Expectativas y condensación de las señales
por César Uribarri
El problema del tiempo, de la percepción subjetiva del tiempo, siempre preocupó -o apasionó- a Jean Guitton. Y de esto gustaba hablar tanto con Pablo VI como con Marta Robin. Y es que se sabía el académico francés en una época extraña, histórica, en “uno de esos periodos de crisis que preceden un asalto del umbral, e indudablemente al más decisivo de la evolución.” La segunda guerra mundial había marcado a toda una generación de intelectuales, pero concretamente la bomba atómica sobre Hiroshima planteó una posibilidad nunca antes imaginada: la locura de unos pocos podía acabar con todos.
Se vivía en una extraña sensación, en un tiempo donde las esperanzas de los avances técnicos, sanitarios, sociales… se mezclaba con la desesperanza ante el poder destructor del hombre. Y todo ello de un modo silencioso, casi solemne, que se percibía pero que no se verbalizaba porque uno pertenecía, estaba inmerso en esa liturgia del discurrir de las cosas. “Después de Hiroshima, diría Guitton, estamos en ese intervalo del que no podemos saber si durará algunos años o algunos siglos.”
Pablo VI ya le había constatado, confidencialmente, su sensación de que los signos descritos en el Evangelio sobre el fin de los fines parecían condensarse, pero que al mismo tiempo no se podía saber si esa condensación sería corta o larga en el tiempo. Y aún con todo, lo que ya de antes preocuparía a Mons. Montini no era tanto ese poder destructivo del hombre, sino la apostasía, ese abandono de la fe, la incredulidad, la crisis de pensamiento y de conciencia, el abandono casi normal de las tradiciones religiosas, santas y sagradas. Le parecía que la apostasía era el pecado que caracterizaba nuestro tiempo como ninguno otro. Y esa apostasía entonces socialmente evidente le preocupaba grandemente, ya en 1962, al futuro Pablo VI: “La evolución social, ¿será la ruina o el porvenir de la vida cristiana? Ese es el problema que se plantea.”
La intelectualidad que asistía atónita a unos cambios sociales brutales, previamente había sido testigo del poder destructor del hombre. La locura del hombre y su capacidad destructora había llegado a las mismas fuentes morales que regaban las sociedades y los pueblos. Ya no se trataba de una postura individual, de pensamiento libre, de pensamiento fuerte. No, las sociedades, al decir de Montini, se movían por un poderoso pragmatismo que sostenía las energías del mundo; “y el mundo marcha, se lanza hacía adelante, como un gigante ciego desencadenado”.
Había puesto el hombre su esperanza en sí mismo; había decido lanzarse hacía un pragmatismo sin Dios, y ese gigante desencadenado, perdido el oriente de su salvación, decidió avanzar hacia adelante en el sólo progreso, la sola riqueza. Y hoy asistimos atónitos a un gigante que corre sin cabeza y sin esperanza. El corazón de occidente parece crujir ante su incapacidad de crecer más y más. Y la incertidumbre, que antes permanecía oculta en los despachos, parece extenderse a mercados, economías y naciones. Se quiso lanzarse en una marcha hacía adelante, hacía el más, y ahora se descubre que se corría campo traviesa, sin ser consciente de los peligros del correr fuera de un camino, de una verdad moral que marque las líneas del peligro. Montini entendió que la evolución social afectaría gravemente al porvernir del cristianismo, pero ahora vemos que también ha quedado afectado el porvenir social.
Sin embargo en momentos tales, cuando la humanidad se encuentra en una encrucijada, la percepción de estar ante un punto de inflexión hace percibir la seriedad de los tiempos y la gravedad de las consecuencias, condensando nuevamente los temores y despertando nuevamente esa sensación de emergencia en la que no se puede saber si este intervalo histórico, este punto de inflexión al que se asiste, durará años o décadas. Y es más, sin saber tampoco si lo que vendrá “será para peor o para mejor”.
A Guitton y a Pablo VI nos les fue dado ver como ese motor de occidente, como esas esperanzas del mundo, que descansaban crudamente en el sólo hombre, al final tenía un solo rostro: y no se trataba del hombre renacentista, sino del hombre económico. Sería la economía -el crecimiento perpetuo- el alma y el corazón del mundo.
Pero a diferencia de ayer el colpaso al que asistimos no es sino cuantitativo. El salto de umbral, la crisis cualitativa fue anterior, y a ella asistieron Guitton y Montini. La elección por la apostasía, por el sólo hombre y el sólo hombre capaz de destruir todo. Y si ahora ésto no llama la atención es porque se vive en el acostumbramiento de tal realidad. Acostumbramiento necesario, porque si el poder destructor del hombre asustó en aquellos años 40, hoy no levanta temores no porque no exista el riesgo, sino porque ese terror nuclear fue arma intimidante que permitió a occidente crecer –realizar su triunfal marcha económica- sin enemigos. Acostumbramiento provocado porque esa apostasía social -que los años 60 evidenciaron- era argumento necesario para hacer del hombre trascendente un hombre consumidor. No, no debía escandalizar la pérdida de Dios, sino convertirse en criterio moral y norma jurídica que favoreciera el sólo crecimiento, el sólo consumo. Pero ese motor se alimentaba de un carburante, de una esperanza, de unas metas, que han roto inesperadamente. El crecimiento, ese a mayor gloria del bienestar, parece estar saltando hecho añicos. Y sin su “esperanza” el gigante desencadenado puede causar estragos. Y a esa ausencia de “esperanza” el sistema no está acostumbrado. Porque pudo acostumbrarse al terror atómico, ya que se convirtió en guardián de su sistema económico. Porque pudo acostumbrarse a la apostasía silenciosa, ya que se convirtió en puerta para el consumo. Pero no podrá acostumbrarse a un sistema económico roto porque ese ha sido su alma, su corazón, su porqué, su para qué. Y un gigante sin impulso vital colapsa y se desmorona.
