Lunes, 25 de noviembre de 2024

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No somos nadie

por Juan del Carmelo

           Es esta una frase, que más de una vez hemos oído pronunciar a alguien en un duelo. La tensión del momento, con el fallecido de cuerpo presente, los deudos afligidos, ellas generalmente llorando, pues la mujeres son más emotivas y ellos con el rostro demacrado, algunos con los ojos enrojecidos de haber llorado y también ellos y ellas con gafas de sol, para que no se vea lo que todos vemos. En este ambiente, y ante la realidad de lo que somos, el orgullo del ser humano queda machacado por la realidad que no queremos ver y en un momento de humildad se reconoce y se dice, muchas veces por decir algo, pues no se sabe de que hablar y se exclama no somos nada o, no somos nadie.    

 

            Pocos son los que este humilde reconocimiento de la realidad de nuestra existencia, le perdura, más allá de unas horas y siga meditando ante, esa realidad de lo que nadie jamás ha escapado. Pero sin embargo, algo bueno quizás mucho, tiene ese reconocimiento de nuestra pobreza espiritual y material, frente a la realidad de Dios. Y ese algo bueno, es que para el que lo dice y reconoce que no somos nadie, hay humildad en lo íntimo de su ser, hay la señal de una fe más o menos fuerte, pero fe al fin y al cabo, y un reconocimiento de nuestra propia soberbia.

 

            El orgullo, como raíz y principio de todo pecado, es una estimación desordenada de las propias cualidades de uno. Es llagarse a creer, que lo que uno tiene es lo que él mismo se lo ha creado. Para San Agustín, la soberbia es el amor de la propia excelencia y es también el principio de todo pecado. Para el obispo Sheen, el orgullo es la admiración desmesurada por uno mismo. Y su último grado es el darse uno mismo sus propias leyes, ser su propio juez, su propia moral, su propio bien. El orgullo tiene siete frutos maléficos; el alardear o la auto glorificación a través de las propias palabras; el amor a la publicidad que es el engreimiento por lo que otras personas dicen de uno; La hipocresía que es la pretensión de ser lo que no se es; la testarudez que es el rechazo a creer que la opinión del otro es mejor que la propia; el desacuerdo o rechazo a abandonar la voluntad propia; y la desobediencia, o el rechazo a someter al propio ego, a una ley superior.

 

La soberbia, es montarse en el propio pedestal que nos hemos creado y desde este tratar de convencer a los demás de que somos, lo que nunca hemos sido, de que lo que somos y tenemos solo nos lo debemos a nosotros mismos a nuestro propio esfuerzo e inteligencia, y en algunos casos al ridículo de creernos que nadie es tan esbelto bello y bien formado como uno  o una misma lo es; como si la belleza corporal estuviese por encima de la belleza de las almas. Convendría recordar aquí los versículos de San Pablo sobre este tema de la soberbia: “¿Qué tienes tú que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué gloriarte como si no lo hubieses recibido?”. (1Cor 4,7). Y "No busquemos la gloria vana provocándonos los unos a los otros y envidiándonos mutuamente… Porque si alguno se imagina ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo. Examine cada cual su propia conducta y entonces tendrá en sí solo, y no en otros, motivo para glorificarse”. (Gal 5,26; 6,3-4).

 

Más de un exégeta ha escrito que: El orgullo es para nuestro espíritu, su propia lujuria, tal como esta lo es, para nuestra carne material. Es por ello que hay que pensar que, el cuerpo no es nuestro enemigo más poderoso, ni el más tenaz. El pecado de la soberbia ha penetrado en nosotros más profundamente, y es en el centro mismo de nuestro espíritu donde se ha depositado el orgullo. Es allí donde realmente el amor propio esconde sus raíces impalpables. No nos damos cuenta y muchas veces no somos conscientes de ello, pero el orgullo y la soberbia están siempre en activo, cuando nos aferramos obstinadamente y de manera arrogante a los dioses que nosotros mismos nos fabricamos, llámense estos, opiniones, actitudes intereses, imagen propia, exagerado individualismo…, etc.

