Humildad con los demás
El cimiento firme para la vida comunitaria es la humildad, tanto en el matrimonio y familia, como en la parroquia o comunidad, en el Seminario o en el Monasterio. El amor propio y la soberbia debilitan y destruyen la vida fraterna en concordia, el solo corazón y la sola alma de los hermanos caminando hacia Dios.
1. Humildad en las relaciones fraternas
2. Humildad vivida en la obediencia
4. Humildad en la lengua
5. Humildad: desempeñar bien el propio oficio
Considerar a los demás como hermanos, o, como señala S. Pablo, "superiores a ti", es el ejercicio de la humildad fraterna. Es más fácil de lo que nos parece: cuando uno mira la miseria y pecados del propio corazón, los demás no aparecerán jamás como peores, sino siempre como superiores. Cada uno conoce su corazón, su miseria y esto engendra humildad verdadera y no fingida. Entonces la vida fraterna es posible. Los modos en que vivir y ejercitar esta humildad con los demás son muy variados, e imprescindibles. La concordia elaborada por la humildad es el cielo, la desunión amasada con la soberbia y el orgullo es el infierno para la vida en común con los demás.
1. Humildad en las relaciones fraternas
En el campo de las relaciones entre hermanos, se aplica la humildad partiendo, entonces, del convencimiento de que yo no tengo la razón, sino, si me preguntan, dar mi opinión en aquello que se me pregunte. El orgullo nos invita a creer que siempre tenemos razón y que, con altivez, podemos hablar de todo, opinar de todo, juzgarlo todo. Esta humildad nos permitirá ser receptivos y aprender de todos, edificarnos con lo bueno de todos.
2. Humildad vivida en la obediencia
La obediencia incondicional al legítimo superior (en general según donde uno viva su vida cristiana) sin discutir ni exigir nada, sin sonrisas falsas e hipócritas, ni comentarios en voz baja, sin criticar siempre todo mandato o decisión del superior.
También la obediencia discreta y callada al horario de la vida común, a los tiempos de trabajo y plegaria, al descansar juntos, reír y charlar para compartir.
3. Humildad que busca el bien de todos
Se sigue en la vida fraterna el precepto paulino: hacerse todo a todos, reír con el que ríe, llorar con el que llora, llevar los fuertes las cargas de los débiles. Se busca el bien, tratando con sencillez a los hermanos, irradiando amor. Se reza por todos y cada uno de las hermanos. Se respeta el tiempo de silencio para no molestar el descanso y se procura no distraer a los demás mientras trabajan. En definitiva, el respeto...
Jamás escandalizamos a nadie, ni a ninguno hermano juzgando, o llevando y trayendo chismorreos o criticando, sino en todo queriendo ser instrumento de la gracia de Dios para todos.
4. Humildad en la lengua
¿Cómo -pregunta el Apóstol Santiago en su Epístola- la lengua puede alabar a Dios y juzgar al hermano (cf. 3,9)? Es un constante campo de batalla donde vencernos, porque el mal uso de la lengua proviene de nuestro orgullo. Se trata, pues, de una férrea disciplina para no viciar la vida espiritual de la familia, de la comunidad o de la parroquia.
La maledicencia se da cuando, movidos por motivos impuros, comunicamos a los otros los errores del hermano, independientemente del hecho de que el contenido de las palabras sea verdadero o falso. La crítica se produce cuando manifestamos a otros, o a nosotros mismos, un juicio de condenación referente a la persona. Son dos pecados gravísimos en la vida. Un Padre del desierto, Doroteo de Gaza, enseña:
"No somos auténticos virtuosos si tenemos la pretensión de que nuestro prójimo nos imite. Le inducimos a hacer o le acusamos de no hacer una determinada acción, en vez de desear para nosotros el cumplimiento de los mandamientos. ¡Debemos acusarnos a nosotros mismos y no a los demás!"
La maledicencia y la crítica se producen por envidia y celos a la persona que criticamos, señalando cruelmente sus errores; otras causas, la superficialidad, las habladurías, la maldita costumbre de contar chismes, la tendencia a sobrestimarse a sí mismo (fruto del orgullo) que invita a despreciar a los demás.
El juicio que ejercemos sobre los demás es un grave pecado, pues el único Juez es el Señor; además, al juzgar, podemos equivocarnos fácilmente porque los sentidos y la imaginación nos pueden engañar y desfigurar la realidad. ¿Acaso podemos leer en los corazones? ¿Sabemos de verdad la intención de una hermano o del superior al hacer algo o al dejar de hacerlo? ¿Y si estaba enfermo ese día y no lo sabíamos? ¿Y si por obediencia se le había mandado una cosa y nosotros queremos que haga la contraria?