Entonces, cuando se asiste al inicio de un colapso, la percepción de la gravedad aparece nítidamente, y renace esa sensación de emergencia que yacía apagada por el acostumbramiento. Nada ha cambiado, el salto cualitativo nos antecede en el tiempo, pero nuevamente se asiste a la incapacidad de saber si este colapso durará años o décadas; de saber si el umbral en el que se permanece será anticipo de algo peor o algo mejor. Guitton y Pablo VI, como toda su generación, asistieron a ese punto de inflexión histórico, pero cuanto ocurre ahora no es sino consecuencia de aquello, por tanto, constatación de que el umbral en el que se entró agoniza ahora en su “alma”. Y eso genera incertidumbre, por cuanto ya se percibe que no sólo está afectado el porvenir del cristianismo, sino de la sociedad tal como la conocemos.
Entonces, cuando la incertidumbre es alimento del día a día se aplauden soluciones rápidas o se procuran huidas de la realidad. Y a veces esperanzas prontas que den salida a un agujero que se intuye complejo. Y una de estas esperanzas son los mensajes que nos llegan de “una vidente centroeuropea” de la que no se tienen muchos más datos, salvo el que, según ella, tiene dirección espiritual con algunos sacerdotes. Estos mensajes llamaron la atención porque desde su inicio en el año 2010 su tono y contenido parecen explicar sencillamente el ahora y narrarnos el mañana inmediato. Y tal concreción parecen un consuelo psicológico para tiempos de incertidumbre. Son mensajes concretos, notorios, claros… y que no sólo hablan de lo que pasa ahora, y de lo que pasará en general, sino que llegan a dar fechas. Permítaseme citar el más evidente:
“El tiempo es ya breve. Todo va a suceder rápidamente. El GRAN AVISO ya está cerca, por tanto no hay mucho tiempo para rezar por aquellas pobres almas que se perderán. Rezando la Coronilla de la Divina Misericordia por aquellas almas concretas, se salvarán millones de ellas.
Hijos Míos, ahora os encontráis en medio de lo que se llama la Tribulación, como se predijo en Mi Libro Sagrado. La segunda parte, la Gran Tribulación, comenzará, como dije, antes de finales de 2012. Esto no debería infundirte miedo, hija Mía, sino que sirve para hacerte consciente de la urgencia de que Mis hijos pidan Mi ayuda.”
No cabe duda, no estamos acostumbrados a tal detalle, a tal precisión. Dios no parece hablar así. Gustaba nuestro Señor de la metáfora, de la imagen como signo de una realidad que sobrepasaba al mismo signo y al mismo tiempo lo explicaba. Se acordaron los primeros cristianos de Jerusalem de aquella imagen de donde están las águilas se reunirán los cuerpos y al saber de las legiones romanas que bajaban hacia Jerusalem con sus estandartes huyeron de la ciudad, que sería sitiada por largos meses, hasta la inanición. O el bueno de Juan Bosco, que espoleado por el conocimiento de las cosas futuras quiso poner dos misteriosa fechas en las estatuas que custodiarían su María Auxiliadora de Turín… pero al final no las puso, y ahí quedan, como señal de la prudencia de un santo.
No, no gusta el Señor de dar fechas. Y estas fechas sorprenden. Y más porque nacen en tiempos de incertidumbre y uno puede gustar atarse a ellas para fundar su esperanza en una promesa de corta duración. Y las cosas, como decía Guitton, pueden durar años, o siglos. Y no digo, no quiero decirlo, que esta vidente no sea de Dios. Pero poco sabemos de ella. Y eso no es bueno, sobre todo cuando su fama ha crecido como la espuma en tan poco tiempo. Los santos místicos han forjado su fama tras años de dura prueba. Y con todo bien podría ser de Dios, que también Él gusta de ser concreto a medida que se acerca la hora del castigo. Y si no que se lo digan al bueno de Jonás, que le fue dado anunciar fechas más cortas que las de nuestra vidente centroeuropea. Pero como desconocemos tanto sobre ella cualquier juicio puede ser aventurado en un sentido u otro. Ahora bien, no hemos de olvidar que la percepción de los tiempos –esa percepción de los tiempos de la que gustaba Guitton- es subjetiva, y esa subjetividad puede jugar malas pasadas a los mismos místicos si no son prudentes (el padre Gobbi bien supo de esto). Y muestra de esa prudencia dio Marta Robin al académico francés cuando indignada por las preguntas que se le hacían sobre el mañana le respondió airada “no pertenezco al sindicato de las echadoras de cartas”.
Hay que ser cauto, prudente y entender que para los místicos, como para Marta Robin, "es imposible decir si ese porvenir vislumbrado, presentido, previsto, es inmediato, muy cercano, lejano, muy lejano, último, escatológico; si sucederá mañana o dentro de mil años". Y concluía Guitton: “dicho de otro modo, el tiempo visto por el profeta no tiene la tercera dimensión: la profundidad. El momento presente contiene el tiempo todo entero, del cual es una conclusión".
x cesaruribarri@gmail.com
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