 

La soberbia es un adversario muy sofisticado y su táctica más poderosa consiste en persuadirnos de que nuestro sentido del pecado y de la corrección es una regla perfectamente aceptable. La soberbia nos confunde realmente hasta el punto de no saber diferenciar entre el bien y el mal. El orgullo vicia constantemente o trata de viciar, todo acto bueno que seamos capaces de realizar, todo acto virtuoso nuestro lo deja envenenado y desposeído de su verdadero valor, cuando nuestro orgullo se cuela en él. No hay palabras para expresar la fuerza y la astucia de este demonio de la soberbia, ni el ingenio y la variedad de artimañas que utiliza, escribía San Francisco de Sales. “Es una verdadera serpiente que ha nacido con nosotros, y quiere enredar en sus anillos y enconar con su veneno todas nuestras pasiones, las más santas y las más indiferentes, nuestros más secretos pensamientos y nuestras más rectas intenciones. Se alimenta con frecuencia de nuestras mismas virtudes, y trata de aprovecharse hasta de los dones más exquisitos de Dios. Si alguna vez parece adormecerse, es para introducirse con mayor comodidad en nuestras almas llenas de ilusiones; si se muestra, si se deja herir, es para triunfar con los mismos golpes que le asestamos.”

 

Quien se ensalza rebaja a Dios, quien se humilla lo glorifica. Nos dice Santiago: “Dios se enfrenta con los arrogantes, pero concede gracia a los humildes”. (Sant 4,6). Aunque el hombre como miembro del cuerpo de Cristo debe de vivir, en Cristo, por Cristo y para Cristo, espiritualmente el orgullo le hace al hombre vivir por sí mismo, para sí mismo y en sí mismo. El orgullo, nos hace apropiarnos de lo que el Señor obra en nosotros. Y en el desarrollo de nuestra vida espiritual, es donde más claramente el hombre ve la mano de Dios. Es quizás por ello que la clase de orgullo más aborrecido por el Señor, sea el llamado orgullo espiritual. A este respecto San Agustín escribía: “Teme y no te arrogues el honor de haber encontrado la senda del bien, no sea que tu arrogancia te haga desviar de ella”.

 

En el desarrollo de nuestra vida espiritual, tenemos que tener cuidado, en no caer en soberbia, puesto que entonces no podremos llegar a entregarnos plenamente al Señor, dejarlo todo por Él, seguirle y luego sentirse más grande y mejor que los demás, y esto equivale a haber tomado la levadura del fariseísmo. Pensemos para no caer, que por contraste a la imagen del publicano, está la imagen del fariseo, el que se ve a sí mismo como fiel cumplidor de la ley, no reconoce en él pecado alguno y se siente distinto a los demás. Su gran pecado es la ceguera de su orgullo y autosuficiencia donde la soberbia se encuentra solapada.

 

Lo opuesto a la humildad es el orgullo. Este cree en sí mismo y en todo lo que posee. Por esto, al estar lleno de sí mismo, no necesita de Dios. El hombre humilde se concentra en sus propios errores y no en los ajeno, no viendo en su vecino sino lo bueno y virtuoso. Lleva los defectos de su prójimo a la espalda y a los suyos delante. El soberbio, al contrario, se queja y cree ser tratado como no se lo merece. El humilde en cambio no se queja si le maltratan. Nuestra lucha contra el orgullo es agradable a Dios y absolutamente necesaria en el camino de la vida interior. Pero no vale la pena engañarse pensando que para dominar nuestro orgullo, basta con ejercitase uno en la humildad, y así nos libraremos de la pesadilla del orgullo. Por nuestras propias fuerzas, nunca seremos capaces de lograrlo, como siempre hay que tener presentas las palabras del Señor: “El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece en mí es echado fuera, como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos”. (Jn 15, 1-8).

 

Por último concluiré diciendo para el que se crea libre del orgullo, que: “El más claro indicio de tener el orgullo arraigado, es creerse uno ser suficientemente humilde”.

 

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

 

Otras glosas o libros del autor relacionados con este tema.

-                  Libro. AMAR A DIOS.- www.readontime.com/isbn=9788461164509

-                  Libro. DEL MÁS ACÁ AL MÁS ALLÁ.- www.readontime.com/isbn=9788461154913

-                  Libro. CONOCIMIENTO DE DIOS.- www.readontime.com/isbn=9788461179107

-        Soberbia y humildad. Glosa del 01-02-10

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