            Dentro de la inmensa proliferación artística en la que la Orden se ha dilatado y expandido a lo largo de los siglos, vamos a tomar como punto de referencia y a centrarnos en la ciudad de Florencia. Allí floreció el máximo representante que tenemos del arte pictórico, el Beato Angélico, y por eso vamos a estudiar un poco su entorno. Florencia conoció su época de mayor esplendor tras la instauración del Gran Ducado de Toscana bajo el dominio de la dinastía Médici. Es una ciudad museo y famosa por mil razones. Es el núcleo urbano en el que se originó en la segunda mitad del siglo XIV el movimiento artístico denominado Renacimiento, y es considerada una de las cunas mundiales del arte y de la arquitectura. Su centro histórico fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1982, y en él destacan obras medievales y renacentistas como la catedral, la cúpula de Santa María del Fiore, el Ponte Vecchio, la Basílica de Santa Cruz, el Palazzo Vecchio y museos como los Uffizi, el Bargello o la Galería de la Academia, que acoge al David de Miguel Ángel. Nosotros, sin embargo, dejando a un lado tanta riqueza nos vamos a fijar sólo en los tesoros dominicanos que existen en Florencia.

Viajando de Bolonia a Roma y viceversa se pasa por Florencia que está a unos 90 kilómetros de Bolonia y 267 de Roma. Santo Domingo estuvo varias veces en Florencia, siempre de paso entre Roma y Bolonia. Ya en su tiempo se fundó el primer convento de dominicos llamado Santa María la Novella. Evidentemente, Santo Domingo sólo conoció el sitio. Era un antiguo oratorio llamado de Santa María de las Viñas que el capítulo catedralicio concedió a los dominicos en 1221. Ahí vivieron los primeros frailes. En el mismo siglo XIII, poco después de la muerte de Santo Domingo, ya fue todo ampliamente remodelado. Si el Santo, tan amante de la pobreza, lo ve tan rico como lo han dejado los siglos se muere de pena.

Este convento, como tantos otros, a lo largo del tiempo fue perdiendo fuerza y debilitándose la observancia y el espíritu religioso, debido, entre otras causas, a las pestes que en el siglo XIV, cien años después de Domingo, diezmaban las comunidades. En la terrible peste de 1348, el convento florentino de Santa María la Novella vio morir en cuatro meses a setenta frailes. El pesimismo ante tales azotes, así eran considerados, desanimaba a los frailes.

             Santa Catalina de Siena, contemporánea de estas pestes y decaimientos, luchó con todas sus fuerzas contra este desánimo que daba la impresión de que iba a terminar con la Orden. Su gran carisma en edad tan juvenil llamó mucho la atención. Como terciaria dominica, fue llamada al Capitulo General de Florencia en 1374 a fin de dar cuenta de sus actos pero, lejos de enjuiciarla, el Capitulo la confirmó y protegió, poniendo a su lado un “asistente”  o “consejero” muy cualificado: Fray Raimundo de Capua, Lector de Teología. Ambos entraron en intimidad con muchísima rapidez y se unieron con una simbiosis espiritual notable, que en Raimundo fructificará en su periodo como Maestro de la Orden, iniciando una profunda reforma de la vida conventual junto con Conrado de Prusia en Alemania, Juan Domínici en Italia y  Álvaro de Córdoba en España.      

 

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