Sabemos que a veces vemos cosas que no son y la imaginación se encarga de agrandarlo. Añadamos a esto que no conocemos la intención del otro. Lo vemos desde fuera, pero desconocemos el porqué actúa así, o ignoramos justamente, porqué se ha tomado tal decisión que nosotros criticamos. ¿Sabemos las razones que llevan a actuar así, o sólo conocemos una parte? Por último, los hombres suelen juzgar al prójimo según sus puntos de vista y así ocurre que, cuanto más bajo se encuentran en la escala de las virtudes, tanto mayor es la sospecha y más graves aparecen los errores ajenos.
La verdadera humildad ni juzga ni critica ni dice mal de las hermanos. ¡De ninguno y bajo ningún concepto! Los ve a todas mejores, más virtuosos y santos. Si ve que alguno tiene una mala respuesta o un gesto airado, se calla, lo cubre, y no lo dice ni lo juzga en su corazón. Los comentarios en los pasillos, en voz baja, nada bueno pueden ser.
¿Cómo evitar el juicio y la crítica? Mayor unión con el Señor que nos permitirá conocernos y así estar pendientes sólo de nuestros pecados y no de los errores de los demás.
Es importante que, con las hermanos de mayor confianza, nunca critiquemos, y si vemos que un hermano empieza a juzgar, dulcemente decirle que está faltando a la caridad y dejar inmediatamente la conversación. Y si alguna vez caemos en el pecado de crítica, pedir perdón al Señor confesándonos, y además, imponernos una penitencia, para irnos corrigiendo.
La advertencia de S. Juan de la Cruz, grabémosla en nuestro corazón: "Cata [advierte] que no te entremetas en cosas ajenas, ni aun las pases por tu memoria, porque quizá no podrás tú cumplir con tu tarea" (Dichos de luz y amor, nº 60). Y pongamos por obra el consejo de S. Juan de la Cruz para extirpar de una vez la crítica en la comunidad cristiana: "No mirar imperfecciones ajenas, guardar silencio y continuo trato con Dios desarraigarán grandes imperfecciones del alma y la harán señora de grandes virtudes" (Puntos de amor, nº 11); e igualmente prácticos los siguientes consejos del mismo S. Juan:
Hable poco, y en cosas que no es preguntado no se meta (Puntos de amor, nº 140).
Nunca oiga flaquezas ajenas, y si alguna se quejare a ella de otra, podrále decir con humildad no le diga nada (nº 146).
No se queje de nadie, no pregunte cosa alguna, y si le fuere necesario preguntar, sea con pocas palabras (nº 147).
No contradiga; en ninguna manera hable palabras que no vayan limpias (nº 149).
Lo que hablare sea de manera que no sea nadie ofendido, y que sea en cosas que no le pueda pesar que lo sepan todos (nº 150).
5. Humildad: desempeñar bien el propio oficio
Por último, la humildad es la verdad, la verdad de una existencia entregada. Ser humilde es entregarse, sin orgullo y muy consciente de las propias limitaciones y pecados, pero entregándose. Es decir, la humildad no es ni timidez, ni apocamiento, ni tristeza. La humildad es una entrega dócil, fiel, perseverante y llena de alegría espiritual. Humildad es la verdad de una vida entregada, poniendo los dones, carismas, cualidades, al servicio de la comunidad. Una falsa humildad lleva a enterrar el talento recibido, cuando el Señor nos lo dio para que fructifique y produzca el doble. El temor, la timidez, el apocamiento nos vuelven improductivos. Por otro lado, el orgullo hace que nos inhibamos; bajo pensamientos, que son tentaciones, decimos: "¿Para qué, si todo va a seguir igual?", "¿Por qué tengo que ser yo siempre la que haga esto...?", "¡Que se apañen!".
La humildad que es sincera, se entrega a los demás, y pone los propios talentos al servicio de todos y cada uno de los miembros de la casa, de la parroquia, de la comunidad. Cada cual según las cualidades que Dios ha puesto en su corazón.
Por tanto, humildad auténtica es entregarse a conciencia. Esto se concreta en algo muy elemental: cumplir y entregarse cada una en el oficio que se le haya asignado, o la vocación que Dios ha conferido. A mayor humildad, mayor exigencia de desempeñar el propio oficio fielmente.
¡Que todo contribuya al bien común, a la mutua edificación!
Comentarios